Pandemia y filosofía, entre viejas y nuevas normalidades

Alejandro Cerletti (Argentina) es doctor en Filosofía por las Universidades de París 8 y Buenos Aires. Profesor e investigador de la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Nacional de General Sarmiento, Argentina.

En este artículo, lleno de contenido y criticidad, Alejandro Cerletti presenta un esquema de la época, tanto de la que veníamos viviendo previo a la aparición del Covid-19, como las intersecciones que se generan hoy por su emergencia. Así, explica cómo en este mundo “de la circulación ininterrumpida” y de la posverdad, las medidas globales de aislamiento obligatorio no es que cambien la “normalidad”, sino que modifican sus rutinas. La pronta naturalización de los procesos virtuales, la extraña fusión o interferencia de lo público en lo doméstico, la realidad tan “anti-intuitiva” que nuestra época presenta, son aspectos a reflexionar. Hay una posibilidad, según Cerletti, en esta época, tiene que ver con valorar el instante de la interrupción de esta vorágine. No solamente interrumpir, sino pensar sobre la interrupción. Por eso nos instará a considerar las preguntas de “¿qué es la realidad?” y “¿quién –o qué– somos nosotros?”, que son tan viejas como la filosofía, pero tan actuales como nunca.

David Sumiacher

 

 

Enviado el: 25 de marzo de 2021

 

En tiempos en que la realidad parece que nos excede la filosofía es un medio para transformar quienes somos

 

Pandemia y filosofía, entre viejas y nuevas normalidades

Si hay algo positivo que puede extraerse de la vigente Pandemia y del confinamiento poblacional que trajo aparejado es que sirve como un buen estímulo para revisar lo que hacemos cotidianamente. Tratar de entender la situación actual nos conduce, de manera inevitable, a focalizar la atención en lo que era la “normalidad” de nuestras vidas “pre-pandemia” y examinar si hay algo realmente nuevo en este convulsivo presente.

No es fácil caracterizar la normalidad anterior al anuncio de Wuhan, porque tratar de identificar algún rasgo de estabilidad en un mundo que cambia vertiginosamente no parece sencillo. Y no parece sencillo porque ese rasgo común es justamente el cambio. Vivimos en un mundo dominado por la velocidad, por la invasión constante de imágenes, de mensajes, de informaciones que son rápidamente reemplazadas por otras antes de que haya tiempo de asimilarlas. Es el mundo de la circulación ininterrumpida en el que todo es transformado en mercancías que se hacen obsoletas al poco de haber aparecido. El único elemento común en este universo de vértigo y cambio constante, el equivalente universal, es el dinero. Todo fluye al ritmo de la circulación monetaria y todo adquiere algún valor, es decir un precio, si ocupa un lugar en este carrusel imparable de innovación y consumo.

La pandemia de 2020 irrumpió en un escenario de expansión global del capitalismo en el que la concentración de la riqueza es inédita en la historia de la humanidad. Que el control del sistema financiero, las grandes industrias y los medios masivos de comunicación e información esté reducido a unas pocas manos otorga a los grandes grupos propietarios un poder y una capacidad de presión económica y política que objeta el sentido de las democracias y compite de igual a igual con los estados nacionales. Esta circunstancia no sólo define el contexto de las transformaciones que se han dado, en los últimos tiempos, en diversos planos de la sociedad, sino que les otorga su sentido y explica su particular entramado. El acelerado desarrollo de las tecnologías informáticas y de la comunicación, y de la inteligencia artificial en particular, y la universalización de los dispositivos para disponer y ser usuario de ellas, han trasfigurado las relaciones sociales al punto de que hoy la “socialización” se da fundamentalmente a través de las redes. Es decir, la socialización en nuestras sociedades contemporáneas es, en lo más sustancial, virtual, y también controlada y vigilada. La circulación de la información convertida en mercancía como clave de la socialidad ha llevado al paroxismo aquello que, en el plano de la filosofía, resumía la posmodernidad: la verdad es una construcción y como tal se relativiza a partir de quien la enuncia. Hoy se puede sostener cualquier cosa, porque las verdades han sido transformadas en meras opiniones y en el terreno de las opiniones cualquiera dice lo que le da la gana. Las afirmaciones ya no se sostienen en argumentaciones, fundamentaciones racionales o contrastaciones empíricas sino en la simple voluntad de enunciarlas y en la capacidad de propagarlas. La llamada popularmente “posverdad” es la naturalización de propalar cualquier afirmación –por ejemplo, y sobre todo, una falsedad o una mentira, poco importa– con el objeto de obtener un rédito particular, beneficiar a propios y dañar a ajenos.

Esta combinación de avances tecnológicos impensados tiempo atrás, de concentración inédita de la riqueza y del poder de presión y manipulación, en un marco de mercantilización de todos los vínculos y de omnipresencia de relativismos disolventes de cualquier certeza, es la normalidad que fue afectada, de improviso, por el virus. La rápida adaptación de lo presencial a lo virtual que vivió la humanidad, como consecuencia de las medidas globales de aislamiento obligatorio, muestra que lo más significativo en todo esto ya venía de antes. Es decir, las condiciones básicas para que el trabajo se reconvierta en teletrabajo, el comercio en comercio electrónico o la educación se transforme en remota o a distancia ya estaban desplegadas desde tiempo atrás. El complejo tecnológico informático ya apuntaba en esa dirección, sólo fueron necesarios algunos ajustes. Fue posible aislar al mundo porque los vínculos sociales estaban teleconformados desde hacía bastante. En lo sustancial, no ha cambiado la “normalidad”, se han modificado más bien sus rutinas. Se han potenciado los medios y las herramientas que la configuran, lo que ha implicado tener que encarar rápidas readaptaciones, pero siempre dentro de un terreno conocido y abonado con anterioridad.

Lo que sí posibilitó la situación de pandemia como algo diferente es percibir un instante de interrupción de la vorágine en la que estamos inmersos como poco menos que autómatas. La sorpresa que significó la aparición del SARSCoV2 hizo vacilar por un momento la continuidad mecánica del estado de las cosas y los saberes que la explican. También hizo sentir miedo de que la intercomunicación mundial, la circulación infinita de bienes e individuos pueda ser el vehículo de un daño masivo. Quizás esto sea lo realmente novedoso. Sentir la posibilidad de que todo puede interrumpirse abruptamente y que lo aleatorio se haya hecho un lugar en la seguridad de un mundo controlado y controlador. Algo que también, por otra parte, dio abundante letra a los conspiranoicos de todos los calibres.

La expansión planetaria de la enfermedad Covid-19 inauguró una precaria normalidad, una normalidad de tránsito, podríamos decir, que en lo sustancial no parece haber modificado el estado anterior sino que lo ha potenciado en sus aspectos más instrumentales. Pero lo que aparece como diferente es que generó casi una conminación a pensar nuestro presente. Como si hubiera sucedido algo que si bien creemos reductible a lo anterior, sospechamos que abrió una caja de Pandora de la cual no sabemos bien qué puede llegar a salir. Esta zona de interrupción, en la que los saberes explicadores se suspenden momentáneamente, es un terreno fértil para la reflexión, pero especialmente, para la reflexión filosófica. La interrupción hace pensar en aquello que se suspende, pero sobre todo hace pensar en el significado de la interrupción. Nos impulsa a poner palabras a aquello que por el momento sólo es vivible como desorientación o angustia.

De las múltiples cuestiones que la situación actual nos ha deparado hay algunas en particular que son inquietudes y desafíos con los que la filosofía ha lidiado, de diferentes maneras, a lo largo de casi toda su historia. Por un lado, la obligada conversión de todas nuestras actividades en remotas permite vislumbrar la familiaridad con que hemos ido asumiendo diferentes facetas de la realidad virtual. En esta transición, se han ido diluyendo las viejas distinciones entre “la realidad” y la apariencia de realidad o, más complicado aún, entre lo real y lo aparente. A partir del uso cotidiano de las tecnologías informáticas y la omnipresencia de internet, hemos naturalizado que lo virtual es también real, algo que en otros momentos hubiera sido objetado como una contradicción, o al menos como una dificultad que merecería varias explicaciones. Nos acostumbramos a convivir ya no con personas sino con imágenes de personas, nos comunicamos con codificaciones de palabras, interactuamos de manera cada vez más “humanizada” con nuestros dispositivos electrónicos, las búsquedas aparentemente “objetivas” de información en la red están cada vez más conducidas por bots informáticos que personalizan cada navegación en función de la información recabada de cada usuario. En un futuro muy cercano, cada usuario va a tener “su” realidad, configurada a medida, dispuesta para una socialización sesgada y un consumo infinito. Los dispositivos con que contamos no aportan solamente sostén a lo que creemos haber decidido, ahora nos sugieren qué determinaciones tomar en un mundo que ya ha sido prefigurado. Cada vez decidimos menos sobre lo que hacemos –es decir, cada vez creamos menos nuestras posibilidades de acción– y cada vez más elegimos entre lo que se nos ofrece. La configuración de nuestra realidad comporta, de manera creciente, zonas de indistinción entre lo virtual y lo real, porque cada vez es más difícil separar estas viejas distinciones. Esta nueva forma de vivir y convivir es generadora de subjetivaciones inéditas, ya que las maneras que tenemos de pensar el mundo y pensarnos en él están condicionadas y delimitadas por un mundo que entrelaza realidad y virtualidad. La realidad virtual desafía cualquier forma clásica de percepción y autopercepción. Las preguntas “¿qué es la realidad?” y “¿quién –o qué– somos?” son tan viejas como la filosofía y tan actuales como nunca.

Por otro lado, la intensidad de la pandemia puso a la ciencia en la urgencia de encontrar una vacuna lo antes posible y comenzó una carrera bastante oscura para el logro de patentamientos, que llega hasta hoy. Como pocas veces, la ciencia se puso de inmediato al servicio de intereses comerciales y abandonó sin crítica lo que debería ser un principio de su existencia: el conocimiento científico y las consecuencias tecnológicas que se siguen de su implementación son patrimonio de la humanidad. La progresiva privatización y manipulación del conocimiento especializado es un rasgo más de este mundo, ferozmente competitivo y discriminador.

Finalmente, fue notable cómo la alteración de los ámbitos de trabajo y estudio hizo que la reflexión sobre la educación excediera el ámbito de los especialistas y deviniera un tema de conversación familiar, porque ha afectado a todos de manera personal. Los límites de las instituciones educativas se han diluido porque se han derramado hacia el interior de los hogares. Lo público y lo doméstico se han fundido o al menos conviven de una manera novedosa. El desarrollo tecnológico ha permitido construir un continuo en el que la transmisión de conocimientos está sosteniéndose en su totalidad en plataformas y dispositivos informáticos, a la par de que ha desnudado las terribles desigualdades que subyacen en nuestras sociedades y que se refuerzan con las dificultades de acceso de muchos a la tecnología necesaria para esta nueva escolarización. Que la escuela o la educación en su conjunto puedan funcionar en circunstancias como las actuales demuestra que la escuela tradicional y su presencialidad obligada van a tener que ser necesariamente repensados.

La virtualización de nuestras existencias y la mercantilización sin límites de los logros de la humanidad interpelan a la filosofía en un presente apremiante en el que el mundo es cada vez más anti intuitivo, en el que el “sentido” común se está reconvirtiendo en no sabemos bien qué. Es por ello que estas tres cuestiones, esbozadas a modo de referencia, convergen en un punto que es quizás su corolario o su sentido último, y también un interrogante de época: ¿cómo podemos vivir juntos? O, de manera más ajustada, ¿cómo es posible construir hoy, en una época en la que la realidad y la virtualidad se entrelazan de una manera inédita y todas nuestras relaciones se han mercantilizado, un mundo en común que sea vivible para todos?

Una de las tareas centrales de la filosofía consiste en cuestionar lo que aparece como normal, lo que se presenta como obvio o lo que se ha naturalizado, es decir, lo que conforma aquello que habitualmente se llama “sentido común”. Revisa sus supuestos, el entramado de sus argumentaciones, las bases o fuentes que dan sustento a las afirmaciones que configuran la normalidad. Hay siempre en la filosofía una disposición atenta, que procura leer entre líneas y no dar nada por supuesto sin someterlo a crítica. Pues bien, la que estamos viviendo es entonces una época de filosofía.

La filosofía no es –y nunca debería convertirse en eso– un saber más que circula como cualquier mercancía en el continuo de las transacciones infinitas. La filosofía es un pensamiento que debe poder mantener su independencia y ofrecer un punto de detención a la vorágine irreflexiva de la circulación de la información. El tiempo del pensamiento y, por lo tanto, el tiempo de la filosofía es otro muy distinto del que imponen los medios masivos y las redes. Que haya espacios en donde el ritmo de las urgencias se pueda detener para compartir el pensar y hacer inteligible la realidad en la que estamos inmersos es un desafío crucial no sólo para la filosofía sino, sobre todo, para nuestra vida en conjunto.

 

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