De la “revolución permanente” a la pobreza vigente

Por Francisco Tomás González Cabañas

El privilegio del atraso histórico
―privilegio que existe realmente― permite,
o mejor dicho, obliga a que se incorpore cualquier proceso
que esté maduro, antes de cualquier fecha prevista,
saltando por alto toda una serie de etapas intermedias”
( Trotsky, L.  “Historia de la Revolución Rusa” , Tomo I ,p 330).

 

El sublime objeto de la revolución (a diferencia del libro de Žižek, El sublime objeto de la ideología, que traza astutamente la vinculación entre mercancía y sueño) puede determinarse como la persecución del poder por parte de quiénes algo tienen. Los proletarios, como clase determinada, procurarán ser determinantes en la constitución de una internacional que asegure el mundo que ellos consideran sea el más adecuado, justo y pertinente. En él, mientras tanto, sucedieron y suceden tantas cosas como el asesinato mismo de León Trotsky por orden de su camarada Stalin, perpetrado el 21 de agosto de 1940.

El clasismo, en el que por acción u omisión todos y cada uno de los actores sociales terminamos por caer, no reconoce la existencia precisamente de un sinnúmero de individuos, que son signados con el significante vacío de “desclasados” o caracterizados con el significante extenso de “pobres o marginales” a los que no se les asigna clase, pertenencia y mucho menos el derecho a que se constituyan en sujetos.

Pese a que por número, es decir por cantidad, en incontables sitios del globo, estos son las mayorías silentes, segregadas, ocultadas e invisibilizadas, no resulta extraño que en el campo intelectual, quienes legítimamente pueden aspirar a más ―es decir, tanto el que tiene un trabajo o hasta un amo o patrón; como los que pretendan seguir conservando sus privilegios o sus posiciones acomodadas―, sean elementos o variables para que se permita que, con solemnidad y honestidad intelectual, sigamos callando acerca de reconocer la existencia de la clase de los que nada tienen.

Los pobres o marginales tendrían que ser la condición nodal por la que las democracias actuales debieran continuar siendo tales. Sea como los sujetos históricos de lo democrático o mediante la construcción teórica que refiera la existencia del que no tiene, para ratificar en la otredad a todos los demás, lo cierto es que no puede seguir transcurriendo mayor tiempo para que no seamos claros en el epicentro de nuestro principal desafío humanista.

El atraso histórico debemos tomarlo como un privilegio, en tanto y en cuanto lo conceptual pueda ser modificado a los efectos de posibilitar el ingreso de los carentes, dado que su exclusión es, ni más ni menos, que el espejo en donde reflejamos la pobreza y el vacío de nuestro insustancial individualismo.

En la aporía irresoluble no resolvimos aún el sendero que nos depare un mejor transitar. Sin embargo, no hemos dejado de explorar en insondables composiciones que nos depararon la quietud en cuanto a la permanencia en el problema.

Darle entidad conceptual a la pobreza vigente, para luego trabajar desde lo teórico a los efectos de implementar políticas públicas, que al menos mitiguen o no permitan el crecimiento en número de la pobreza exponencial, de la que somos cómplices y testigos, debiera ser la alternativa que nos brinde la ipseidad de lo alterno.             

Las experiencias previas que hasta aquí nos hicieron arribar seguramente habrán sido necesarias para que, desde el presente plafón, la constitución de lo colectivo, en el indispensable vínculo del ser humano en representación de lo que hace, como de lo que no y en el irrestricto reconocimiento del otro como lo que no se es, pero que pudo haber sido, pueda ser posible, en tanto el pobre como categoría o categorial tenga entidad y existencia.

La revolución permanente, en su condición de inconclusa, tendrá estricta relación con la caída en vigencia de la pobreza invisibilizada. Reconociendo que jamás lograremos el objetivo, imposible, de no tener habitantes pobres, tampoco podemos continuar negando la existencia de la clase, facción o colectivo de los mismos.

A partir de este reconocimiento, de este obrar bajo el privilegio del atraso histórico, tal vez tengamos un sistema de organización más justo, ecuánime e inclusivo. Signar con un nombre el mismo o profetizar que será el que tenemos con más o menos cambios, recién lo podremos leer en el epílogo de una obra que estamos escribiendo y que no pocos pretenden comenzar por el final por más que éste, como el vocablo inicio, no sean más que palabras que dicen algo.

Reconocer en la falta la posibilidad de fuga de que ciertas prácticas no tienen traducibilidad conocida hará que sea más soportable la angustia por la pregunta que nos habita y a la que a diario respondemos, por más que no nos preguntemos o no respondamos.

 

 

     

 

 

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