Crónica de una “conversación de muelles”

Por Andros E. R. Aguilera[1]

Hace calor y el ventilador junto a la mesa de los ponentes se descompone apenas comienza la primera exposición. Pienso en el extraño camino que me llevó a Puebla para hablar sobre los vasos comunicantes en la obra de dos poetas mexicanas que admiro profundamente: Beatriz Pérez Pereda y Sara Uribe. ¿Fue por la invitación de Armando para unirme a la revista Irradiación, luego de coincidir en un coloquio en el COLMEX y una improvisada presentación virtual del nuevo libro de cuentos de Dainerys Machado? Quizá fue antes, cuando decidí quedarme más tarde un viernes en la FIL de Minería del 2023, para conocer en persona a esa poeta que seguí en Twitter y que amablemente me pasó en pdf su anterior libro, Crónicas hacia Plutón, mientras pensaba en la “enunciante” del poemario Un montón de escritura para nada (2019), de Sara Uribe, que escanea su libro en contra de los editores y en contra de la ley cuya amonestación escucha “con tono de la maestra de Charlie Brown” (9). O tal vez fue cuando Armando llegó con esa maravillosa idea de Código Cero, una serie de entrevistas a poetas mexicanas y mexicanos de la actualidad. Naturalmente debía invitar a Beatriz y a Sara.

Sí, quizá sería más preciso decir que todo esto, mi participación en el VII Coloquio de Poesía Mexicana Contemporánea en la BUAP, era un efecto colateral de la preparación que hice para sus respectivas entrevistas en Código Cero, pues la lectura casi consecutiva de sus obras, con semanas de distancia acaso, me hicieron percatarme de que ambas poetas mexicanas, pese a las diferencias geográficas (casi en las antípodas norte-sur) tienen una trayectoria lírica bastante similar, la cual consiste en dos etapas gemelas: la primera, más “romántica” (por su tratamiento básico de la voz lírica), preocupada por nombrar lo ausente en los tiempos de “la memoria y su llovizna incómoda” a decir de Sara, o del “trópico de ausencias” y los retratos en sepia, según Beatriz; y la segunda etapa que tiene como eje principal el dinamitar la unidad del yo lírico al travestirse o encarnar otras voces, ya sea por medio del archivo o de la ficción —“yo soy una ficción de mí”, dice Uribe—; por lo que el sujeto poético muta en “la enunciante” en el caso de la poeta del norte y en la “persona no humana” para poeta del sur.

Llega mi turno para hablar y me encuentro algo sofocado por el calor y mis pensamientos. Sonrío, carraspeo un poco y doy las gracias, como si estuviera recibiendo un premio; luego me enredo y explico brevemente las razones que me han traído aquí este día. Para empezar, es curioso que ambas poetas nombren su primera producción poética bajo los signos de “nómina” o “trópico” de las ausencias, los cuales establecen un dialogismo clásico entre el sujeto poemático y un escucha ausente. En el caso de Uribe, ese queda tácito desde el título de su primer poemario: Lo que no imaginas (2005), mientras que Beatriz se decanta por sugerir una multiplicidad del plural unido por lo geográfico: Trópico de ausencias, que a su vez se lee como una continuación de La impaciencia de la hoguera, con toda esa persistencia por nombrar la nostalgia del pasado teñido en sepia o al resguardo en un relicario.

Tema vital en la obra de la tabasqueña, porque ella entiende bien que “lo que no se nombra / alimenta la materia de lo que se olvida” (10); en consecuencia, sus poemarios son el registro de “todos los trucos de la espera”, cuyo corazón se tiñe de púrpura por el deseo. Es decir, una espera amorosa. De ahí que la voz lírica de Trópico de ausencias afirme: “No hay paciencia más larga que el amor” (25). Todo para que al final caiga en la cuenta de que ese nombre, ese cuerpo y su desnudez, ese tú interlocutor, “era sólo un recuerdo que cruzaba la calle” (37). No por nada, ambos poemarios de Pereda fueron publicados el mismo año: 2010. Coincidencia análoga a los tres poemarios de Sara Uribe publicados en el fatídico 2012: Siam, Magnitud/e y Antígona González. Este orden de mención sirve para entender el punto de inflexión en su segunda etapa que abarca la insólita y radical tropicalización de la figura clásica de Antígona.

Así que iniciemos nuestro análisis con Siam, digo luego de una breve pausa para tomar agua, un poemario del que podríamos afirmar que se da algo similar a lo que Antonio Carreña (1991) dice respecto al poemario garcilaseano de Pedro Salinas, La voz a ti debida: “[aquí se construye] una morfología enunciativa del yo que, líricamente, y poema a poema, se va estableciendo como él mismo y como la voz del otro” (5). Entonces, la definición del yo en un principio está marcada por la comparación/contraste con la figura clave de la hermana, pues mientras ella “duerme y sueña”; la voz lírica, por el contrario, es “su pesadilla” (13).  No obstante, como diría Beatriz en Un hermoso animal es la tristeza (2016) “la sangre divide [sus] reflejo[s]” (38). Por lo que la figura de la hermana cobra un sentido de doppelgänger, una copia que deja poco reducto para el yo, porque la otra no es más que un simple “cortar y pegar”.

Durante la primera parte de Siam (2012), la autora ensaya varias formas para nombrar esa idea de la hermana como una repetición, desde elementos etimológicos como las raíces bi-bis del latín, con las expresiones de “bifurcada infancia” (14) o la sombra “bipartita” (por ser idéntica para ambas), hasta la connotación poética de palabras como “facsímil”, “cacofonía” y “ánfora”. De aquí se deriva el principio de simetría, por medio del cual el sustantivo “hermana” se sustituye por el de “cornisa” a modo de pronombre. Esto se explica con una simple ecuación o glosando un silogismo de contraposición lógica, partiendo del símbolo de quemadura, como “puente semántico”, pues primero se establece la siguiente equivalencia: “¿qué cosa es una cornisa? ¿una quemadura?”, y casi en seguida propone otra interrogante similar: “¿qué cosa es una hermana? ¿una quemadura?” (15). Entonces, cuando en el siguiente poema pregunta: “¿qué cosa es lo simétrico? ¿una cornisa?” (20), queda claro que “cornisa” es igual a “hermana”, o “la mitad / de esa palabra / que nos queda” (21), es decir, la mitad de esa unidad que son las dos hermanas.

Por tanto, en la unidad de lo bifronte, la diferencia entre el “yo” y el “” se va erosionando y sucede la filtración: “Se trataba del agua de los ríos revueltos, de trasminarse en paredes sucias. […] Lo infiltrado es tu lenguaje que a mis dedos subyace” (23).  Expresión que en cierto sentido tiene relación con la deconstrucción del yo en favor de una voz “travestida”, entendido el travestismo como un alter-ego que aprovecha los “supuestos genéricos de identidad” para convertirlos en un “espectáculo de la modernidad”, parafraseando a Natalia Plaza-Morales (2019). Aunque, como esta noción suele tener una connotación de género invertido; si se me permite, hablaré, de ahora en adelante, de una trasminación del “otro”, por el “yo-lírico”, que poco a poco se va despegando de la típica auto-referencialidad con que identificamos al autor real, en nuestro caso: la autoras. Una suerte de autoficción que juega con los operadores de identificación. No por nada, la “enunciante” se pregunta: “¿Puede la poesía ser autoficción? / ¿Qué significa escribir con las palabras literarias y no literarias de los otros? ¿Bajo qué procesos algo no literario deviene literario? / ¿Ésta soy yo hablando por mi síndrome? (Uribe, 2019: 54).

Así, el proceso de trasminarse abarca también el acto de nombrarse: “decir tu nombre: decir el mío” (Uribe, 2012a: 31). Y para ello, muchas veces se recurre al apoyo tipográfico de los corchetes para matizar y aclarar que lo que le sucede al otro también el pasa al yo: “Trasvasados / los mensajes y la risa, / el cosquilleo de tus años [los míos]” (32). Al final del primer tercio, comprendemos mejor una de las declaraciones iniciales del yo-lírico: “aquí ser alguien es ser otro / la ficción / la omisión” (15). De modo que la ficción que se omite (en especial si recordamos la equivalencia de la quemadura) es la hermana, a quien la voz lírica pretende encarnar. Entendido esto último como el “canto de voz viva”, pues el canto encarnado no es otra cosa que “la sustancia de la voz, la articulación de la palabra poética como enunciación” (Zambrano, 2023). Este enunciarse del yo en Siam parte de una promesa, explícita en la tercera parte, dedicada a los hermanos siameses, Chang y Eng: “Bajo palabra de hacer siempre al otro / escondite de uno mismo” (56).

Claro, porque el culmen de la simetría sanguínea es el de los gemelos fusionados, razón por la cual es el clímax del poemario, al que llegamos por medio de la idea del “nómada” o “peregrino”, hilo conductor, entre la parte de los hermanos siameses (III) y la del box (II), titulada “Cuadrilátero”, en donde esta asimilación del otro se mantiene, en este caso con un boxeador, pero partiendo de una tercera persona cuya afirmación nos da ya la clave de esta lectura: “Escribir desde un disfraz, dice él” (42). Dice un “él” que, a pesar de parecer hipotético o ficcional —como podemos advertir tras la afirmación de es etéreo e “inconsútil”—, tiene una fuerte presencia: es Bernardo, el púgil. Un epíteto que, bajo el contexto del poema en cuatro partes, “Nocaut técnico”, nos presenta a Bernardo como la nueva voz lírica: “Yo siempre quise apostarlo todo en contra mía” (47). Un anhelo que, por lo demás, explica la vuelta de tuerca a este proceso de trasminación: “[Dichosos] los que para ser otros tuvieron antes que ser ellos mismos” (70).

Una búsqueda análoga se da en Un hermoso animal es la tristeza (2016) de Beatriz Pérez Pereda, pues si bien repite un poco el dialogismo in ausentia del otro, evocando su deseo, cuerpo y desnudez, como en ese primer ciclo donde buscaba “asir” al otro en la “memoria”, en esta ocasión presenta la novedosa idea de poner todo en boca de dos personajes ficticios de la película Betty blue (1986): Betty y Zorg. Es hasta la segunda sección, titulada «FOTO/GRAFÍAS» en donde empieza a dar el giro temático y procedimental tan similar al de Sara Uribe en Siam, el cual consiste en “traducirse” y “leerse” en la palabra que hace de la voz lírica “la tinta del poema” (59). En el caso de Pereda, la identificación no parte de la figura de la hermana, sino del sentimiento de admiración por luminarias de la poesía y la fotografía: Alejandra Pizarnik y Diane Arbus respectivamente. Por eso, de forma análoga a la voz lírica de Siam, la de Un hermoso animal… sentencia: “[al] mirar tu nombre también leo el mío” (21). Empero, más curiosa aún es la aparición, aunque sea por espacio de un solo poema, de la figura más simétrica de la hermandad: las gemelas. El bilingüismo léxico del título: “TWINS/GEMELAS” ya nos da un indicio de lectura de lo bífido, pues “la soledad es compartida” por el artificio de la sangre que, como ya hemos dicho, divide el reflejo de las hermanas.

Cabe señalar la recurrencia de los títulos bicéfalos en esta sección cifrada por los simbolismos y elementos de la fotografía que, me parece, obedece a la dicotomía entre “distancia” y “cercanía” del lente, lo que levanta una frontera aparente entre la “no ficción” y la “fotografía”, la cual Iván Ruiz (2014) llama “equidistancia”. ¿Qué es eso? El punto intermedio entre la observación desde afuera (el alejamiento que permite una óptica fría y objetiva) y la observación desde dentro (la cercanía que permite una óptica subjetiva y encarnada). Aquí, ese estar adentro se revela por oposición en la presencia postiza del tú: “nos revelamos a nosotros mismos / en lo que fotografiamos” (46). En consecuencia, el otro se permea, se traspasa, o se trasmina por el yo. Es un testimonio del yo que nos retrata de cuerpo entero. Este proceso de la admiración que se convierte en identificación parte de asimilar los pronombres demostrativos como “Esa mujer se parece un poco a mí / eligiendo las esquinas de los bares” (39), en un dialógico: “Tengo tu edad y la soledad crece en mi vientre” (64) que poco a poco cobra aires de un narrador en segunda persona: “Mientes y cauterizas mi deseo con la sal de tu sueño” (94).

Y así cierra esa sección con una conjugación de la segunda persona, mientras que el resto del libro queda poblado por recuerdos en donde el miedo y el silencio lo llenan todo, algo que nuestra autora tabasqueña no podía soltar del todo considerando las circunstancias particulares del duelo que vivió y exorcizó en su poemario anterior Teoría sobre las aves (2015), que usa el vocabulario y los marcos teóricos de la ornitología para lidiar con la separación irreversible de la muerte: “Tu piel de canario nada supo de tu primer contacto con la muerte”. Sin duda, ha alcanzado al escucha ausente definitivo. No obstante, este recurso de valerse de otros códigos y metáforas transdisciplinarias marcaron su segunda etapa, como la astrofísica en Crónicas hacia Plutón (2022) o el derecho animal en Persona no-humana (2023); eso sin contar la intertextualidad con Virginia Woolf en su poemario Habitación en sombras (2021). Estos tres libros llevan un paso más allá la trasminación del yo en el otro, desde las cenizas de Clyde Tombaugh, hasta Sandra, la orangutana, pasando por los robots exploradores de Marte. El caso de Persona no humana resulta peculiar: nunca se llega a suplantar con un yo ficticio la voz de la orangutana, pero sí que hay una profunda identificación con ella, que viene de la compasión humana y de los ideales políticos en favor del derecho animal.

Asimismo, Sara Uribe desarrolla sus poemarios más crudos desde sus ideales políticos: 1) Magnitud/e sobre los magnicidios más famosos de México con fuertes alusiones monterrosianas a las moscas y por ende la putrefacción que trae consigo la muerte; y 2) Antígona González que incorpora una miscelánea de citas, distinguidas de la creación original con ayuda de una serie de marcas gráficas: corchetes, versalitas o cursivas, consignadas en el apartado final: “Notas finales y referencias”, ya que hacerlo de forma extensa a lo largo del libro rompería la ilusión de unidad polifónica con las referencias intertextuales al calce. Porque aquí las citas no son ejemplificaciones, sino partes naturales del discurso global; y el cruzamiento de registros (notas periodísticas, testimonios, versos y ensayos críticos) logra un doble efecto metatextual, pues al mismo tiempo que se reflexiona en el poemario sobre las dimensiones simbólicas de alguna Antígona (como las citas de Pianacci y Pablo Iglesias), el texto en su conjunto es un metatexto pues incorpora buena parte de la tradición literaria desde el clásico de Sófocles y eso es señal de una conciencia profunda del devenir literario, de modo que el término de “palimpsesto” no resulta simbólico, como lo usó Genette (1982), sino que es el sustantivo que mejor define a Antígona González.

Procedimiento que a fin de cuentas siguió utilizando, pero con tendencias más posmodernas, batiéndose entre sus dos polos: la metaficción y la autoficción: Abroche su cinturón mientras esté sentado (2017) y Un montón de escritura para nada (2019), donde la figura del yo lírico se diluye en el plural de la primera persona y en el diálogo indiferenciado, en donde el número dos, o receptor, manifiesta la intertextualidad del pastiche, acercándose más a la idea del poemario-conceptual en su periplo por expresar los problemas cotidianos y domésticos del alter-ego que escribe: la enunciante. Pero sobre todo de la magia y las desventuras de la cotidianidad en el hogar; algo que también hace Pereda en Habitación en sombras (2021): “¿Qué es un hogar? […] Una calle y un número / la seguridad de una llave en el bolsillo / […] La ternura de una boca que se sabe nuestro nombre” (19). En conclusión, ambas poetas encarnan la escritura como un acto político, de modo que a veces sus poemarios, como Antígona González o Persona no humana, se vuelven una suerte de cajas de resonancias: un dispositivo colectivo de enunciación.

Lo que nos demuestra una vez más que el yo lírico es tan sólo una declaración del sujeto que, a su vez pertenece a una declaración ficcionalizada (el poema), esto según Carreña (1991) quien afirma que: “todo lenguaje implica una apropiación plural y múltiple; lo que niega la historia única del yo” (7). Por lo que la trasminación del otro por el yo lírico no es más que una construcción, como cualquier otra ficción, y eso lo entendieron bien nuestras queridas poetas. Aplausos de cortesía. Acomodo mis hojas y disimulo los nervios con otro vaso de agua. Nadie me pregunta nada y puedo salir temprano a comer mole, cemitas, crepas de huitlacoche, ¡chalupas! Me despido con alegría de Diana del Ángel, Israel Ramírez y Luis Gabutti. El día es joven y el centro de Puebla queda a la vuelta de la esquina. ¿Acaso podría ser más feliz?

 

 

 

 

Referencias:

Carreña, Antonio (1991). “Los mitos del yo lírico: La voz a ti debida de Pedro Salinas”, en Inti: Revista de literatura hispánica, 1 (34), pp. 3-20.

Pérez Pereda, Beatriz (2010a). La impaciencia de la hoguera. Tabasco: Gobierno del estado de Tabasco.

_________________ (2010b). Trópico de ausencias. Tabasco: GUESA ediciones.

_________________ (2015). Teoría sobre las aves. México: Libros invisibles.

_________________ (2016). Un hermoso animal es la tristeza. Tabasco: Laberinto ediciones / Universidad Juárez Autónoma de Tabasco.

_________________ (2021). Habitación en sombras. Aguascalientes: Instituto Municipal Aguascalientes para la Cultura.

_________________ (2022). Crónicas hacia Plutón. Chiapas: Instituto Tuxtleco de Arte y Cultura.

_________________ (2023). Persona no humana. Nuevo León: CONARTE.

Plaza-Morales, Natalia (2019). “La deconstrucción del yo y la voz narrativa ‘travestida’: ¿Artificio estético o mecanismo de autofiguración?”, en Artifara, 19, pp. 173-186.

Uribe, Sara (2005). Lo que no imaginas. Nuevo León: CONARTE.

_________ (2012a). Siam. México: Tierra Adentro.

_________ & Marco Antonio Huerta (2012b). Magnitud/e. Tamaulipas: Gusanos de la nada producciones.

_________ (2012c). Antígona González. México: Sur+.

_________ (2017). Abroche su cinturón mientras esté sentado. México: Río Lejos & Secretaría de Cultura.

_________ (2019). Un montón de escritura para nada. México: Dharma Books + Publishing.

Zambrano, Álvaro F. (2023). “Encarnar la poesía lírica. Un itinerario de la voz poética, Orfeo y su (en)canto,” en Cuadernos de Literatura. Revista de Estudios Lingüísticos y Literarios, (20), e2016.

 

 

 

[1] Andros E. R. Aguilera (1998, CDMX). Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Ha participado en varios coloquios universitarios de la UNAM, la UAM-Iztapalapa, la Universidad de Guanajuato, el Colegio de San Luis (COLSAN) y el Colegio de México (COLMEX). Ha publicado algunas reseñas y artículos académicos en revistas como Senderos Filológicos, (an)ecdótica, Revista Zur, Irradiación, revista de Literatura y Cultura, Casa del Tiempo, FIGURAS, etc. Actualmente trabaja como docente a nivel bachillerato y como editor de una revista web.

 

 

 

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