El miedo como vibración interna
Por Sergio E. Cerecedo
Paul Naschy (Nombre artístico de Jacinto Molina), actor y cineasta español de cine fantástico y terror, explicaba en un video —que por desgracia fue borrado de YouTube—, unos meses antes de su muerte en 2011, que a él no le emocionaban las películas recientes del género y sobre todo por el abuso de clichés como el de dar terror con base en personajes infantiles, citando como películas canónicas con niños como entes del horror a “Suspense” (“The innocents”, Jack Clayton 1960). Sin embrago, en el mismo video, Naschy se refería a “Al final de la escalera” del hoy olvidado director húngaro Peter Medak como la mejor de ese estilo. Una película poco recordada actualmente a comparación de otras de la época, pero que merece una revisitación por la influencia que tuvo en películas posteriores del género.
En la primera escena vemos a una familia feliz con madre, padre e hija en un paisaje nevado donde a continuación sucede un accidente de tránsito que deja sin vida a las dos mujeres —en curiosa coincidencia de ambientes con “El resplandor” estrenada ese mismo año—. John Russell, compositor y catedrático de música, se quedará solo en la vida y con su pasión a la música como único hilo que le mantiene en pie, y llega como docente a una universidad nueva. El patronato de ésta le otorga una casa enorme y con un buen piano para vivir y trabajar en ella dejando sus penas atrás. Sus composiciones y grabaciones transcurren con tranquilidad, empieza a relacionarse con nuevas personas, todo marcha bien, hasta que empieza a detectar anomalías en la casona, sonidos extraños y señales paranormales que le indican la presencia de un fantasma que intenta decirle algo. Todo esto finalmente desemboca en que el ente deja ver a Russell una aterradora visión del pasado que le revela un crimen atroz hacia un niño habitante de esa casa.
Este crimen le llevará a investigar sobre los habitantes anteriores y la historia acaecida en los 100 años anteriores, encontrando sospechas en el poderoso senador Charmicael, hijo de los antiguos dueños y benefactor de la asociación. Asimismo, y con ayuda de una nueva amiga, realiza indagaciones por diversos medios, entre ellos una sesión espiritista excelentemente narrada en la que John dejará encendida una robusta grabadora nagra que usa para sus composiciones, en la que halla más tarde, al revisar los registros, una serie de sonidos psicofónicos que le revelan la voz y el nombre del niño fallecido.
Conforme su empresa se topa con pared, poco a poco el fantasma le va guiando hacia los sitios correctos, sin dejar de ser una presencia ambigua que parece a partes iguales señalarle su dolor, retarlo y agradecerle poco el tiempo que le está dedicando, también gustará a quienes intentan ayudarle. La película enfatiza estos detalles con sutilezas como una oxidada silla de ruedas, una pelota de la hija de Russell y una caja musical con una vieja melodía. Pequeños grandes detalles que más adelante serían imitados hasta el cansancio, sobre todo en las películas de casas embrujadas de los noventa.
A lo largo de “Al final de la Escalera”, llega a uno una sensación de desazón, de desconcierto y de que algo vibra en nosotros perturbadamente, es ese miedo que más que instinto de conservación nos viene como una oscilación que nos hace vivir constantemente intranquilos. A Russell, no resolver el caso le involucra, le tortura y le hace dudar si hacer el bien sea lo mejor. Queda claro que a través de la sonoridad como elemento de montaje, el fantasma manifiesta su propia voz inclusive más allá de lo literal, el crujir de la madera o el moverse de los platos es una cólera que va creciendo y haciendo que el compositor sienta la necesidad de resolver el misterio. Más que con miedo lo asume con un compromiso que le presiona y que, ciertamente, le dará redención personal.
Más allá de las actuaciones, con George C. Scott y el veterano Melvyn Douglas a la cabeza, sus virtudes narrativas son numerosas, podemos decir que el montaje de Lilla Pederson es preciso y sin golpes de efecto, dando un crédito especial al montaje de sonido, cuya literalidad al incluir poco sonido extradiegético y confiar en lo poderoso de los incidentales sin necesidad de efectos le hace crecer. La fotografía de John Coquillon —colaborador habitual de Sam Peckinpah— es poco dada a altos contrastes y muy natural destacando una paleta de colores cobriza en los decorados y fría en el acabado final del filme.
En sus pocos defectos, muchos fans y también algunos detractores argumentan que el final es poco congruente y a muchas luces injusto. A mí me parece, sin embargo, que redondea la idea del carácter infantil del fantasma, deseoso de cumplir su voluntad hasta las últimas consecuencias, todo esto narrado con un pulso tan natural que parece increíble poder producir esa vibración del miedo con elementos tan sencillos y carentes de efectos especiales, lo cual es un logro fascinante.
El blu ray incluye extras maravillosos como un detrás de cámaras sobre el diseño de producción con entrevista a su creador Reuben Freed; un documental corto sobre la música y arreglos del filme; las habituales galerías de imágenes; la opinión del director Mick Garris (quien colaboró con Medak) y, por supuesto, la versión restaurada de la película en 4K. Por lo que es totalmente recomendada su adquisición y visionado.