Reconciliarse con lo impermanente

Luca Maria Scarantino (Italia) es el actual presidente de la Federación Internacional de Sociedades de Filosofía (FISP), es co-editor de la revista internacional de filosofía Diógenes, profesor en la Universidad Libre de Lenguas y Comunicación de Milán, experto en temas de interculturalidad, inmigración y cultura.

En este texto, el destacado filósofo italiano Luca Maria Scarantino pone en tela de juicio diversos “entendidos” de esta época, ¿por qué tenemos que llamar “normalidad” a una situación por completo anormal? ¿Por qué intentamos considerar como algo “habitual” o “usual” una serie de prácticas de emergencia? A partir de estos cuestionamientos, Scarantino nos lleva a analizar una serie de importantes cuestiones desde un punto de vista filosófico y social: el significado de “estar perdidos”, la “fatiga pandémica” y la importancia del sentido para regular u organizar nuestra vida. Retomando a varios autores de distintas tradiciones, destaca, para finalizar, el concepto de “lo impermanente”, atributo primordial de las culturas del oriente asiático, lo que nos ayuda a aprender a vivir con menos certidumbres, con más capacidad de coexistir con nuestra fragilidad y vulnerabilidad, sin por ello renunciar a proyectar, inventar y construir.

David Sumiacher

 

Enviado el: 8 de diciembre de 2020

En tiempos en que la realidad parece que nos excede la filosofía es un medio para transformar quienes somos

 

Reconciliarse con lo impermanente

En las montañas del Tirol dicen que la gente dejó de estrecharse las manos durante la pandemia de 1918, la conocida gripe española. Por lo demás, agregan, la vida sigue como antes. Acaso esta advertencia sea la principal.

Es una idea perfectamente entendible que en la vida humana haya “normalidad”. Por ello la idea de una “nueva” normalidad me parece contradictoria. ¿Qué define lo normal, una manera de saludarnos, la posibilidad de ir al cine o de salir a comer, el uso promiscuo del comercio electrónico, cierto temor sanitario en el momento de hacer el amor? Las rutinas suelen renovarse en la permanencia.

Más razonable sería rastrear lo anormal. Contrariamente a lo “normal”, que es un sistema complejo, lo anómalo siempre es individualizable y se deja percibir con facilidad. Lo acompaña lo imprevisible, que da origen al temor y al miedo. Anómalo es vivir en modalidad remota y hablar frente a una pantalla. Nos turba desconocer cuánto pueda durar: si podemos presumir que en algún momento volveremos a salir de casa sin restricciones, no sabemos cuánta parte de nuestras actividades seguirá desarrollándose a distancia. Esta incertidumbre nos azora más que el hecho en sí. El trabajo a distancia puede apreciarse de diferentes maneras: podemos añorar el contacto con nuestros colegas y al mismo tiempo valorar la oportunidad de no tener que salir al tráfico… Podemos reconocer lo cómodo que puede ser quedarnos sentados en nuestra habitación, aprovechar la posibilidad de atender distintas reuniones simultáneas y relacionarnos con colegas conectados desde distintos países del mundo… Pero la pereza nos amenaza. Hay algo triste en el hecho de estar hablando con colegas conectados desde México, Egipto, o Uzbekistán, compartir sus preocupaciones, calarse en el mundo mexicano, egipcio o uzbeko durante unas horas y, al levantar la cabeza, encontrarnos mágicamente en nuestro cuarto, rodeados de los objetos cotidianos y proyectados sin una solución temporal en un mundo tan incongruente. Toda interacción pierde su efectividad concreta, material y se torna ilusoria, casi onírica. Por decirlo con Calderón, es como si la pantalla no fuera sino un sueño.

Por esto el cambio, con sus cualidades y defectos, no nos deja de asombrar. Lo que nos perturba es haber sido arrojados a esta nueva dimensión de un día para el otro, sin tener el tiempo de acostumbrarnos ni de darle sentido a esta nueva práctica. Por ello es preferible no hablar de “nueva normalidad”: lo que vivimos, seguimos percibiéndolo como anómalo y posiblemente como algo transeúnte. No formará parte de nuestra vida cotidiana “normal” hasta que no le hayamos atribuido un sentido pertinente, que nos permita encuadrarlo en un marco coherente y transformarlo en nuevas rutinas aceptadas. Por ahora, siguen siendo prácticas de emergencia y como tales las percibimos.

Quisiera insistir en este pasaje de lo extraordinario a lo rutinario. Lo normal es, como lo expresa la palabra, la adhesión a un sentido aceptado, común, que procede de una regla, una “norma”, que nos permite orientarnos en el ambiente humano, social y natural en que vivimos. En los idiomas latinos, con la excepción notable del francés, esta idea de “respeto de una norma” ha adquirido un sesgo comunitario, mezclándose con la de costumbre y haciendo coincidir norma y hábito. Así el término “normal” ya se utiliza como sinónimo de “habitual” –menos en francés, en donde la idea de adhesión a una norma se mantuvo con mayor nitidez–. Pero al romper la norma, no nos limitamos a modificar nuestra rutina cotidiana, sino que alteramos todo el marco de significaciones que rigen nuestra vida cotidiana. De no formarse un nuevo sentido, nuestro hacer queda como suspendido, detenido en una espera atemporal que resta significación a nuestras tareas y labor. El sentido es, en efecto, lo que regula y organiza nuestra vida, le da su norma, e integra nuestro actuar cotidiano en un horizonte temporal e intencional más extenso y más amplio.

En la literatura y la filosofía de occidente, la representación de lo anormal como pérdida de sentido ha tomado la forma metafórica de la selva y sus infinitas variaciones. Es en la selva donde se pierde la percepción del tiempo y del espacio, los marcos cardinales del entendimiento humano. En la selva oscura el miedo puede acechar a Dante como a los espectadores del Blair Witch Project, que allí perdieran toda capacidad de controlar su propia mente. Y es en la espesura humana, y ya no selvática, que Elías Canetti ubica el miedo a lo desconocido que abre las páginas de Masa y poder. En la selva se borran nuestras referencias cognitivas y con ellas una función vital fundamental, la orientación. Al extraviarnos “estamos perdidos”, decimos, utilizando una expresión que indica tanto una condición espacial como un destino incipiente de muerte, y con éste la angustia que nos acomuna frente a lo desconocido. Los experimentos que Solomon Asch realizó en Estados Unidos a mediados de los años 50’s han puesto en escena de manera espectacular cómo este pánico puede echar a perder las pautas más básicas de nuestro entendimiento, incluyendo la inmediata experiencia sensorial.

Así que no hay nada normal, y “new normal” menos aún, en los remedios temporáneos y de emergencia a los que estamos recurriendo para escapar a la amenaza pandémica. Al revés, todo es muy excepcional, extraordinario, momentáneo. No nos sorprende por lo tanto observar un desgaste progresivo, que los médicos y los sociólogos califican de “fatiga pandémica”, y que los filósofos podríamos describir como acercamiento al límite en que podemos vivir sin planear nuestro futuro; sin razonables certezas sobre el porvenir que nos depara y el destino que espera a nuestras actividades profesionales. Llega un momento en que la suspensión de nuestra capacidad de orientarnos toca su límite, y máxime cuando la confianza que habíamos puesto en los que supuestamente nos guiarían en este proceso se va desgastando. La gestión de nuestras vidas, que hemos confiado a los gobiernos al comienzo de la pandemia no va a poder seguir sin trabas si ellos pierden su credibilidad y dejan de suplir a nuestra capacidad de decisión.

De hecho, la pandemia constituye una ruptura del orden conocido, por lo menos para la mayoría de nosotros. Con mucha razón la revista Time ha escrito que “la mayoría de los vivientes nunca hemos visto nada parecido”. Una parte considerable de la humanidad, por lo menos en occidente, ha perdido la memoria de lo que es una epidemia. Sin embargo, nuestras sociedades han coexistido con pestilencias, cólera, malaria y tantos otros flagelos durante la mayor parte de su historia. En otras partes del mundo, las epidemias nunca cesaron de existir. Conocemos el Ébola y otras plagas endémicas como el dengue, el Chagas, o las fiebres amarillas. Las vacunas obligatorias que se requieren a los viajeros en sendas áreas del mundo nos recuerdan a todos que en muchas regiones las epidemias y las endemias siguen formando parte de lo cotidiano. Parece que los habitantes de occidente hemos dejado de considerarlas como algo que nos afecte directamente. El Sida, acaso lo más semejante a una pandemia que apareció en nuestras vidas, tenía menos capacidad disruptiva por ser ligado a pautas sociales rápidamente identificadas y estigmatizadas. Pero más fácil es sancionar comportamientos sexuales, o evitar drogas, que salir a la calle evitando cualquier contacto humano.

Durante Siglos las sociedades europeas han conocido recurrentes epidemias mortíferas, la más terrible de ellas, la peste. Esas épocas parecen olvidadas. El milenario, oscuro pesar por estar pendientes de un rebrote pestilencial, que pudiera explotar en cualquier momento, fue jubilosamente archivado tras la pandemia de 1918, cuando el progreso de las ciencias y la medicina parecieron liberarnos de ese grupo de calamidades. Se ignoró la duradera resistencia del morbo en otras tierras y latitudes. Por cierto, estas periódicas epifanías del hado mal se conciliaban con el anhelo occidental de lo estable, lo durable, lo macizo. Lo impermanente, atributo primordial de las culturas del oriente asiático, fue en Europa un ideal de místicos. Se nos enfrenta ahora, con algo que perturba nuestra solidez mental, y de lo que conviene deshacernos lo más pronto posible, no como un matiz durable de nuestra manera de estar en el mundo. Eso sí sería un “nuevo normal”: aprender nuevamente a orientarnos en la selva, sabiendo que no hay ningún empíreo que atinar para afianzar nuestra existencia, que no hay ningún amparo transcendente que nos proteja ni puerto al que arrimarnos sin temor, sino que todo camino es transitorio, histórico, variable y por ende humano.

Aprender a vivir con menos certidumbres y más capacidad de coexistir con nuestra fragilidad y vulnerabilidad, sin por ello renunciar a proyectar, inventar y construir, puede darle sentido a los eventos extraordinarios que estamos viviendo. Acaso sepamos también atesorar con más juicio nuestra relación con el mundo natural, que hemos maltratado bastante en los últimos dos Siglos. Es parte de la resiliencia humana, la capacidad de transformar eventos trágicos y complejos en oportunidades de avance. Hoy, podemos repensar nuestro pasado y nuestra condición humana de manera más compleja. Extender nuestra mirada a través de las diferentes tradiciones y culturas y meditar sobre la disparidad en nuestros estilos de vida. Cuidar más nuestro medio ambiente y cuidar nuestras vidas, puede ser una manera sabia de encontrarle un sentido a lo que estamos viviendo. Volver a apreciar la caducidad de la existencia nos facilitará avanzar hacia una mejor integración cultural, intelectual y espiritual de las tradiciones y las culturas, cosa que hemos emprendido hace mucho tiempo.

 

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