Encierros

Por León de la Cruz

 

Infección.

 

Todas las personas, sin importad la edad, pudieron pensar por un instante que era preferible morir antes que presenciar el fin del mundo, como si fuera un acontecimiento en el que no participemos. Cobardes.

¿Cómo sé que es el fin del mundo? Porque lo viví. He de añadir que éste no acaba en silencio sino con gritos. Tampoco acaba de un solo golpe, ni es algo de proporciones bíblicas. El fin del mundo se asemeja más a una enfermedad que se esparce paulatinamente. Al principio se enfrenta con optimismo, incluso, con sarcasmo. Otras tantas, con resignación. Pero, al final, terminamos llorando, sea por angustia o soledad.

Uno de los efectos que causa el fin del mundo es que todos nos convertimos en sospechosos y potenciales enemigos. En mi caso, para evitar la confrontación decidí encerrarme en mi búnker. 

Por favor, no me confundan con un maldito gringo de esos que piensan que son tan chingones que todo les podría suceder. Aunque maquillaron su realidad con chaquetas mentales fabricadas en Hollywood, salvando al mundo en cada oportunidad en pos del patriotismo y disfrazado de humanismo, siempre podemos recordarles Vietnam. La verdad es que fueron tan vulnerables como el resto. De hecho, fueron los primeros en caer. 

Cuando cayó su nación me acordé de una idea que la realidad arrancó de mí hace bastante tiempo; un héroe no es aquel que salva el día, un héroe es el sacrificio en turno. 

Decir que un héroe es héroe porque tiene un poco más de ovarios o huevos que el resto de nosotros es decir un eufemismo. El héroe es alguien sin opción y con un chingo de mala suerte.

Por eso estoy en este búnker, aislado de los demás, en algún lugar de México, porque soy uno de esos cobardes que busca sobrevivir resguardándose para evitar la muerte. 

He de aceptar que tengo suerte, pero no tengo huevos. Si me encuentro en este lugar fue gracias a mi difunto padre. Después de dos décadas de haberse ido de mojado a trabajar para un gringo paranoico, ranchero y adinerado, regresó con un acento pocho y la loca idea de construir un búnker. Todo el dinero que hizo al otro lado lo invirtió en reservas de comida y este lugar. Lamentablemente, no vivió lo suficiente para ver que su miedo se haría realidad.

Todo empezó cuando cumplí treinta y tres años, la edad de Cristo. En ese momento me pareció una cábala, un número de mala suerte, sin embargo, puede que ese número me haya traído algo de suerte. 

Así como el fin de los tiempos puede asemejarse a una enfermedad, el destino, con todo el sarcasmo que pudo, quiso que nuestro fin fuera mediante un virus. Algo desconocido, impensable, casi salido de la mente de Stephen King. Se presentó con brotes múltiples en todo el mundo. Sinceramente, no me quedé a ver el desenlace, si éste era el FIN, entonces no había cabida para la esperanza. Acepté esa realidad para iniciar una cruzada por sobrevivir.

Lo primero que hice fue seleccionar personas con quien quería salvarme. La edad de Cristo, la salvación, el fin del mundo; fue algo bíblico después de todo. 

Se me ocurrió la típica elección sobre el bien y el mal, desde luego el bien o el mal que me hayan hecho. Creo que el Apocalipsis plantea algo parecido, lo buenos o malos que hayamos sido con Dios. Inmediatamente descarté mi papel de redentor ya que era el menos indicado para emitir un juicio. Lo segundo que pensé fue basarme en la utilidad que tendrían las persona a las que elegiría salvar, pero creo que eso sería un criterio más amplio que la elección por moral. Para no quedarme solo, me basé en un criterio más flexible; quienes me caían bien y quienes me caían mal.

El punto a favor de esta forma de elegir fue que a lo largo de mi vida me gustó rodearme de pocas personas. El punto en contra era que incluso contando con un grupo selecto de personas también llegaban a caerme mal, muy mal. Sin embargo, eso me daba un parámetro de elección más realista así que elegí a las personas que menos me cayeran mal junto con otros factores como su estilo alimenticio, higiene y pasatiempos.  Después de todo, puede que mi elección tuviera un poco de moral y utilidad. ¡Ja, siempre sí me apeteció tener el papel de redentor!

Quién más si no yo como el que podría proponer un plan cuando pase lo peor y podamos salir a impulsar la nueva civilización. Por eso, mi tarea fue elegir a mis acompañantes. Los seleccionados fueron mi madre y mi amigo Erasmo.

No tengo hermanos, pero siento que si los hubiera tenido, no los habría elegido porque me hubiera llevado mal con ellos. Elegí a mi madre porque es mesurada al hablar. Las actividades que realiza son esenciales y las hace en silencio. Come lo necesario y rara vez se inmiscuye en los asuntos de los demás. Quién no elegiría para el fin del mundo semejante compañera. Por el otro lado, mi amigo Erasmo es alguien alegre pero no pasado de lanza. Realiza las bromas necesarias y mantiene la moral alta de los demás cuando hay una situación difícil. Algo que no me agrada de él es que es muy holgazán. A veces llegaba a pensar que él creía que su único trabajo era dar apoyo moral. Sin embargo, como dijeron en algún lado, el mundo necesita cómicos. 

Los invité y lo primero que me respondieron fue: ¿Por qué yo? (obvio por las razones que acabo de mencionar). Mi madre en particular me dijo que quería invitar a una persona para que estuviera con nosotros. Eso rompió el encanto de mi elección. ¡Cómo se le ocurrió pensar en invitar a otra persona! Yo soy el que selecciona. De un modo evasivo le dije que si bla bla bla y le colgué.

Mi amigo Erasmo por el contrario aceptó mi invitación sin preguntas. Lo que me agrada de él es que se desprende con facilidad de las personas. Sé que si yo me llegara a infectar o si el llegara a infectarse entendería lo que se debe hacer. Así que le dije que no perdiera tiempo y que viniera lo más pronto posible. 

Salí a esperarlo afuera porque debía asegurarme que no estuviera infectado. En ese par de minutos antes que llegara, me puse a pensar que en esta versión del fin del mundo todos son sospechosos y potenciales enemigos. Cuando lo vi a un par de cuadras de distancia, no sabía si entrar y abandonarlo o esperarlo y darle una explicación de mis pensamientos. No me dio tiempo de decidir, ya que se acercó con rapidez hasta la esquina de mi cuadra. Le grite que se detuviera pues quería asegurarme que no estuviera infectado. Al principio pareció no escucharme, pero se detuvo. Enseguida corrió frenéticamente hacia mí. Con nerviosismo saque las llaves de mi pantalón para abrir la puerta y encerrarme. Por un momento pensé que me alcanzaría ya que cuando traté de meter la llave en la ranura fracasé en un par de ocasiones. Al final, todo salió bien para mí, aunque no puedo decir lo mismo para mi amigo Erasmo. 

Afuera escuchaba sus alaridos y golpes en la puerta. En seguida recibí un sin fin de llamadas y varios mensajes que no vi ni respondí. Sabía que había hecho lo correcto por mi supervivencia, aunque a un costo muy alto. Mi primera tarea había fracasado miserablemente, lo digo porque después de que mi madre sugirió la semejante idea de ser acompañada era imposible que la dejara entrar.  Así como mi ahora declarado enemigo Erasmo, también mi madre me marcó con insistencia. Tampoco le contesté. Qué decisión más difícil es quedarse solo para el fin del mundo. 

Durante esos días, mi amigo Erasmo venía por las mañanas y por las noches a patear la puerta y a balbucear como loco. Lo más perturbador fue que luego no venía solo, sino que se le unieron más personas.

Cuando decidí que era el momento de entrar a mi propia arca de Noé habían transcurrido quince días después de iniciado el Apocalipsis. La madrugada previa a mi encierro, inspeccioné la puerta principal y vi que había sufrido daños causados por esa turba. No sé si trataban de entrar o asustarme, pero de haber querido lo primero lo hubieran logrado desde hace varios días.

Me despedí de la casa, bajé la pantalla, mi cama y cobijas, mi consola de videojuegos y varios de ellos, una guitarra, mi laptop y la comida del refrigerador que sobraba. Antes de entrar, miré los primeros rayos del sol atravesando por el pequeñísimo patio que daba a la entrada principal. Sé que fue una despedida del mundo exterior melancólica y cliché, pero quería algo simbólico.

En los quince días que estuve en la superficie, tracé un plan para no aburrirme durante el encierro. No sabía cuánto tiempo se prolongaría el contagio ni mi estadía así que con base en mis actividades realice dos planeaciones. A la primera la denominé: «Programa de entretenimiento avanzado para el fin del mundo.» A la otra planeación la llamé : «Programa básico de acondicionamiento físico en cuarentena.» Los programas establecían que mis actividades debían basarse en un 80-20, es decir, ochenta por ciento de diversión, veinte por ciento de acondicionamiento. Por las mañanas era jugar videojuegos por tres horas, desayunar frutas en conserva y algo de pan con mermelada. Luego dormir, despertar y tocar la guitarra por dos horas para luego comer un poco de carne seca o atún. Me sentaba frente a la puerta sin algún tiempo específico por si escuchaba algún ruido extraño. También escuchaba música y luego hacía algún ejercicio del «Programa básico de acondicionamiento físico en cuarentena» para después ducharme e ir a dormir.

Algo que me pareció sensato fue establecer mi propio calendario. En el fin del mundo el calendario gregoriano me pareció pasado de moda. Establecí como día uno el día que entré al búnker.

Pasé ciento noventa y nueve días siguiendo la misma rutina, no obstante, el fin del mundo no es tan cómodo como se piensa. Ese día algunas cosas dejaron de serme útiles. Varias cuerdas de la guitarra se rompieron y no tenía más repuestos. De tanto jugar, el botón y la palanca del control de mi consola dejaron de servir, así como el ventilador que evitaba que se calentara. Empecé a dormir más, pero sentía que eso aletargaba mis movimientos. Para el día doscientos diez volví a cambiar mi planeación. El nuevo plan establecía un 20-80, es decir, mucho ejercicio y poca diversión. Más bien, diría que nula. Me ocupaba haciendo ejercicio, comer y dormir. Aunque hacía mucho ejercicio no lograba bajar por completo la panza, aunque tampoco aumentaba su volumen. Lo que sí cambió es que empecé a comer más. Por un momento no me preocupé, sin embargo, noté cómo mis suministros eran menos. En cuanto al agua puedo decir que estaba bien abastecido con un filtro y una cisterna que se mantenía llena. Ese aspecto dejó de preocuparme por el momento.

Para el día doscientos treinta, volví a establecer una nueva rutina. 50-50, es decir cincuenta por ciento de ejercicio y cincuenta por ciento de lo que fuera. Cabe mencionar que en el día sesenta comencé a tener ataques de pánico. Si bien desde el inicio de mi encierro hablaba conmigo para no volverme loco, ese día lo hice con mayor frecuencia. 

A veces pensaba que mi voz no era mi voz sino de otra persona. Imaginaba que mi enemigo Erasmo estaba ahí levantándome la moral, otras veces imaginaba que era mi madre. Algunas más esa voz se tornaba rara, lenta y ausente, otras tantas metálica y tenebrosa, como un eco de alguien a quien no conozco. Por las noches antes de caer profundamente dormido escuchaba esa voz ajena recorriendo el búnker como un fantasma y por miedo dejé encendidas las luces para ahuyentarla. No lo conseguí, lo que sí conseguí fue desajustar mi periodo de sueño por lo que dormía tarde o pasaba días sin dormir a mis horas programadas. Mi supervivencia dejó de ser un paraíso. 

Para el día trescientos el agua empezó a tener un color verdoso que ni siquiera el filtro podía depurar lo que implicaba que la cisterna debía limpiarse. Uno de los aciertos de mi papá al construir el búnker fue que la cisterna quedó adentro, pero no fue hasta ese día que me di cuenta que mi papá dejó afuera la llave del agua. Si quería limpiar la cisterna debía salir a cerrar la toma, bajar el nivel del agua en la cisterna y limpiar. Lo maldije y lo odié. 

La solución que tomé fue que además de filtrarla ponía a hervir el agua en una parrilla eléctrica para hacerla lo más potable posible. Por un momento me sentí a salvo, aunque para el día trescientos treinta y tres se acabó mi seguridad y empecé el descenso a los infiernos.

Ese día volví a escuchar golpes acompañados de esos mismos balbuceos, ahora en la entrada del búnker. Estaba acorralado. No sé lo que había pasado afuera, pero no era nada agradable. Establecí los horarios en que venían a molestar para taparme los oídos o distraerme. El problema no fue soportarlos, fue el sabotaje. Doce días después de sus incesantes visitas, cerraron la toma de agua. Por un lado, podría limpiar la cisterna, pero era inevitable que me quedara sin agua. Sumando otro problema, la cisterna comenzaba a soltar un hedor pestilente. Así que cada día se volvía insoportable vivir bajo esas condiciones. Caí enfermo, tuve fiebre y tenía que soportar el olor nauseabundo, lo que impidió que pudiera limpiar la cisterna. Aún había comida pero no tenía nada de hambre. 

A veces alucinaba que la turba por fin había burlado la puerta y saqueaban la comida mientras me observaban morir. Otras veces, trataban de ayudarme y me cuidaban, pero siempre despertaba solo y con todo intacto. El día trescientos cincuenta intenté llamar a mi mamá o a mi amigo Erasmo en busca de ayuda. Jamás me contestaron. Puede que por mi culpa no hayan sobrevivido. Si pensaba que no podía ser peor, estaba equivocado. Para el día trescientos cincuenta y siete cortaron la energía. Me había olvidado del mundo, pero el mundo no se olvidó de mí.

Mi celular y mi computadora tenían pila, pero no durarían lo suficiente. Comencé a narrar lo que había vivido en el Apocalipsis para dar parte de mi existencia. No sé si en el nuevo mundo exista alguien que aún pueda leer esto o todos se volvieron caníbales o zombis, o si enfermaron y murieron. Qué más da. 

Ya no sabía si era de día o de noche, pero esa voz que me cuidaba y me hacía resistir un poco más, me indicaba cuándo dormir o despertar. Con lo que me quedaba de fuerza, me movía lentamente entre los espacios con los que me había familiarizado, me sentaba al lado de la puerta del búnker y le daba sentido a los balbuceos que escuchaba. 

Hoy es el día trescientos sesenta y cuatro o el quinientos veinte, no estoy seguro, pero no puedo más. Hoy, esa extraña voz me dirigió hasta la puerta y me recargó en ella para escuchar los balbuceos de siempre. Tengo dificultad para respirar, pero pienso que es tiempo de tomar una decisión. No me siento con la facultad mental de tomarla así que dejo que la suerte lo haga. De mi cartera tomo una de las pocas monedas que he conservado todo este tiempo, la muevo entre mis dedos para reconocer las figuras y decido que, si cae águila, saldré a morir a manos de los nuevos amos del mundo. Si cae sol me quedo a morir en el búnker. Respiro con profundidad, pongo la moneda entre mis dedos y la lanzo con poca fuerza. Los segundos son eternos hasta que el metal choca con el suelo seis veces. Escucho el ruido de la moneda tambalearse para caer en alguno de sus lados aplastando uno de mis destinos y exhibiendo el otro. Me arrastro sin fuerza y palpó el suelo para encontrar la moneda entre ruidos y oscuridad.

 

Aislamiento.

 

He vivido mucho tiempo y nunca imaginé que vería algo parecido. Siempre pensé que el fin del mundo sería el día en que muriera. A mi edad no existe algo que me motive a vivir, tengo un hijo, pero dejamos de hablarnos y mi esposo falleció hace años. A veces pienso que su muerte aumentó la sensación de estar cerca de la mía.

En su testamento no sólo me dejo sin nada, sino que también me quito la poca tranquilidad que me quedaba. La casa donde vivimos por tanto tiempo se la heredó a mi hijo, que ni tardo ni perezoso me sacó de ahí. Además, el dinero que mi esposo había juntado trabajando lo invirtió en un inútil proyecto que nunca concretó. Afortunadamente, ahorré lo suficiente para tener un lugar dónde vivir. 

Cuando me enteré de que un virus estaba contagiando a varias personas en el mundo, me había establecido en mi pequeño apartamento, aunque eso no evitó que me angustiara y temiera por mi salud. 

Nunca dejaré de ser madre y a pesar de sus malos tratos aún tenía cierta preocupación por mi hijo. Le marqué después de tanto tiempo para saber cómo se encontraba ante tal situación, pero lo único que escuché fue: «No me importa, puedes irte a la mierda como siempre». 

Trate de conservar la calma, pero todo me había rebasado, lloré mientras me decía por teléfono que era una ridícula. La tristeza que sentía se convirtió en furia que salió en forma de palabras para decirle que nunca escuchaba a nadie y que jamás lo haría, que por mí podía seguir solo, volverse loco, morirse o vivir encerrado para siempre en esa pocilga que le había heredado su padre. Le colgué y después de tanto tiempo tuve la satisfacción de expresar lo que sentía.

Los días que siguieron comencé a sentir culpa, jamás le había hablado a sí a mi hijo. Pensé en salir e ir a verlo para pedirle perdón, pero en los noticieros decían que debíamos permanecer en casa, tomar distancia de las demás personas y tomar todas las medidas necesarias para no transmitir la infección. Fue más mi miedo que mi culpa lo que hizo me quedara en casa siguiendo las indicaciones pertinentes, recé por mí y mi hijo para que no nos pasara nada malo. También dejé de tener contacto humano, y mis conocidos se volvieron extraños. 

Un día el gobierno informó que haría pruebas masivas a la población para ver quién estaba contagiado y quien no, todo mediante visitas a casa. No todo mundo estuvo de acuerdo, pero de igual manera lo hicieron. Lo peor fue que cuando las pruebas se encontraban en fase de aplicación empezó el caos. Pude ver desde el ventanal en mi apartamento a personas corriendo, realizando destrozos, o haciendo locuras. Otras más se quedaban como estatuas frente a mí ventanal hasta morir. Fue lo más horrendo que había visto.

Cuando tocaron a mi puerta estaba llena de miedo. Con un rosario en mano, me armé de valor y me acerqué para ver a un hombre que indicaba que venía a realizarme la prueba. Con algo de intranquilidad accedí y le abrí. Me dio instrucciones algo confusas en lenguaje de señas, pero al final comprendí y pude realizar la prueba. La buena noticia fue que me indicó que yo estaba libre de contagio, lo malo fue que lamentablemente era portadora por razones que no entendí porque estaba en shock. Me repitió lo mismo como tres veces y me indicó que en unos días vendrían por mí para aislarme. Cuando regresé en mí, ya le había dicho que podían venir por mí, también comprendí que había hecho algo atroz. Al último me preguntó si había tenido comunicación con alguien en los últimos quince días y le dije que sí, me pidió que le diera la dirección de esa persona para ir a verlo en cuanto fuera posible. 

Ese día y los siguientes quise marcarle a mi hijo, pero me lo habían prohibido. Traté de comunicarme por todos los medios posibles, pero fue inútil. Cada día era una constante preocupación por su bienestar, a veces pensaba en ir a verlo, pero no podía superar el miedo de encontrarme con otro portador y quedar como esas estatuas humanas. 

Aunque tardaron más que un par de días las personas del gobierno habían llegado por mí, sin embargo, el traslado se convirtió en un caos. No pude oír nada, solo vi cómo en un instante el silencio se convirtió en violencia. No pensé que mi muerte fuera así, llena de incertidumbre y preocupación por mi hijo. Lo que más me deprimió entre todo este ajetreo fue que haya causado su muerte.

 

Virus.

 

El mundo no acaba en gritos sino en silencio. No se dan transiciones tranquilas, ni por apropiarse del poder o perpetuarlo. La historia no da enseñanzas, debemos aprehenderlas mediante la lucha. 

Este virus, en particular, nos trajo un paradigma aún más perturbador y siniestro de los que hemos experimentado, nos hizo más vulnerables y mortales. Todo mundo tiene miedo y por miedo todo mundo reacciona ante la más mínima provocación. Lo que menciono no va en sentido figurativo, tampoco estoy «diciendo» que estamos dentro de una distopía Orwelliana. Es algo que va más allá de la realidad, es inenarrable, se comió la esencia de la humanidad.

¿Qué es un humano sin palabra? Más aún, ¿Es el Ser humano mediante la palabra? Verbo encadenado al predicado para establecer al sujeto en un lugar y posición. 

Nos quitaron las palabras y sin las palabras no somos nada. Mejor dicho, nos quitaron la voz y sin ella somos seres atados al precipicio a punto de caer. Somos el precipicio.

Aún no sabemos bien qué es. Llegó bien camuflado, invisible e imperceptible, presentándose entre disturbios, hedonismo y aislamientos, comportamientos erráticos, inusuales y ambivalentes. Tampoco supimos quién fue el paciente cero ni qué nacionalidad tenía o si llegaron a ubicarlo, pero en algún momento alguien dijo algo, y ese algo lo cambió todo y ese alguien sin intención terminó por fragmentar y sepultar lo que de por sí era frágil. Ante ese panorama se manifestó el miedo a dejar de existir. Lo único que pudimos hacer fue evitar nuestra extinción, fue prevenir que el virus estuviera activo, así que los «expertos» delimitaron los aspectos del virus y su forma de contagio:

 

– No se activa por la vía cutánea ni mediante fluidos.

– Se activa mediante la voz.

– Todos estamos contagiados.

– La población se divide entre emisores y receptores.

– El virus se manifiesta como la pérdida de la voluntad y el cumplimiento de una orden.

– Dicha orden se ejecuta sin criterio o conciencia.

– Los emisores son aquellos contagiados que pueden quitar la voluntad.

– Los receptores son aquellos contagiados que pierden la voluntad y solo obedecen la orden que les fue impuesta.

– Cuando la orden se cumple, el virus regresa a un estado de latencia hasta que el receptor recibe otra.

– Los receptores no pueden privar de su voluntad a los emisores.

– Entre receptores no puede activarse el virus.

– Entre emisores no puede activarse el virus.

– El virus comienza a ser manifiesto a partir del día número quince.

– No se activa mediante mensajes de texto o balbuceos.

– Un cuerpo infectado no crea anticuerpos.

– Seas emisor o receptor, se prohibió el uso de la voz.

– Se estableció el uso obligatorio de tapones para oídos y orejeras.

– No hay cura.

 

Después del todo el virus también nos dividió entre seres vulnerables y dominantes. En la naturaleza, incluso, tampoco se puede pedir por igualdad, eso lo aprendimos por las malas. 

Voz y palabra, aunque parecieran una misma cosa, eran diferentes. El sonido era lo que activaba el virus. Por ejemplo, un emisor podía activarlo en un receptor, aunque este le diera una orden en un idioma diferente. También se probó que la escritura braille y el lenguaje de señas eran seguras y podían funcionar junto a las otras posibilidades de comunicarnos. No es que esas opciones no fueran una manera de darle identidad a la humanidad, pero esa huella, ese sonido particular de cada persona se había esfumado. Al principio me sorprendió, pero he de decir que en el silencio uno se siente aislado, cosa que con la voz resulta lo contrario ya que con ella se puede transmitir un sentido gregario y de pertenencia. Por eso todo se pintó en tono de grises llenos de angustia y silencios. 

Fue iluso de mi parte pensar que el miedo a dejar de existir nos haría virar hacia un sentido ontológico diferente al que llevábamos durante siglos, pero la destrucción siempre ha sido parte de nosotros. Lo que comenzó como una misión de paz se convirtió en conquista.

El virus comenzó a servir como un arma ideológica y cultural. Los mandatarios de cada país plantearon ideales de «proyecto de nación» que en principio muchos no escucharon hasta que cada uno utilizó su propia voz para influenciar la voluntad. Nos obligaron a escuchar. 

En ese instante, la policial dejó de existir y los mismos ciudadanos se volvieron el policía de los ideales. Sé que dije que no estábamos dentro de una distopía Orwelliana y es cierto, porque en lugar de construir un sistema infalible, el poder de la voz mediante la palabra destruyó todas las instituciones cuando cada grupo trató de establecer una verdad. Pienso que todos pensamos lo mismo; no estamos «dispuestos» a aceptar una verdad única. Vaya ironía.

A los emisores que quisimos mantenernos lejos de este asunto al principio nos trataron con indiferencia, luego intentaron reclutarnos a la fuerza. Si nos resistíamos terminábamos enjuiciados o asesinados. Por otro lado, los receptores fueron perseguidos y cazados. El que no escucharan se volvió peligroso, por eso optaron por la rebeldía. Su sentido gregario por el uso de la palabra hizo su acto de presencia. 

Varios emisores se unieron a los receptores contra otras verdades de índole religiosa y mesiánica, verdades fantasiosas, libertarias o políticas. El grupo que me acogió durante mi persecución se hizo llamar «Los Hijos mudos». Era la representación política más clara. Nunca utilizaron la palabra para persuadirnos de alguna idea, el objetivo era escuchar —si se le puede decir así— y fomentar la convivencia sin represión. Era buscar Ser humanos nuevamente. Utilizamos la voz como defensa o como medio para sacar del trance a los receptores cazados con el propósito de que ellos mismos decidieran a qué verdad debían inclinarse. Para sacarlos del trance utilizamos la frase «Se tú mismo». Sonará como una frase trillada, pero funcionaba muy bien. Lo frustrante era ver que varios de ellos, una vez fuera del trance, elegían por sí mismos regresar a donde estaban.

Cabe mencionar que a los emisores nos cazaban con armas y a los receptores que ya no les eran de utilidad los dejaban paralizados o les daban la orden de cometer suicidio. Hasta los equipos de audio sirvieron como armas. Fueron batallas duras.

También se crearon grupos extremistas que se denominaron “Los sordos”. Este grupo y sus células habían decidido despojarse de su sentido del oído y solo buscaban fragmentar cualquier grupo.

Así pasó casi un año, las calles ya no eran espacios de tránsito, se habían vuelto zonas de silencio y aunque nos encontrábamos con otros grupos llamados «Grupos de la Verdad» las constantes luchas nos habían desgastado. Los receptores habían sido escondidos y resguardados para que no activarán el virus. Si bien la lucha había disminuido aún existía mucha tensión. 

En uno de esos momentos caminando con algunos de los emisores me encontré a una señora de avanzada edad en el suelo, con su ropa hecha harapos y muy golpeada. No tenía orejeras y parecía estar en un estado catatónico. Esa condición se presenta cuando una persona está expuesta a varias órdenes simultaneas que varios «Grupos de la Verdad» emplean para hacerse de un soldado involuntario más. Cuando la saqué del trance comenzó a llorar. Con señas nos comunicó que no sabía qué le había ocurrido en los últimos siete meses. De lo que recuerda era que el gobierno la iba a aislar, sin embargo, todo salió mal. Una vez en la calle se dispuso a ir a la casa de su hijo porque había cometido algo terrible ya que era transmisora. No recuerda más. Mirándonos de cerca, la señora me reconoció como Erasmo, amigo de su hijo Julio. En seguida recordé lo que había pasado hace casi un año. 

Julio me marcó para decirme que quería que me refugiara con él en el búnker que su difunto padre había construido. En ese momento me pareció increíble. Como estaban las cosas no lo dudé y me dirigí inmediatamente a su casa. A unas cuadras me puse a pensar si era verdad lo del búnker ya que, en todos los años de amistad, nunca lo había mencionado. Me detuve un segundo y me pregunté si era receptor o transmisor. Sentí angustia cuando vi a Julio afuera de su casa. Necesitaba saber la respuesta, entonces corrí hacia él para sacarme de la duda, sin embargo, antes de alcanzarlo se encerró. Caí presa del pánico hasta que di cuenta que él había hablado, había violado la prohibición al igual que yo, sin embargo, acudí a él por voluntad propia. Entonces descubrí que yo era un transmisor y el un probable receptor. También comprendí la angustia de la señora. 

En aquel momento toqué la puerta con desesperación para que me abriera. Solo emití sonidos y balbuceos, pero no dio el resultado que esperé, por el contrario, los demás me vieron como un infractor y desde ahí comenzó mi persecución hasta estos días. Ese día también fue la última vez que estuve en mi zona de confort.

La señora me pidió que fuera a verlo para ver si aún estaba con vida y acepté para redimir el pasado. Dejé a la señora con algunos de mis compañeros y me fui con el resto hacia la casa de Julio.

Llegamos y entré con sigilo a cada una de las habitaciones buscando a Julio sin que hubiera alguna señal de él. Su casa había sido saqueada y prácticamente estaba en ruinas. Luego recordé donde nos ocultábamos cuando éramos niños para que su papá no nos regañara. Tenían un viejo cuarto cuya entrada estaba oculta por un callejón angosto. Lo pasamos con dificultad y quedamos frente a una puerta de acero de color negro.

No sé si por nostalgia o amargura me quité las orejeras y aunque ellos trataron de impedirlo avancé hasta la puerta. No escuché una llamada de auxilio, lo que escuché antes de ponerme los tapones y las orejeras fue parte de un monólogo: «Todas las personas, sin importad edad, pudieron pensar por un instante que era preferible morir antes que presenciar el fin del mundo, como si el fin del mundo fuera un acontecimiento en el que no participemos. Cobardes.»

Tocamos, pero no respondió. Al menos seguía con vida. Mientras insistíamos para que saliera un par de preguntas cruzaron mi pensamiento ¿Qué es un humano por la palabra? Lucha ¿Que es Ser humano por la lucha? Vida.

Volví a la realidad cuando mis amigos me advirtieron que la puerta se estaba moviendo.

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