Paulo Freire y la pedagogía de lo cotidiano

Por Alonso Mancilla

Introducción.

La pandemia del Covid-19 nos puso los anteojos de lo evidente, de la desfortuna de lo cotidiano, del infierno en la tierra, y develó la crisis de una de las fases más atroces del Capitalismo, el llamado Neoliberalismo: la mercantilización de lo cotidiano.

Así, de esta inminente crisis se desprende un problema fundamental, o hacemos que se reconfigure el capitalismo —como viene haciendo el aceleracionismo tecnológico y digital— y pasa a su siguiente fase, o le damos sentido al momento histórico, como lo anunciara Fidel Castro hace 21 años: cambiar todo lo que debe ser cambiado. Tenemos que plantearnos una revolución desde la cotidianidad, desarrollando, así, al hombre y mujer colectivo(a) sin desencadenar en alguna medida el fanatismo, sin crear tabúes, críticamente, en suma, como conciencia de una necesidad[1] libremente aceptada y reconocida como tal, por un cálculo de medio y fines que hay que adecuar (Gramsci, 2019: 353).

Este es un trabajo, como muchos otros, sobre el buen vivir, sin embargo, parte de la idea derridiana de deconstrucción, la cual supone la destrucción de conceptos que hemos creído “naturales” y, por ende, incuestionables, inclusive, dados y acabados. Como dice Derrida en Políticas de amistad, la deconstrucción tiene que ver con un atravesamiento de un espacio y tiempo histórico-político que no se puede obviar, pero al que se le tiene que sacar la prisa y los estereotipos, los cuales tiene que ver con ideas “finamente” argumentadas desde la perspectiva de los opresores, que no tiene nada que ver con los hechos de la realidad concreta.

De lo que se trata es, entonces, de retornar a ese momento, que no fue sólo un momento en el tiempo sino una dimensión de la experiencia del ser y del logos o, para precisar mejor, donde la filosofía fue muy joven o habría llegado demasiado tarde, por lo cual no tiene ninguna autoridad para hacer preguntas (Derrida, 1998: 365). Así, donde la conciencia no fue crítica —porque llegó muy joven o demasiado tarde— y no cuestionó la realidad, hoy intentamos un proceso de apropiación y de transformación de los conceptos de un modo no lineal (continuo y cronológico), para, de esa forma, deconstruir la conciencia que no fue, pero que será, la cual no es otra cosa que el devenir-mundo, la historia.

 

Pedagogía del engaño.

Escribía Simone de Beauvoir en su texto El pensamiento político de la derecha que los burgueses de hoy tienen miedo, ya que en todos sus libros, en sus artículos y discursos que expresan su pensamiento, es el pánico lo que ante todo salta a sus ojos. Pregonan que sólo el capitalismo es capaz de lograr la prosperidad universal. Por consiguiente, la burguesía, al darse cuenta —después de dos guerras mundiales y una bomba atómica— que con el fascismo no podría seguir controlando a las masas populares, donde las y los trabajadores empezaban a rechazar la civilización burguesa, tenían que tomar otras medidas: el control y la subordinación a través de prácticas cotidianas, es decir, a partir de la cultura como anunciara Gramsci.

Podemos considerar cotidianidad burguesa a todas las acciones, comportamientos y actividades realizadas por la burguesía, pero que se incrustan en todos los sectores de la población, es decir, es toda una cultura hegemónica imperante que produce desorientados, gente que se cree superior al resto de la humanidad y que da como resultado una sociedad jerárquica, en la cual, incluso entre oprimidos/as, hay opresores. Sin embargo, existe una cultura crítica emanada de la clase trabajadora, del proletariado, que surge de la comprensión del valor histórico de cada persona, lo que llama Gramsci contrahegemonía cultural, y es lo que le da sentido a la conciencia de clase, quiero decir concientización crítica del ser, siendo la (auto)organización uno de sus principios fundamentales que nos lleva a un nuevo pacto social: el socialismo.

De ese modo, bajo la cultura hegemónica o bajo la contrahegemonía cultural —conciencia burguesa o conciencia de clase—, las instituciones son moldeadas a su antojo, entonces, pueden existir en una misma sociedad instituciones hegemónicas e instituciones que resistan los embates de la misma —aunque menores y deslegitimadas—, por lo que puede haber, por ejemplo, un tipo de familia tradicional que sirve para la opresión y otro tipo que se vaya creando críticamente, que ayude a la liberación.

La hegemonía cultural tiene que ver con el resultado de miles de acciones y sus efectos producidos, es decir, se da por nuestros comportamientos cotidianos, los cuales, al realizarlos mecánicamente, ocultan el engaño. De ese modo, la pedagogía de lo cotidiano tiene como fin develar el engaño y éste no podría vislumbrarse si no es a través de nuestras acciones cotidianas. Por ejemplo, en la familia, el padre o la madre deberán de transformar sus comportamientos cotidianos con respecto a las hijas o hijos, y viceversa, lo que traería un efecto diferente al promulgarlo, y causaría un proceso de concientización crítico para ambas partes. Sin embargo, el padre o la madre que a la vez son trabajadores o el hijo o la hija que son también estudiantes, no podrán alcanzar dicha conciencia si no transforman sus relaciones laborales o escolares.

Por otra parte, en la pedagogía de lo cotidiano, la política, en cuanto histórica, es la construcción social de la convivencia entre seres humanos(as) y que desfetichiza las relaciones sociales, haciendo, así, una crítica a esa forma de estar en el mundo en el que vivimos, es decir, tiene la cualidad de disipar los prejuicios que construimos en una sociedad específica y concreta, ésta puede ser como en la que hasta ahora estamos inmersos/as, burguesa, o puede ser como la del futuro, socialista. Sin embargo, una politización crítica, que no es otra cosa que estar abierto al mundo y buscar en sus problemáticas otras alternativas de solución, nos haría dar un paso más a liberarnos de ellos.

En la pedagogía de lo cotidiano, la política también es igualdad y la podemos encontrar en las respuestas a preguntas absurdas —de implementación discursiva y práctica— y no en respuestas predeterminadas —preguntas que contienen la respuesta dada mecánicamente—. En otras palabras, la igualdad se devela al comparar un ser con otro/a, por ejemplo, qué resultaría de la pregunta ¿una mujer es un ciudadano? o ¿la justicia es igual para algún integrante de un pueblo originario que para el empresario Carlos Slim? lo que vamos a encontrar será una comparación basada en la jerarquía y esa jerarquía se hace visible a través de la igualdad que promueve la pedagogía de lo cotidiano, a saber, la igualdad será la respuesta a preguntas absurdas que tendrán que explicar el suceso y no una mera descripción del mismo.

Asimismo, en la pedagogía de lo cotidiano se le devuelve al conflicto lo político, su carácter positivo; no como en la pedagogía del engaño donde se quiere ocultar por su interpretación negativa, desarrollando una gran incapacidad para percibir de un modo político los problemas que suceden a nuestro alrededor, de lo cotidiano. De lo que se trata en la pedagogía de lo cotidiano es de mostrar los asuntos políticos como algo que tiene que resolver responsablemente la clase trabajadora y no se los deje, como hasta ahora, a los “expertos”, situación que ha hecho que se oculte la lucha de clases.

De ese modo, en la pedagogía de lo cotidiano es necesario politizar lo político y esto solo se puede lograr con la destrucción de la idea de una sociedad homogenizada y del individuo/a homoeconomicus, pero apostando, al mismo tiempo, por el conflicto, lo que supone hacerlo legítimo y disputarlo. El conflicto solo puede disputarse en un espacio que comparten dos o más partes en disenso, y es en la cultura donde se disputa la legitimidad del antagonismo de clase y se hace concreto, reapareciendo, así, la lucha de clases. Hacer legítima la lucha de clases —el conflicto— en el seno de una cultura concreta es lo que llama Mouffe agonista. Es decir, lo agonista tiene que ver con el conflicto no racional, y como tal, no puede reconciliarse por mera negociación, sin embargo, permite la no destrucción de la sociedad y el apercibimiento legítimo del conflicto. En ese sentido, lo racional esconde la lucha de clases, ya que ese antagonismo no puede resolverse con la simple negociación para desahogarlo —la negociación causa la contradicción desapareciendo el conflicto—, pero, lo agonista permite contradecir el pensamiento único —o hegemónico— y vuelve legítima esa disputa.

En síntesis, la pedagogía del engaño niega en el individuo/a su capacidad autónoma y libre de acción para transformar su mundo; en contraste, la pedagogía de lo cotidiano lo afirma, ya que, a través de ella, podemos llegar a realizar la contrahegemonía cultural, por lo tanto, esta pedagogía debe transformar las relaciones cotidianas, no sólo de humano/a a humano/a o de hombres con mujeres, sino con los animales, plantas y nuestros alimentos. La humanidad debe, pues, de estar en armonía y sin jerarquías con toda la naturaleza, ser una ecología social que no suponga una homogeneidad sino un todo diverso, es decir, que afirme lo político: la libertad y el diálogo entre la diversidad.

 

Pedagogía de lo cotidiano.

El amor debe ser, como diría Mijaíl Bakunin en su Carta a Pavel (marzo del 1845), querer la libertad, la independencia total del otro/a, la emancipación completa del objeto al que se ama —porque liberación del objeto es regresar la dignidad al ser humano/a—, esto es, la afirmación espontánea del otro/a.

Así, el amor es el pilar fundamental en la pedagogía de lo cotidiano, es, como lo definiera Marcela Lagarde en su texto Claves feministas para la negociación del amor, el motor de la vida y de la existencia, es la experiencia constante que nos define, es decir, “es una experiencia movilizadora, nos mueve a actuar, a crear acontecimientos —a trascender—, a transformar el mundo. Y a transformar nuestra vida, que es la más importante en el mundo” (Lagarde, 2001: 15). De modo que no se puede amar si no se conoce, no se da solo y, por ende, no es mecánico, como nos han querido engañar.

De esa manera, nos preguntamos ¿por qué el amor para transformar el mundo? porque, justamente, es lo que nos hace desarrollar una conciencia crítica, es decir, preguntarnos quién soy, qué quiero, qué deseo, qué anhelo, qué necesito, qué puedo, qué hago —como planteara Lagarde—. Es conocer quién soy y eso supone que puedo situarme como individuo/a en el mundo, para poder pasar a la praxis. Esto es, así como la opresión es un hecho histórico, también el amor lo es, entonces, la síntesis histórica es lo que genera la conciencia crítica, la espontaneidad; lo que quiere decir que el feminismo, que ha develado ese proceso histórico de opresión de la mujer por el hombre a través del amor, es la espontaneidad del momento histórico, es decir, la conciencia crítica: lo personal como político.

La pedagogía de lo cotidiano parte de la idea de otro desarrollo del ser humano/a, esto es, educación no es escolaridad y por eso atiende otras formas y otras posibilidades. En otras palabras, educación, en la pedagogía de lo cotidiano, es pensar a cada ser humano/a con relación a los otros, otras, animales, alimento y naturaleza, esta relación va, desde despertarse y encontrarse con el sol o con la lluvia ¿qué reflexión haríamos si hacemos consciente la relación del “yo” con el sol? ¿me brindará una sonrisa? ¿seré feliz en ese instante?, la relación consciente con mi perro o gato —cualquier animal, pues— ¿cuál será el resultado de la reflexión sobre esa relación?, que decir de la relación con las plantas —el riego y todo el cuidado que conlleva—, la relación con mi mamá o papá y la relación con la lechuga que planteé y coseche en mi huerto, para comerla posteriormente; de ese modo, se complejiza un poco cuando vamos creciendo y nos encontramos con otras relaciones, como con el conductor del camión al que me subo, si uso bicicleta la relación con otras y los carros, o la relación con mis compañeros/as de escuela o trabajo y así sucesivamente, la relaciones con personas con mayor “autoridad” jerárquica. Por su parte, la complejización radica en que muchas de esas otras relaciones ya no contienen el pilar fundamental para la transformación social, el amor, sin embargo, al hacer conscientes esas otras relaciones, descubrimos la consciencia crítica, de clase y género, que puede convertirse en amor.

De ese modo, en nuestro análisis queremos destacar algunas acciones que se tienen dentro de una familia, esto es, con madre, padre, hermana, hermano, perro, gato, plantas y huerto en casa. En otras palabras, como sucede con Nietzsche en Sobre el porvenir de la educación, cuando hablando del método de enseñanza, el acompañante le dice al filósofo: por la intimidad que tuve con usted aprendí que las experiencias más notables, más instructivas, más decisivas y más íntimas son las cotidianas, pero que muy pocos son los que entienden como enigma lo que ante todos se presenta como tal, y que a los pocos filósofos auténticos existentes es a quienes van destinados esos problemas —ignorados, abandonados en el camino y casi pisoteados por la multitud—, para que los recojan con cuidado y desde ese momento resplandezcan como piedras preciosas del conocimiento.

Así es como tenemos que ir recogiendo con sumo cuidado las experiencias cotidianas, a saber, con una reflexión profunda, ya que son las propias experiencias las que conducen a los individuos/as a identificar los problemas más profundos de la sociedad como ejemplificaciones de una realidad cotidiana. Es decir, que lo micro responde a lo macro y viceversa, por lo que realizar de un modo u otro, acciones cotidianas, podrán dar alternativas para resolver problemas significativos.

Lo cotidiano, como afirma Paul Leuilliot en Pour une histoire du quotidien au XIX’ siécle en Nivernais, tiene que ver con lo que nos preocupa cada día, y hasta nos oprime, pues hay una opresión del presente. Cada mañana, lo que retomamos para llevar a cuestas, al despertar, es el peso de la vida, la dificultad de vivir, o de vivir en tal o cual condición, con tal fatiga o tal deseo. Lo cotidiano nos relaciona íntimamente con el interior. Se trata de una historia a medio camino de nosotros/as mismos/as, casi hacia atrás, en ocasiones velada. Así, lo que interesa de la historia de lo cotidiano es lo invisible, lo que llamaba Marx fetichismo, pues lo concreto a nuestros ojos invisibiliza todo un proceso que tiene detrás, su historicidad.

La cotidianidad, como afirmara Paulo Freire en Pedagogía diálogo y conflicto, es ese hilo del que al tirar, por muy particular que sea, se acaba descubriendo una malla compleja, una red de cuestiones.

Por consiguiente, en la pedagogía de lo cotidiano hay una imperiosa necesidad de promulgar el respeto al infante, lo que tiene que ver con entender que los niños y las niñas saben, que van aprendiendo constantemente y que de lejos son los que eran hace un par de minutos; que evolucionan constantemente y que si preguntan es porque están buscando respuestas, las que, si erramos en las respuestas, de todas maneras se les impregnarán en su ser consciente, lo que hará que se le construyan un tipo de gafas para ver y estar en el mundo. Es decir, si le enseño al niño que a la hora de la merienda puede dejar su plato en la mesa para irse a jugar con el balón, mientras que su hermana levanta su plato y, además, lo lava, estoy enseñando un rol de género de opresión hacia las mujeres que llevará consigo y aplicará.

Asimismo, lo que tenemos que comprender es que el niño o niña en su afán de libertad tiene que hacerse cargo de sus propias acciones, de esa forma es como utilizaremos el concepto de libertad.

[E]l educador debe ayudar al niño y al adolescente a atribuirse progresivamente la responsabilidad de sus propias palabras, de sus propias conductas y hasta de sus decisiones fundamentales, para poder “hacer de sí su propia obra”, como decía Pestalozzi. Hay que permitirle desprenderse simétricamente del fatalismo y del capricho para que pueda asumir la responsabilidad de sus actos y la responsabilidad de su vida (Meirieu, 2016: 167-168).  

Si el niño o la niña no puede asumir la responsabilidad de sus actos, mucho menos podrá tomar las riendas de su propia vida. Y necesariamente, hacerse de esas riendas es pensar la transformación de la sociedad; por ejemplo, si veo una cartera tirada y dentro tiene una credencial de identificación, lo que debería hacer, en vez de quedarme con su dinero, es buscar a la persona, y en esta época, la utilización de herramientas tecnológicas facilitan dicha tarea; en vez de no hacer nada cuando un hombre está violentando a su pareja mujer, poder interceder; o, cuando el Estado está reprimiendo una manifestación no legitimar dicha acción y salir también. Es decir, tomar el curso de nuestra vida y la superación de su propia historia de opresión.

Vayamos a la cuestión de la libertad ¿de qué se trata? ¿qué tanto hay que dar? ¿cómo otorgarla? Paulo Freire en Lecciones de casa: últimos diálogos sobre educación, cuenta que su hijo menor llegó a decirle que como padre había exagerado en la comprensión del uso de la libertad por parte de ellos, sus hijos, “por tanta confianza en la libertad del hijo, en la creatividad del hijo, en la responsabilidad del hijo, nos dejaste a todos, varias veces, en una situación de inseguridad”, le dijo. A lo que Paulo contestó “lo importante es que, como padre: primero, te quedes con el hijo que fuiste; segundo, que prepares al hijo que tienes para también ser padre mañana. Que ayudes en este esfuerzo de preparación. Pero equilibrando muy bien la relación entre la autoridad del padre y la libertad del hijo” (Freire y Guimarães, 1997: s/p).

De esa manera, la primera conclusión que podemos sacar es que la libertad que otorga —a quien de algún modo podemos llamar— el/la detentador/a de autoridad, no debe vulnerar a los/las hijos/hijas, tenemos que tener cuidado de producir en ellos/ellas inseguridades que se manifiesten en miedos, por el contrario, habrán de ser inseguridades que se manifiesten en acción para desmontarlas, es decir, en curiosidad de descubrir el mundo; además, esa libertad —que genere o no inseguridades— debe estar basada en las experiencias que tuviste como chico/chica, esto es, que puedas pensar en ciertos escenarios no dañinos y que ayude a la preparación del niño o de la niña para ser detentador/a de autoridad, pues ello llevará al uso responsable de la responsabilidad que acarrea la autoridad, para así, evitar el autoritarismo y el libertinaje.

La libertad es un juego peligroso que, no obstante, debe jugarse, porque si no, no hay posibilidad de transformación, ya que, como le dijo Joaquim a su hermano Lut — hijos de Freire— “tenía que elegir [Freire] entre la posibilidad de que nos perdiéramos o de encontrarnos a nosotros mismos. Incluso si crees que te has perdido. Así que apruebo estas cosas, ¿sabes? Lo repetiré” (Freire y Guimarães, 1997: s/p). Esto supone que, en libertad, uno puede escoger —y es legítimo— equivocarse y recomponer o no el camino, sin embargo, en el autoritarismo no hay posibilidad de errar, aunque equivocarse sea parte innata del ser humano/a y en vez de responsabilizarse de dichos actos, no los afronte y, por ende, no los transforme, para, así, tener una vida mecánica, acrítica.

Por consiguiente, en libertad, es tan difícil ser padre/madre como difícil ser hijo/hija, como afirmara Fátima en su conversación con Lut, quien hablando de su padre (Paulo Freire) dijo:

nos toca a nosotros descubrir la mejor manera de utilizar el espacio de la libertad, que él nunca nos dio, porque siempre lo ha reconocido. No fue una donación que nos hizo, ahí es donde está la diferencia. Reconoció ese derecho y es muy consistente. Si quieres ir ahora […] está allá escribiendo. Ve allí ahora, yo voy allí. Y digamos que tenemos algo que decirle, él para lo que está haciendo, escucha y discute, debate. Nunca cierra la puerta, ni dice: «Yo soy el padre». Entonces ésta es otra dificultad, porque el hecho de que él diga «yo soy el padre» significa que tenemos que hacernos valer para poder discutir con él. De modo que ese es el desafío permanente que él nos hace: ser nosotros. Entonces es difícil ser su hijo (Freire y Guimarães, 1997: s/p).

De ese modo, una enseñanza en libertad supone el desafío de descubrirla, la cual no es una donación que otorga la autoridad, sino una afirmación de un derecho de la humanidad; la libertad tiene que ver con debatir, saber escuchar a los/las demás y entender que no sé todo, que puedo aprender escuchando; además, la libertad supone, necesariamente, la afirmación del “yo”, que puedo ser el otro/a, y que necesito decir cosas, por lo que necesito ser escuchado/a.

En la familia tradicional y a la vez moderna, ya que como generalidad no se ha transformado la jerarquía y sus roles de género, alguien está detentando la autoridad, particularmente lo ha hecho el padre varón, por lo que, como decía Paulo Freire, cuando murió su padre, él murió también. Esto no quiere decir que realmente murió Freire, sino que murió esa forma de relacionarse con la autoridad para que diera nacimiento a otra, lo que fue Paulo Freire como lo conocemos, es decir, como afirmara Nietzsche con la idea de matar a Dios y despojarse de ese miedo que desarrolla una subjetividad. En otras palabras, el mejor legado que le dejó su padre al morir, fue la libertad, pues afirmó “esta es la marca que mi padre ejerció en mí, pero de profunda liberación. Eso es lo formidable: que hasta hoy no me he sentido, y no me siento como en un círculo de hierro, con una presencia que me angustia, nada de eso. O que tenía un sentimiento de culpa, nada” (Freire y Guimarães, 1997: s/p).

El acto de conocer como forma de ser.

Paulo Freire decía que en el diálogo, el acto de conocer tiene la cualidad de ser, es decir, “el diálogo no sólo como sello del acto de conocimiento; el diálogo como forma de existir, aunque a veces se exprese sin el lenguaje oral” (Freire y Guimarães, 1997: s/p). Entonces, podemos decir que quienes detentan la autoridad tiene que crear un diálogo con los/las que no, lo que va a generar un conocimiento, esto es, escenarios imaginarios generados de la experiencia concreta del facilitador o guía de los mismos y que, al final, se concretará alguno o no —porque la realidad es dinámica y cambiante—, situación que desarrollará un aprendizaje entre ambas partes, lo que conllevará ser en una realidad concreta.

Por consiguiente, en nuestra propuesta, los/las detentadores de autoridad serán aquellas personas que se han desarrollado en un ejercicio de libertad en un momento concreto de su vida y que, además, la han concientizado. Por ejemplo, puede ser autoridad un adulto/a cuando ha experimentado la libertad de hijo/hija como apuntara Freire, “mi autoridad de padre se ha constituido en mi libertad de hijo y, en un determinado momento, se hizo necesario la explicitación de ésta, la forma de autoridad paterna, pero que se fundaba en la libertad de un hijo” (Freire y Guimarães, 1997: s/p). Esto quiere decir que, cuando hablemos de autoridad, estaremos refiriéndonos al facilitador o guía, que ha entendido la libertad para ejercerla con el otro/a. En otras palabras:

ninguna educación que pretenda estar al servicio de la belleza de la presencia humana en el mundo, al servicio de la seriedad del rigor ético, de la justicia, de la firmeza de carácter, del respeto a las diferencias, comprometida en la lucha por la realización del sueño de la solidaridad puede realizarse si falta la tensa y dramática relación entre autoridad y libertad. Tensa y dramática relación en la que ambas, autoridad y libertad, viviendo plenamente sus límites y sus posibilidades, aprenden, sin tregua casi, a asumirse como autoridad y libertad. Sólo cuando viven con lucidez la tensa relación entre autoridad y libertad, descubren ambas que no son necesariamente antagónicas (Freire, 2010: 45).

Yo no creo ortodoxamente en que debemos de deshacernos de todo lo aprendido, pero sí creo que a todo lo aprendido hay que sacarle la jerarquía; entender que podemos creer en la religión que queramos pero sin mandatos autoritarios que se basen en el miedo, una religiosidad crítica que no dañe a nadie o que impongan roles sociales de género, raza o clase; que podamos creer en nuestro sentido de identidad nacional, porque, en la realidad concreta, comemos un platillo específico o porque nos identificamos con ciertos colores y sabores, pero sin que eso signifique que es mejor que otras culturas; creer, identificarme, inclusive pertenecer a un equipo de fútbol —o de cualquier deporte— sin atacar a nadie o hacer sentir mal a otras personas con intereses diferentes; pertenecer a una escuela específica o a algún centro laboral sin sentirme superior a otras personas; ser escritor/a, artista, maestro/a, barrendero/a, trabajador/a del hogar, albañil, etcétera y por mi profesión sentir o hacer sentir a otras personas que están arriba o por debajo de la jerarquía. Desarticular todo ese engaño que nos impuso la sociedad burguesa y patriarcal, porque lo único que ha generado es la ruptura, no solo social sino también la humana.

 

Reflexiones finales sobre la pedagogía de lo cotidiano (ejemplos).

Tan solo el hecho de sentarse a la mesa puede ser un suceso tan democrático como autoritario, pues es el momento preciso de afirmar la jerarquía o la escucha del otro/a, según sea el caso; por ejemplo, recordaba una vez que estábamos en casa de la abuela, la que también era mi casa, ahí fue donde viví toda mi infancia, en fin, era una tarde como muchas, cotidiana, donde se juntaban dos familias específicas para comer, por un lado estaba la familia que no vivía ahí, en la cual llegaba su madre y su padre de trabajar para darle de comer a mi primo; del otro lado, tenemos a mi familia, donde mi madre siempre estuvo para mí —junto con mi hermana y mi hermano— y posteriormente llegaba mi padre del trabajo para la merienda. En esa mesa nos sentábamos dos familias a la hora de la comida, mientras que mi mamá nos preguntaba qué queríamos comer e, inclusive, la acompañábamos al mandado para decidirlo; del otro lado, mi abuela hacía de comer para mi primo lo que decidiera su mamá.

De este caso podemos sacar varias conclusiones: primero, al momento de elegir la comida soy participe de hacer valer mi voz, ya que decidíamos entre cuatro, la mamá —que es la guía, porque nuestra alimentación debería tener vegetales, entre otras cosas saludables—, entre el hermano menor, la hermana mayor y yo. Segundo, que a la vez que acompañábamos a mi madre al mandado, participábamos de modo observador de que se cumplieran los acuerdos; tercero, al momento de hacer la comida, podía, no solo observar, sino participar activamente en la preparación de los alimentos, además de poner la mesa, entonces, hacía efectiva mi participación, valía en la práctica. Por el contrario, en una comida donde no se pide la opinión de los comensales y se decide de facto, arbitrariamente, además de fomentar la no participación de los niños y niñas, resulta en el desarrollo de la idea (pre)concebida de que el/la adulto/a lo sabe todo —el adultocentrismo—, es decir, termina por ser una decisión autoritaria. Precisamente, eso conlleva a la legitimación o no de la autoridad, ya que, al ser participe del proceso, debo, responsablemente, acatar los acuerdos de los que fui constructor/a. De modo que “la primera condición para aceptar o rechazar éste o aquel cambio que se anuncia es estar abierto a la novedad, a lo diferente, a la innovación, a la duda, cualidades de la mentalidad democrática que tanto necesitamos” (Freire, 2010: 47).

Por otra parte, también debe haber acciones de la cotidianeidad en libertad; esto supone actitudes y comportamientos del niño o la niña muy complicadas de atender por el/la detentador/a de la autoridad, ya que tiene que ver con la romantización de los hijos y las hijas, o con la incapacidad de ser una verdadera guía de los/las infantes, por parte del padre y de la madre, que muchas veces no se permiten la errancia. En otras palabras, el testimonio (la experiencia) del padre y la madre debe fundamentarse en el ejercicio de la libertad del hijo y la hija, en el sentido de la gestación de su autonomía (Freire, 2010: 47), pues no podemos permitirnos pensar —mucho menos actuar— en prohibirle o imponerle a la infancia la asistencia a un sitio o la realización de una actividad concreta, por el simple hecho de que yo crea que es peligrosa o vaya en contra de mis creencias, si no, al contrario, explicarle los peligros y las experiencias vividas en dichos actos, pues sólo así, el niño o la niña, podrán hacer uso de la libertad y tomar sus propias decisiones.

Un ejemplo de esto sería que cuando al niño —varón— se le hace el “famoso” bullying: otro niño se burla de él, lo golpea físicamente y lo somete psicológicamente; el padre —de igual manera varón— le dice que se defienda, que él lo golpee también, inclusive le enseñe a pelear y que responda a las agresiones, que si no lo hace, él mismo lo golpeará. Es decir, por un lado, lo oprime el infante y, por el otro, el padre, generando así un círculo vicioso de violencia. De ese modo, el padre romantiza al niño que puede ejercer la violencia y terminar siendo el “ganador”, además de que ha errado como guía en la situación concreta. Al respecto, recordaba aquella vez, tenía 10 años de edad, cuando en una fiesta familiar, un primo me aventó una botella de Coca-cola retornable vacía, la cual se impactó de lleno en mi labio, reventándose instantáneamente, la sangre brotó por todos lados y las personas reunidas vieron dicho acto; mi abuela materna presionaba a mi madre para que le reclamara a la madre o padre de mi primo; mi padre y mi madre —muchos años después, recordando el acto, me contaron que querían decirme que me defendiera, pero no lo hicieron—, en la merienda, ese mismo día, me dijeron que no pasaba nada, que sanaría mi labio y que había sido un accidente, que siguiera jugando con mi primo, que lo siguiera queriendo. Supongo que si mi madre y padre hubieran actuado diferente, yo le tendría rencor a mi primo, inclusive nos hubiéramos golpeado, cosa que nunca pasó.

Y es que educar, además de ser un acto político, es un acto de amor, por lo que uno no puede ir por la vida amando y pregonando terror, pues “cuanto más se educa, tanto más se ama. Cuanto más se ama, tanto más se educa. El amor es una fuerza vital —amor por las personas, pero también por el mundo, por la vida, por el lugar que se ocupa cuando se educa—” (Kohan, 2020: 117). Sin embargo, aquí se podría preguntar quien lee ¿por qué utilizo libertad y amor como sinónimos? a lo que quisiera contestar que, como ya habíamos analizado anteriormente, amor significa la completa libertad del otro/a y la ilimitada felicidad del ser que se ama, entonces, amor es libertad de las personas, libertad del mundo y libertad por la vida, por lo que el/la detentador/a de autoridad —el padre, la madre o ambos—, tienen la responsabilidad de saber guiar esa libertad y no puede ser de otra manera que con amor.

 

[1] Citado del texto Freud y el hombre colectivo de Gramsci, quien reconoce que en tiempo de crisis nace otra conciencia (el hombre colectivo) como necesidad social.

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