La vida desolada de las ciudades sin almas callejeras

Por Gabriel velázquez Quintero 

En el ocaso de una tarde de marzo, mi esposa fue recluida en el hospital que está frente a nuestro hogar. Las noticias circulaban y me decían que, en algunas semanas, volvería. Mientras, me gustaba pensar que en una de las ventanas podría verla sonreírme. Así que le serví su taza de atol, y me senté a ver todas las ventanas. Fue mi primera tarde sin ella.

No me gustaría culparnos de lo que hoy nos tiene separados. Realmente fue descuido nuestro, y del tiempo que llevamos vivos, claramente. Los setenta años que cargamos en nuestros hombros son obviamente culpables de lo débiles que nos volvemos. A cierta edad queremos demostrar que seguimos valiendo algo, que no somos un mueble más en la casa de la familia. Pero esta vez no fue el caso.

No teníamos nada que demostrar, no salimos a la calle para manifestar nuestra fuerza. La gente empezó a utilizar mascarillas antes de lo previsto, y para dos seniles como nosotros, pelear por insumos médicos, farmacéuticos o alimentarios, contra jóvenes, era imposible. Así que el primero de mis errores fue no anticiparme a todo ello. Cuando salimos al supermercado, decididos a todo, había en los estantes, exactamente, menos vida que la que nosotros cargamos.

Llámenme viejo amargado, pero ¿qué piensa la gente al comprar tantas cosas?

¿Realmente creerán que esto es un apocalipsis zombie? ¿Para qué necesitarán 10 paquetes de té, y treinta rollos de papel higiénico? No busco, tampoco, librarme de culpas, pero una familia de cuatro personas podría sobrevivir perfectamente con menos de la mitad de eso. ¿Con qué mierdas sobrevivirían dos ancianos que no tienen ni una mascarilla?

Mi querida Betty quiso improvisar una solución, como siempre lo ha hecho, desde improvisar una boda para esconder su embarazo blasfemo, de unos hijos que ahora están en quién sabe dónde; hasta improvisar una casa frente al hospital Ramírez para que, de enfermarnos, no tengamos que movernos tanto para sanarnos. Y no, no tenemos seguro social. Mendigamos salud desde hace doce años.

La solución de mi viejita fue: tomar la manta de las tortillas, partirla a la mitad, y doblarla lo suficiente para cubrir nuestras bocas. Nos quedó perfecta, sí, nos sirve para un virus de contagio directo, no?.

Pero bien, como todas las tardes, desde que tengo memoria de anciano, salí con mi Betty a una de las plazas de la ciudad, la vi vestirse en nuestra muy improvisada habitación de plástico y cartón. Tenía el cuerpo hermoso, arrugado, pero hermoso. Si ella acepta mis pellejos, pues he de amar yo los suyos, sin duda.

Mientras se ponía su vestido verde con un bordado blanco que rodea su cintura como mis brazos en unos instantes, me levanté y la besé.

—Ya, Nicolás, nos agarra la tarde, no habrá más atol de piñuela, y no pienso aguantar tus quejé — Me gritó. Pero no ocultó su sonrisa de mí.

—Vamos, vieja,  ahora  resulta  que  ¿mis  besos  nos  retrasan? — Le  dije  mientras sobaba sus uñas desgastadas por lavar durante años mis trapos. 

Entonces la besé de nuevo, y antes que se quejara, le subí el cierre. Tomó unos ganchos sandinos, los encontramos en una de las bancas del parque, hace 3 días, y arregló sus miserias de cabello.

Llegamos a tiempo por el atol, por suerte. Nos sentamos a ver la poca gente pasar, usábamos nuestros trapos en la boca. Yo lo movía para dar un sorbo, y lo ponía de nuevo. Ella hacía lo mismo, y de pronto lo olvidaba, entonces se lo bajaba. Fruncía el ceño y giraba su cabeza al frente para ver al trío de ancianos que hacen tributo a Pedro Infante.

Bien dicen que los infortunios de otras personas, son bendiciones para los más desprotegidos: encontré un dólar por mi zapato.

Miré a Betty, ella extendió su mano y pidió la moneda, yo pensé que nos serviría para la comida de la noche, y quizá una porción más grande de queso. Entonces, sin mediar palabras, le di la moneda. Se levantó el trapo de la boca, sonrió, y caminó hasta el trío de cantantes.

—Espero no lo hayas olvida — Me miró con tono serio.

—¿Olvidar el qué? O bueno ¿recordar qué? La edad nos pasa factura a todos, porque por más que me esforcé, en los veinte segundos que tenía para contestarle antes que se enojara, no recordé lo que debía.

—La canción te ayudará a recorda — Me tomó la mano, quitó el trapo de su boca —me  estorba,  perdón — y  me  sonrió  con  los  pocos  dientes  que  le  quedan,  y  le correspondí, con los tres del frente que tenía yo.

…Y sin embargo vives, unida a mi existencia, y si vivo cien años, cien años pienso en ti…

Lo recordé todo. Hoy fueron treinta y cinco años de casados. Y en ese momento, la porción extra de queso dejó de tener sentido.

Regresamos a casa, parecía que llovería, así que salí a arreglar un poco los plásticos, mientras Betty puso todos los guacales posibles, con tal de no mojar la cama y la cocina. Pasados diez minutos, regresé a la habitación.

Ella tenía puesto el camisón que le compré cuando cumplimos veinte años de casados. Le seguía quedando perfecto. A mí no me gustaba quedar en ropa interior desde hace algunos años, a veces ni mostrar mi cuerpo sin camisa. No me gustaba que ella viera mi cuerpo envejecido, hasta llegué a pensar que, obviamente, se fijaría en otro anciano, uno menos caído.

Nos tomamos la mano, y mientras veíamos el plástico que estaba sobre nuestras cabezas, reímos.

—Nico, te tomaste las pastillas con vitamina “c”, recuerda que es lo que combate el vi —Me regañó.

—Las he olvidado 

—¿Qué raro? — Se levantó y fue por ella

—Sólo queda una, tómatela tú, igual, mañana temprano podemos ir por — Y sin que yo le dijera que no, que prefería que se la tomara ella, la metió en mi boca.

—No hagas eso mujer, eres más vulnerable, era para ti la pastilla 

—Mañana tendré esa oportunidad, hoy es la tuya

Y la besé. A esta edad, hacer el amor es muy diferente. Ya no se trata de hacer cien posiciones hasta quedar exhaustos. Ya no puedo ponerla como quiera y terminar donde desee, ya no puede montarse en mí hasta llenar de fluidos mi cuerpo. A esta edad, hacer el amor es, básicamente, besarnos hasta quedar dormidos. Ya no había tanta fuerza, pero había amor.

A la mañana siguiente, se nos había inundado totalmente la cocina. Así que, mientras ella la secaba, fui a buscar botellas plásticas. La pensión vitalicia la tuvimos que gastar en comprar un nuevo gas, porque el anterior se mojó y ya no funcionó, comprar dos pipas con agua y comprar diariamente las pastillas. Con lo de las botellas logramos comer.

El trapo no faltaba en mi boca, pero mi Betty, como siempre necia y con su intachable voluntad de hacerlo todo sin ayuda de nada, ni nadie, no utilizaba su trapo.

Este día me había dispuesto a encontrar más botellas de las normales, para poder comprar un alcohol en gel, de los que venden los comerciantes en los buses, cuestan dos dólares, así que debía recolectar dos sacos de plástico.

Esta vez no hubo bendición para quienes lo merecen, la gente, al no salir de sus casas, había dejado de botar botellas por las calles: punto a favor del medio ambiente, punto menos para los indigentes.

Decidí buscar en basureros públicos, pero había una cantidad considerable de soldados que yo no creía, tontamente, que le podían hacer daño a un anciano. Así que me dispuse a entrar caminando tranquilamente al basurero.

Exactamente 10 minutos después, estaba en el suelo, sin mis documentos, sin el dólar que me dio Betty para las pastillas, y ahora sin mi saco para las botellas. Los soldados se llevaron todo.

Regresé caminando, buscando la suerte de encontrar, otra vez, dinero en el suelo. Pero llegué hasta la casa y no encontré ni siquiera cinco centavos para una tortilla.

Betty, por suerte, no se enojó, había terminado de secar todo y barrer el lodo. Sonrió, con sus escasos dientes, de nuevo, y me llamó para sentarme a su lado. Nos alimentamos de la noche, como cuando éramos dos jóvenes pobres pero con fuerzas para trabajar.

—Hoy no hubo suerte ni para ti, ni para mí, espero que el virus no nos pegue por no tomar la vitamina

Y a eso de las ocho de la noche, estábamos en el cuarto. Volvía a tronar, lo que significaba lluvia, por ende, cocina mojada, y con ello, salir a arreglar los plásticos y sacar los guacales. Ya saben, la rutina de los olvidados.

—No te preocupes, viejo, los soldados se compadecen más de las ancianas como yo, ahora me toca ir a mí por las botellas. Tú seca las cosas y barre bien

Cuando Betty me deja sólo en casa, tengo tiempo para pensar muchas cosas. Sin duda alguna, los momentos como estos sacan a flote lo peor del ser humano, un egoísmo desmedido, una insolidaridad que daña. En tiempos como estos, en los que ni Dios nos protege, reafirmo que hasta tener una casa de cemento es un privilegio de clase. Las cátedras de sociología en la Universidad, a las cuales me colaba cuando buscaba botellas o pedía colaboración a los estudiantes, me habían enseñado un poco. Los jóvenes a veces eran renuentes, los escuchaba decir “Estos viejos no dejan que tengamos clases, sólo interrumpiendo”, pero ellos, quizá, tenían el privilegio de no tener necesidad. Entonces supe que aprendí más que ellos colándome. Y los vi comer, y los vi llenarse los bolsillos, y los vi gastar sin medición en todo lo que se ponía frente a ellos; y de nuevo, reafirmé que tener padres responsables o un trabajo, también era un privilegio.

Mi Betty llegó luego de que yo llevara horas de reflexión. Había secado ya la cocina y barrido el lodo. Entró con sus escasos dientes sonriendo, sin su trapo para la boca, y alegre me abrazó: conseguí una pastilla de vitamina “c” y te compré tu atol.

Mientras ella se cambiaba, comencé a servir el atol, quería darle una parte a ella que se había matado trabajando, y en un despiste, metió la pastilla en mi boca.

̶ Yo me haré cargo de tu salud hasta que te mueras, Nico, ¿me escuchaste?

Ahora sí me enfadé, porque era su pastilla, era su día de suerte, no el mío. Pero reclamarle a tu mujer y que encima es una anciana, es como saber que viene una curva peligrosa y aun así acelerar el automóvil.

No dije nada, pero notó mi enojo.

Durante los próximos dos días, ella decidió salir por las botellas y yo hice de amo de casa.

En la noche del segundo de los días, ella estuvo tosiendo durante mucho rato. Repetía que no era nada, era una alergia, decía y seguía tomando su atol.

Me levanté a eso de las ocho de la mañana y la escuché vomitando. Dijo que el atol quizá le hizo daño, lo extraño es que a mí no me había pasado aquello.

—Quédate hoy tú en casa, vieja, iré yo por las botell ― Le dije, ella renegó y se acostó en la cama, de nuevo.

Por suerte el siguiente día pagan la pensión, así que ya habrá dinero para más comida y mucha vitamina para mi Betty.

Regresé por la noche, esta vez alcanzó nada más para el atol.

Estaba en cama:

―He tenido diarrea hoy. — Me dijo.

—Deberíamos ir al hospital, Betty, está enfrente. O si quieres, descansa hoy, mañana dan la pensión, así le podemos pagar a un doctor esos cincuenta dólares para que te cheque 

—Duerme, viejo, debes venir cansado. ̶ Dijo mientras tomaba mi mano

Amaneció y sin dudar la llevé hasta la puerta del hospital, debía irme a buscar plástico, le di los cincuenta dólares que sacamos temprano por la mañana.

Fue un día grandioso, encontré muchas botellas a las afueras de un centro comercial. Así que corrí a comprar 4 pastillas con vitamina “c” y dos vasos grandes de atol. Tenía que recompensarle a mi Betty.

Llegué a casa y Betty no había llegado.

Esperé unos minutos más, hasta que llegaron dos horas. Betty no regresó.

Me acerqué al hospital, pero los policías me dijeron que tenía que quedarme en mi hogar. Entonces me senté afuera de la casa, a observar por las ventanas. Me quedé dormido así.

En la mañana compré el periódico con lo que me sobró de lo que recolecté del plástico.

“EL VIRUS LIQUIDA A LOS ANCIANOS”

Decía la portada, en la siguiente página explicaba que los síntomas se daban entre los 2 y los 14 días luego de contraerlo, así que si mi Betty tiene ese virus, yo también lo he de tener. Pero la nota, además decía que un gran porcentaje se cura, pero que en algunos casos 8 días después de presentados los síntomas, los pacientes morían.

Pero como en estos casos había que ser optimistas, pensé en que mi Betty quizá saldría hoy, y que no estaba contagiada de nada.

Me gustaba pensar que en una de las ventanas podría verla sonreírme. Así que le serví su taza de atol, y me senté a ver todas las ventanas. Fue mi primera tarde sin ella.

Anocheció, me fui a la cama.

Al siguiente día, calenté el poco atol que quedaba, me senté desde temprano a ver las ventanas y a esperar que mi Betty se acercara por una de ellas.

Ese segundo día, las porciones extra de queso dejaron de ser importantes.

Recordé nuestro último aniversario, y le encontré explicación a mi uso del trapo en la boca: odiaba que Betty me viera viejo, arrugado, desfasado, y aquel trapo cubría la mitad de mi cara; aquellas mejías antiguas, caídas; cubría mis labios que ahora temblaban al hablar; cubría mi vello facial, ahora blanco; cubría mi quijada partida y golpeada por los años, pero no cubría mis ojos, esos que nunca envejecieron, esos que siempre vieron a Betty como hace treinta y cinco o cuarenta años, esos ojos no estaban enfermos, eran fuertes; esos ojos nunca perdieron el vigor, nunca se arrugaron, nunca se cayeron. Esos ojos eran el amor más joven que le podía dar a mi Betty. Aquel segundo día, esos ojos ya no querían ver más.

Anocheció, volví a la cama. Comenzó a tronar, me levanté a arreglar el plástico mientras le decía a Betty que sacara los guacales. Cuando bajé de arreglar el “techo”, los guacales no estaban puestos, y recordé que ella no estaba.

Puse los guacales y me quedé sentado en la cama, alumbré con mi lámpara el vestido de ella, que estaba en su pequeño tocador, tendido. Sonreí y fui optimista.

Al día siguiente salí a buscar plástico, los policías me detuvieron en el parque, me dijeron que debía estar en casa, me regalaron un atol, por suerte, y me llevaron hasta casa. Al llegar, les pedí, por favor, que si podían ir a preguntar por mi Betty al hospital. Se comprometieron a hacerlo y partieron. Ella, de nuevo, no llegó a casa y la vitamina “c”, dejó de ser importante. Pensé que fue mi culpa, debí darle muchas pastillas de esas, para que fuera muy fuerte, como cuando jóvenes. Y me senté esa noche, bajo la lluvia, a ver las ventanas. No hubo señal alguna.

En la mañana me cambié, serví ese maldito e inerte atol, y me esperé, de nuevo, que apareciera. Y ese día, tampoco volvió. Los policías no me dieron noticias, quizá nunca fueron, el periódico no decía nada, sólo leí que habían aumentado las muerte por el virus. Entonces comencé a sentirme mal, y antes de que algo pudiera pasar y, aprovechando que podría ver a Betty, me entregué al hospital. Pasé algunas pruebas y, con la notable preocupación médica, me metieron a una habitación aislada, ahí tampoco encontré a Betty.

Por la mañana, cuando el doctor me chequeó, pregunté por ella. No sabía de quién le hablaba, y se la describí. Dijo que le era muy difícil dar con ella, habían llegado muchos ancianos últimamente.

Por la noche llegó el doctor, llevaba a mi Betty en una silla de ruedas, con un cubre bocas, esta vez sí nos alcanzó, al parecer. Quizá le dieron mucha vitamina “c” y por eso había logrado sobrevivir. Cargaba consigo unos guantes blancos, me tocó la mano.

—Espero no se nos haya congelado el atol, viejo. ― Dijo.

 

—Lo calenté cada mañana, como siemp — Le respondí.

 

—Bueno, igual,  ahora  es  mi  turno  de  cuid  Así  que  descansa,  ya  es  tarde. — Movió su mascarilla y me sonrió con sus escasos dientes.

En el ocaso de una mañana de abril, Betty no encontró respirando más a su querido Nicolás. Entonces escribió una carta para que fuese dentro de su ataúd antes de ser cremado.

Perdón, esta vez no pude cuidarte. Pero prometo que cuidaré muy bien la casa, ya sé subirme al techo como lo hacías tú, y pondré todos los guacales siempre. El atol no faltará en la mesa, y las porciones extra de queso, ni se digan. Y espero que lleves hasta el cielo que: “…Y sin embargo vives, unido a mi existencia, y si vivo cien años, cien años pienso en ti…”

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