La nueva (a)normalidad: el miedo

Diego Antonio Pineda R. (Colombia) es ex decano y Profesor Titular en la Universidad Javeriana en Bogotá, autor y traductor de múltiples obras vinculadas al pragmatismo, la filosofía para niños y la filosofía en general.

En tiempos de Pandemia, el miedo es algo con lo que normalmente debemos convivir: miedo a enfermarnos, a quedarnos sin trabajo, a la soledad o a la muerte. En general, creemos que debemos evitar sentir miedo, que el miedo es algo que debe ser superado. Con un estilo ameno y casi literario, Diego Pineda nos lleva por los caminos de su propia indagación filosófica sobre el miedo. Recorriendo algunas ideas de Platón, Aristóteles y Maquiavelo, refiriendo también a sus propias narrativas sobre el tema y realizando una aplicación sumamente pertinente para nuestra época nos permite preguntarnos: ¿Qué hacer con el miedo? ¿No es este acaso parte de nuestra condición humana? ¿Se puede llevar algún tipo de “buena vida” con el miedo? Agradecidos por tener a este reconocido autor colombiano en nuestra serie, los invitamos a disfrutar las páginas que siguen.

D. S.

Enviado el: 14 de julio de 2020

En tiempos en que la realidad parece que nos excede la filosofía es un medio para transformar quienes somos

 

La nueva (a)normalidad: el miedo[1]

Vivimos con miedo. Siempre ha sido así y, en cierto modo, es algo inevitable. Hay cosas a las que les tenemos miedo, y a las que es normal tenérselo, pues son males evidentes: pobreza, enfermedad, ignorancia, soledad, desprecio. Se trata de males tan ciertos que buscamos diversas estrategias para evitarlos: acaparamos objetos y dinero para huir de la pobreza, hacemos cuánto sea por conservar la salud, hacemos alarde de nuestro saber porque nos aterra la ignorancia, queremos estar siempre con otros para no sentirnos solos y hasta nos sometemos a los regímenes más espantosos si en ellos se reconoce nuestro valor y se nos confiere algo de poder.

Tememos muchas cosas, a veces actuamos con miedo e incluso, más grave aún, hacemos ciertas cosas por el miedo que otros nos han transmitido. Como bien lo señaló Aristóteles, detrás de todo miedo hay uno más fundamental: el miedo a la muerte. Nos da miedo morir, como si esto fuera algo evitable. Nos cuesta asumir nuestra condición mortal, de seres finitos.

Sí, vivimos con miedo. Y la pandemia por la que estamos pasando lo ha acrecentado, porque lo ha hecho más patente. Ahora el miedo circula en el aire, pues nuestros temores han venido a encarnarse en un desconocido virus sobre el que hemos perdido el control. Le tememos al contagio porque no sabemos lo que podría pasarnos. Sabemos que el virus está allí, en alguna parte (no sabemos cuál), que tal vez esté ya en nuestras manos o, incluso, en el cuerpo de alguien cercano… y no lo sabemos. Todo esto nos genera una gran incertidumbre. Sí, tal vez creamos que no nos contagiaremos; pero ¿qué pasaría si alguien con quien vivimos, por una u otra razón, adquiere la enfermedad?

Detrás de ese miedo, hay otros peores. No solo le tenemos miedo a una enfermedad tan poco predecible como el COVID-19, sino que, sobre todo, le tememos a muchas de sus consecuencias y, más aún, a la pobreza. Es inevitable que sobrevenga la pérdida de empleos, dinero y oportunidades. No nos consuelan las voces de los emprendedores optimistas que hablan de “una nueva oportunidad”; es inevitable que afecte, como ya está afectando de una forma muy seria, la economía personal, local, nacional y mundial.

Pero, además, el miedo se nos hace mayor porque sentimos la soledad: tal vez personas muy cercanas hayan muerto en los últimos días y ¡cuántos llevamos meses enteros sin poder ver y abrazar a nuestra madre, padre, hermanos y amigos! El miedo se acrecienta porque se acrecientan la soledad, la enfermedad, la muerte y la incertidumbre. El miedo es la nueva “normalidad”, aunque lo que nos pasa sea todo menos “normal”. Esta es la época de nueva (a)normalidad: la del miedo… pero ¿qué es el miedo?

Platón y Aristóteles lo definieron de una forma maravillosa: el miedo es la expectativa de un mal posible. Allí está lo esencial. Para empezar, el miedo es una expectativa y no una acción; no es algo activo. El miedo no hace nada, sino que es algo que nos pasa; en sentido estricto, una pasión. Y ello a tal punto que, con frecuencia, el miedo se disipa cuando ocurre aquello a lo que le tememos: el miedo a la muerte de nuestros padres se disipa el día de su muerte. Pero se trata de una expectativa que tiene un influjo muy fuerte sobre el modo como actuamos: más de una vez tenemos que actuar con miedo y, a veces, incluso nos sentimos paralizados por el miedo, especialmente hacia aquellos que manipulan nuestros miedos… y que han hecho del miedo una herramienta de dominación política.

Sin embargo, lo que hace más daño ni siquiera es el miedo mismo, sino la tentación de huir de él. Dijo alguna vez Maquiavelo que las guerras no se pueden evitar, que solo se aplazan y siempre en perjuicio de quien lo hace. Tal vez esto sea aplicable a la batalla contra el miedo. Se trata de una batalla permanente, y lo peor que podemos hacer es aplazarla. Si el miedo es precisamente esto, una expectativa, cuando lo aplazamos, empieza a crecer de una forma incontrolable y sin que nadie lo perciba, como crecen de forma inevitable los propios virus en una pandemia. Cuando el miedo se hace indefinido, cuando se vuelve innombrable, es cuando más daño hace. Precisamente porque es una expectativa, al miedo hay que reconocerlo, objetivarlo y ponerle nombre, pues negarlo o aplazarlo le otorga un mayor poder. Decir “tengo miedo” a esto o aquello (a la pobreza, a contagiarme, etcétera), es una forma de enfrentar ese temor difuso que tanto hace daño, dado que nos paraliza.

Tememos que algo malo pueda sucedernos. Puede suceder, y ocurre a menudo, que nuestro miedo carezca de un objeto, que sea solo algo latente, algo que “está ahí”, anónimo y difuso. Es entonces cuando es necesario ponerle un rostro y averiguar qué tan posible es que ese mal que esperamos llegue a materializarse. Es aquí donde entra en juego la razón: si esta es convenientemente manejada, nos puede ayudar a enfrentar nuestros miedos; pero, por supuesto, a veces ocurre lo contrario: por la vía de la racionalización solo se acrecientan nuestros miedos. Pero la razón puede mirar de frente al mal e intentar decir en qué consiste: examinarlo, sopesarlo, determinar su grado de posibilidad y realidad.

Es cierto que de niños temíamos a los fantasmas y a las brujas, pero seguramente, cuando los buscamos y no los encontramos, ese mal pudo disiparse. Por supuesto, un mal real y directo ―como el sufrido por la violencia― hace un daño objetivo que solo podremos enfrentar curándonos de las heridas que nos deja. Hay ciertas enfermedades que solo se enfrentan cuando se reconocen y examinan sus posibilidades reales. El que tiene cáncer no puede negarlo; tiene que aceptar que lo tiene y examinar cuidadosamente, con la ayuda de un médico, cuáles son sus posibilidades reales de triunfar ante un mal objetivo que habita su cuerpo; y, una vez haya comprendido las posibilidades reales, verá si vale la pena enfrentarlo. A menudo, tenemos mucha posibilidad de ganar la batalla contra el cáncer, si lo detectamos a tiempo. La razón ayuda a enfrentar el miedo, no porque lo disipe o elimine, sino porque nos permite enfrentar el mal en sus posibilidades reales y aceptar cuánto nos cuesta la batalla contra él. No nos libra de él, pero al menos nos ayuda a controlar algunos de sus efectos. Y de eso se trata precisamente: la existencia del mal depende radicalmente de que los reconozcamos como tal y controlemos sus efectos.

Y, puesto que el mal existe, necesitamos aprender a convivir con el miedo. Aparentemente se trata de una renuncia, e incluso de una condición maligna y trágica que nos viene de suyo con la simple condición humana; en realidad es solo el reconocimiento de nuestra finitud y vulnerabilidad. Convivir con el miedo no es renunciar a vivir la vida humana, sino reconocer la contingencia. Se trata, entonces, de reconciliarnos con nuestro propio miedo, algo que es connatural a nuestra condición humana y animal. El miedo no es malo; es simplemente humano. Los animales humanos, y muchos otros, sentimos miedo; y el miedo no es más que una estrategia de supervivencia; y, porque sentimos miedo, podemos defendernos de aquello que podría hacernos daño.

Si el miedo es la expectativa de un mal posible, es claro que el mal finalmente se consuma y el miedo se disipa. Mi miedo fundamental desde que era niño era el de la muerte de mi padre; sin embargo, un día se consumó de la forma menos esperada. Cuando llegué a verlo ya estaba agonizando y no tuve tiempo de despedirme de él. Siempre recuerdo el instante en que entré en el hospital y sentí que el mal más grande, al que había temido desde niño, se había finalmente consumado. Horas más tarde moriría ese ser al que tanto amé y de quien tanto aprendí.

Poco tiempo después escribí una historia que era ante todo una reflexión sobre el miedo. Nunca en mi vida había escrito un cuento, y ese día empezaron a pasar por mi mente, al tiempo que las ideas aristotélicas sobre el miedo, la imagen viva del momento en que tuve la certeza de que mi padre moriría ese mismo día. Pero el que estaba allí para contar esa historia no era ya el hombre de treinta y cinco años que era en ese momento: era un niño de escasos diez años: Santi, quien protagonizó mi cuento: El miedo es para los valientes, que hoy se utiliza en algunos colegios de mi país para trabajar temas de filosofía práctica con niños de cuarto y quinto grado. Veamos brevemente de qué trata.

Santi está en el hospital porque su madre va a ser operada de apendicitis. Él, como es natural, manifiesta su miedo llorando. Su hermano mayor le dice, sin embargo, que no debe sentir miedo y, menos aún, llorar… que debe ser valiente. A partir de ello, Santi comienza a preguntarse muchas cosas distintas, a partir de lo que ha vivido: si llorar es signo de cobardía, o si, tal vez, pueda ser en ocasiones lo contrario; si sentir miedo nos hace cobardes o es, más bien, la condición misma para ser valientes; si la valentía está determinada por el poder o la fuerza, y muchas cosas más que va contando en su relato. Un rato después, y cuando ya sabe que su mamá ha salido bien de la operación, conversa con su padre y le plantea la pregunta de forma directa: “Papá ¿qué es ser valiente?”. Su padre le ofrece esta respuesta: “ser valiente es hacer lo que debemos hacer a pesar del miedo que tengamos”. Ello le sugiere a Santi que se puede ser valiente teniendo miedo; es decir, que no se es valiente por no tener miedo, sino por el modo como se enfrenta el miedo. Empieza a explorar, entonces, con ayuda de su papá, qué tan valientes son aquellos que enfrentan el miedo y el peligro, como los soldados y automovilistas.

Su conclusión es sorprendente: es mejor sentir miedo, porque éste es una señal que sentimos en nuestro cuerpo de que algo malo podría ocurrirnos. El miedo no es solo la expectativa; podría ser incluso una percepción anticipatoria del mal; y, como tal, es un signo de precaución y de protección de la vida ante el peligro. En tal sentido, es algo maravilloso porque nos hace más cuidadosos a la hora de actuar y pone en alerta todos nuestros sentidos. ¡Qué horrible sería, piensa Santi, no sentir miedo! Quedaríamos a la deriva en un entorno lleno de peligros y males potenciales. Es posible, entonces, reconciliarse con el propio miedo, pues solo él nos hace a la vez más precavidos y potencialmente valientes. No solo ser valientes no consiste en no tener miedo, sino que el miedo es la condición misma de la valentía.

Solo comprendí la fuerza de esta idea del miedo como “señal en el cuerpo de que algo malo puede pasarnos” unos años después. Una noche iba hacia mi casa, situada en una vereda de un municipio cercano a Bogotá, que pocos días antes había sido tomado por la guerrilla. Era tarde y el ambiente estaba muy tenso. En la vía me detuvo un convoy del Ejército y me pidió mis documentos de identificación. Uno de los soldados me trató con cierta rudeza al requisarme a mí y al vehículo en que me desplazaba. De pronto, al mirar dentro del carro, vio el título de mi cuento: “El miedo es para los valientes”. De pronto su actitud se transformó por completo y me pidió que le vendiera el libro cuyo título acababa de leer. Le dije que se lo regalaba con todo gusto, pero que solo quería saber por qué le interesaba un cuento filosófico para niños. Me dijo lo siguiente: “Soy soldado regular hace más de veinte años y he combatido en el monte con grupos criminales de todo tipo. Este es mi trabajo, pero nunca he dejado de tener miedo… Sin embargo, mis superiores en el Ejército me dicen permanentemente que si tengo miedo, soy un cobarde, pues los hombres valientes no sienten miedo. Aun así sigo sintiendo miedo. No me puedo librar de él. Cuando leí el título de su cuento sentí por primera vez que alguien entendía que mi miedo no era cobardía. Tener miedo es propio de hombres valientes. Me gustaría leerle esta historia a mis compañeros soldados, que sé que sienten lo mismo que yo…”.

Si he contado esta historia es solo para mostrar que es posible y necesario convivir con el miedo. Sin embargo, convivir con el miedo no es dejarse paralizar por lo que nos causa temor, ni mucho menos hacer las cosas que debemos hacer por miedo, pues en ello consiste ciertamente la cobardía. De hecho, convivimos con el miedo, y hacemos muchas cosas con miedo, pues el miedo es una emoción que acompaña muchos de nuestros actos. El miedo no puede ser, sin embargo, un motivo de acción. No se trata de hacer las cosas por miedo, sino, como bien lo decía el papá de Santi, de hacer lo que sabemos que debemos hacer a pesar del miedo que tengamos. El miedo puede servir para hacernos más cuidadosos y nos ayuda ciertamente a sentir nuestra propia vulnerabilidad como seres humanos.

Hoy tenemos más miedo que nunca. La incertidumbre a nivel mundial es tremenda. Tal vez esta pandemia nos enseñe que no somos los dueños del universo, que la idea de un progreso incontenible y un crecimiento permanente es absurda y antinatural (ni la población ni la economía ni la vida misma crecen de un modo indefinido) y, sobre todo, nos haga cada vez más conscientes de nuestra propia finitud y vulnerabilidad. Sentir miedo es una forma que aceptar nuestra frágil condición humana. Los más de cien días de confinamiento e incertidumbre que ya hemos sobrepasado nos deberían haber enseñado a convivir con el miedo porque ésta es nuestra nueva normalidad: la (a)normalidad del miedo.

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