Por Sergio E. Cerecedo
Leos Carax es un ente extraño catalogado de culto que filma pocas películas y poco cambia de una película a otra, podría decirse que si hay una evolución es pasito a pasito y nada apresurada pues está muy contento con su manera de presentarnos los temas que le obsesionan. Su película anterior “Holy Motors” causó sensación por retomar su habitual rareza con el apoyo narrativo de las innovaciones técnicas de la época que renovaron su obsesión por las luces de neón y por las nociones técnicas que tanto le gustan como planos secuencia largos y abiertos, maquillaje estrambótico en rostros mutilados y mucha extravagancia.
En su obra, aparte de la cuestión romántica constante (Los amantes del puente nuevo), podemos notar un profundo amor a las artes escénicas tradicionales y a transformarlas a través de la lente. Y aunque, a primera vista, esta película no tiene mucho de clásico en su forma, en su fondo sí se nutre de carácter tanto de comedia bufa griega como de la más profunda tragedia del mismo origen, la naturaleza patética de algunos personajes y etérea de otros —Especialmente del principal femenino— nos recuerdan a todos esos textos de Aristófanes y Sófocles que son pasados por obvios cuando estudiamos literatura o dramaturgia pero que en realidad mucho han cimentado en la narrativa de las tragedias humanas.
Y en este transcurrir de las cosas se encuentra la historia de amor entre una cantante de ópera amada por el público (Marion Cotillard) y un ácido comediante standupero crítico de la sociedad (Adam Driver) que se encuentran en momentos breves y cuyas carreras destacadas quizás les jueguen en contra. Carax narra de forma bizarra ese desencuentro, y lo que podría ser una historia de glamour y amor entre artistas se vuelve una disertación que se mete con la parte absurda del ser y del pasar de las cosas. El lado oscuro de la fama así como las proyecciones psicológicas y carencias que uno ve en el otro se incrementan y reflejan en una historia con un lado oscuro notorio y definitivo que se detona a partir del hecho de ser padres. Es aquí donde sale a relucir la sutileza y a la vez contundencia con la que se tratan temas como el de los escándalos de acoso sexual y violencia de género —i es que eso se puede tratar así—.
Como ya anticipaba, la cinta está plena de detalles del arte escénico en vivo, un recurso que se usa mucho es la ruptura de la cuarta pared que el artista tiene con su público y es motivo de otro número musical. Mención aparte merecen las aperturas y cierre de la película que, sin decir nada concreto de la trama, son homenajes en audiovisual al proceder y estructura de los elencos teatrales, tanto cuando reciben al respetable en la función como cuando dan una despedida y agradecimiento hablando directo al público. Está presente la combinación entre espacios exteriores y la escenografía del teatro, vemos a Marion Cotillard caminar por un escenario natural que es la extensión de lo que los sets representan y volver para recordarnos el carácter de escenificación entre cuatro paredes de las obras de las que el personaje forma parte.
Pero la cereza del pastel que nos transporta al teatro vivo es la inclusión de una marioneta entre personajes de carne y hueso, dando otro carácter al personaje —casi el de un simbolismo—. Con éste y otros detalles, Annette se configura como un musical abstracto, en el sentido de tomar pequeñas partes de una realidad, de la realidad de un amor tórrido casi de cuento de hadas que se ve contrariado por un destino en común, como lo es el nacimiento de un bebé de dos figuras públicas, y que da a entender que para ambos no tiene igual valor personal. El espejo femenino de la otrora amada recuerda a Henry los límites de sus ambiciones y nos hace ver a sus propios demonios no confrontados como un motivo de vergüenza y artífices de un destino quizás fatal, recordándonos a los demonios en los que nosotros mismos transformamos a aquellos a quienes hicimos daño y que se dan mucho en la creación artística debido a las creencias en el dolor y el despotismo como detonadores de las artes.
El teatro musical siempre ha demandado rifarse el físico, exigiendo bailar, cantar y actuar al mismo tiempo, y los tres principales no desmerecen éste esfuerzo aun cuando sabemos que muchas veces por esa dificultad el canto que escuchamos se realiza en doblaje, el entonar por lo menos como referencia para la verosimilitud de sincronizar con el playback. Driver y Cotillard son dos intérpretes catalogados de poco expresivos en el rostro, sin embargo aquí la voz como herramienta les permite no necesitar tanto de exabruptos faciales ni histrionismos y el esfuerzo físico que manejan —ojo al largo plano del primer show de Henry, en bata y haciéndose dueño del escenario—.
Tal vez el único defecto o baza que baja un poco el furor narrativo de la película es en algún momento lo sobreexplicativo de los diálogos que empieza a caer pesado; relatar con el canto exactamente lo que estamos viendo como si de una narración documental de Discovery Channel se tratara, volviéndose un poco pesado para quienes no gustan tanto de lo operístico y del género musical en sí. Aun cuando el hartazgo es parte de la narrativa y el reiterar es un mecanismo narrativo para hablar de la culpa y los fantasmas del pasado, a veces no está tan bien logrado, sin embargo, se agradece el querer llevar el estilo a las últimas consecuencias.
Carax se da vuelo también con esos logros técnicos, integrando en la iluminación un componente siniestro y triste de la mente humana detrás de lo performático. El uso de la música inclusive en el ritmo del diálogo cuando éste es recitado y no cantado, como en la secuencia donde Simon Helberg cuenta sus preocupaciones mientras dirige una orquesta y la cámara lo sigue en giros de 360 grados, las canciones compuestas por el grupo Sparks son sencillas y pegajosas y huyen en todo momento de la ñoñería, contrastando en esta ocasión una paleta de colores fríos remanente en el vestuario, el verde en Henry y el Amarillo en Ann se vuelven una fuerte declaración de personalidad y de representación de cada personaje a través de sus prendas aun cuando no sale a cuadro.
En poco menos de dos horas y media, el director y sus compinches musicales consiguen burlarse de esos tópicos del musical que pretenden hacer más dulces o glamurosas las cosas e incorporarlos con un carácter de sátira bastante profunda, lo cual no es algo de extrañarse de su director, cuya constante en sus últimas obras es mofarse de la frivolidad de las estrellas de la escena y también de ese arraigo en la banalidad que tan surreal vuelve el mundo del espectáculo.