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La crítica de John Lockey a las ideas innatas

Por Francisco Octavio Valadez Tapia*

…la experiencia: he allí el fundamento de todo nuestro saber.

John Locke (2013:83).

John Locke (1632-1704) recuperó de René Descartes el principio de que el objeto del conocimiento humano para nada es la realidad en sí misma, sino las ideas, es decir, las representaciones sobre la realidad que se forman en la mente de los sujetos. “Locke acepta la distinción cartesiana de sustancias, así como que el sujeto pensante, el sujeto cognoscente, sólo tiene contacto inmediato, directo, con las ideas” (Robles y Silva, 2013: XXXII). Por esto se considera que forma parte del denominado giro subjetivista propio de la filosofía de la Modernidad: el centro de atención transita del objeto de conocimiento –de la realidad– al sujeto cognoscente –la conciencia–. “La destrucción real de la metafísica en Inglaterra habrá que atribuírsela a John Locke, que con su giro subjetivista contra la metafísica cartesiana de la sustancia y con el primado de la experiencia sensible establecido de esa manera, hizo palidecer las ideas metafísicas” (Brandt, 1992:35).

Del mismo modo, Locke planteó su investigación en cuanto análisis y clasificación de los contenidos de la conciencia; en otras palabras, de las ideas, aunque siendo coherente en todo momento con su postura empirista: “la experiencia: he allí el fundamento de todo nuestro saber, y de allí es de donde en última instancia se deriva” (Locke, 2013:83);[1] así que se puso como primer cometido convencer que no existe algo semejante a las ideas innatas, y queLeer más

Miedo urbano y ciudadanía en el espacio urbano de la Ciudad de México

Por María de Jesús López Salazar[1] y Maribel Nataly López Salazar[2]

 

Este sentimiento de seguridad era la posesión más apreciada para millones de personas, el ideal común de la vida.

Stefan Zweig. El mundo del ayer

 

El presente artículo tiene por objetivo reflexionar sobre determinadas problemáticas que históricamente se han venido generando debido a las articulaciones[3] entre miedo urbano[4], ciudadanía y espacio urbano. Se trata de tres conceptos que se hallan sumamente relacionados a partir de una concepción de poder que en la ciencia política refiere a la capacidad para llevar a cabo actos que promueven fuerzas en el espacio vital de una persona (Delahanty Matuk, 1996); o, de manera precisa, como constitución del dato “a través del enunciado, de hacer ver y creer, de confirmar o transformar la visión del mundo y, mediante eso, la acción sobre el mundo” (Bourdieu, 2000:98).

Desde la Antigüedad se presenta el vínculo entre ciudad y ciudadanía, es decir, los ciudadanos como habitantes de las ciudades, con deberes y derechos asignados en tanto miembros de las propias ciudades, de tal forma que: “A lo largo de la historia de la humanidad,  el asunto de las ciudades se ha referido a la existencia de factores que coadyuvan en la fundación  y desarrollo de las mismas” (Espinosa Müller, 2014:76). Relación que si actualmente, debido a  los cambios del espacio público, parece más problemática y compleja que en la Antigüedad, continúa teniendo una fuerte carga simbólica, pues acceder a la ciudad es considerado por diferentes stakeholders[5] como la interpretación territorial del acceso a la ciudadanía, al estipularse que, de acuerdo con el pensador alemán Jürgen Habermas (2013:95-96):

Los ciudadanos deben poder experimentar el valor de uso de sus derechos también en la forma de seguridad social y de reconocimiento recíproco de las diferentes formas de vida culturales. La ciudadanía democrática desplegará una fuerza integradora, es decir, creará solidaridad entre extraños, si se hace valer como un mecanismo con el que seLeer más

Miedo

Por Diana Meza Luviano[1]

A los quince años comencé a maquillarme con algunas pinturas que tomaba del clóset de mi mamá, ella insistía en que si lo hacía tan joven me iba a arrugar muy pronto. Al poco tiempo, me llevó un catálogo de cosméticos que vendía la vecina para que escogiera lo que más me gustara, fue así como me hice de mis primeros maquillajes. Ahora pienso que de alguna manera, mi madre se resistía a verme crecer y a que la necesitara cada vez menos, aunque hasta ahora, nunca he dejado de hacerlo. En fin, me embadurné la cara como pude con una brocha vieja que encontré sabrá dios dónde, el color que elegí me hacía ver fantasmal (pero mientras más blanca, mejor); luego, tomé una cuchara pequeñita y con la técnica que me enseñó una prima mía muy querida, pasé un cerillo por su borde curvado hasta calentarla y así prolongar el rizado de  mis pestañas, una vez levantadas las peinaba y pintaba con el cepillito del rímel, aquella pintura oscura hacía ver mis ojos más grandes y expresivos; finalmente, remataba el ritual con un bálsamo color granada en los labios ¡y listo! Cuando miraba el espejo me sentía la más guapa, recuerdo bien esa cara de asombro y novedad al ver cómo mi rostro, había dejado atrás la redondez infantil para dar paso al de una mujer joven. Era feliz. Nunca reí tanto como en aquellos años.

De lunes a viernes salía desde temprano para llegar a la escuela, una escuela que emergió de entre las rocas volcánicas que el Xitle nos obsequió hace unos 1700 años, allá donde las zarigüeyas se pasean sobre los cableados con un equilibrio formidable. Al filo de las siete de la mañana, los alrededores de la escuela se poblaban de adolescentes cuyo único propósito era el de reunirse con sus amigos en vez de estudiar. Ahí estaba yo, desmañanada pero contenta sin importar la distancia recorrida, no me daba miedo salir a oscuras de casa sin más compañíaLeer más