Por Aníbal Fernando Bonilla
El acto de escribir encierra un hálito que provoca la consumación de los deseos, la imprecación de la idea, el maleficio de la soledad. Es la delirante función que cumple el tejedor del teclado, el orfebre de sílabas incontables, el artesano de las delicadas letras, el artista de los fonemas perfectos. La literatura es la estratagema que nos traslada desde lo inmaterial a escenarios fantásticos, al artificio que induce la ficción, al imaginario de lo insondable, esto es, a la realización de la práctica creativa.
El esteta se desvela con sus sueños y pesadillas, con sus fantasmas y demonios internos. También asume la posición de testigo de su época, atravesando el muro de los otros, la prolongación de la vida, los sucesos que conmueven la conciencia, el rutinario acontecer de los días. Aquella condición humana proclive al análisis filosófico y a la cavilación a lo largo del tiempo se muestra en su expresión más profunda, en el vértigo del quehacer literario, el mismo que irradia a partir del estado solitario del creador, como signo auténtico de la ensoñación escrita.
La literatura promueve el desarrollo de los sentidos, a la vez que invoca al sacrilegio de la palabra, con una carga inevitable de asombro y preciosidad. Ya sea en prosa o en verso, aquella catarsis Leer más