Por Alonso Mancilla
“Se puede decir, por otra parte, que a partir del momento
en que la más ínfima esperanza se hizo posible
en el ánimo de nuestros conciudadanos,
el reinado efectivo de la peste había terminado”
Albert Camus, en La Peste.
Sabemos que el COVID-19 se terminará tarde o temprano, algunos expertos en salud dicen que en junio, no lo sabemos, pero tenemos certeza de que el virus más fuerte sigue presente y no tiene cuándo se termine y no, no estoy hablando del ser humano en abstracto, me refiero al sistema imperante de destrucción masiva, que acumula y, aun cuando “nos quedamos en casa”, aprovecha el momento para fortalecerse, o acaso no han visto cómo los bancos siguen funcionando, los supermercados siguen abiertos y el patrón ficticio, pero concreto, de Uber sigue acumulando.
Pareciera que el COVID-19 está por cumplir sus objetivos deseados, como lo hubo anunciado Albert Camus en La Peste, cuando el suero de Castel por fin había vencido a la enfermedad, no porque hubiera encontrado la medicina, pues nunca cambió el método, “se tenía la impresión de que la enfermedad se había agotado por sí misma o de que acaso había alcanzado todos sus objetivos. Fuese lo que fuese, su papel había terminado”.
Estamos frente a un escenario innovador, no antes visto en la historia moderna de la humanidad, frente al hecho de incertidumbre de saber si cambiará al país, la ciudad, la alcaldía o la colonia en la que vivimos y con ello, al ser humano; tampoco lo sabemos, pero creo, siguiendo a Camus, se plantearán muchos problemas nuevos, que harán necesario una reorganización de los antiguos servicios, todo el mundo tendrá que recomenzar de nuevo.
Sin embargo, comenzar, como si fuese una canción que pones en mute en la parte que no te gusta y subes de golpe el volumen para disfrutar de la que sí, o como cuando cambias de canal porque hay comerciales y regresas cuando ha comenzado nuevamente tu programa favorito, con el triunfo de la felicidad ―descifrada como el final del virus―, como apuntaba Camus en La Peste, negaría “tranquilamente, contra toda evidencia, que hubiéramos conocido jamás aquel mundo insensato (…) aquel salvajismo bien definido, aquel delirio calculado, aquella esclavitud que llevaba consigo una horrible libertad respecto a todo lo que no era el presente”. Si algún día despertamos así, viviendo la vida pausada por el astuto virus, como si antes de silenciar la vida no hubiésemos estado mal, como si en el mundo no se suicidara nadie, como si no hubiera homicidios, ni desigualdad, ni pobreza, o los feminicidios no fueran el pan de cada día, estaríamos negando esa vida indigna que nos impuso el capitalismo.
Ya entrados en tema, podemos decir que esta etapa del capitalismo, en la cual el mercado es amo y señor de todo y de todos, está apunto de desfallecer o, tal vez, de mutar, no podrá ser más como lo conocemos, y no podría suceder otra cosa, la gente, los ciudadanos, pueblos enteros y, por supuesto, las circunstancias mismas, exigen al Estado hacerse presente. Sin embargo, estamos muy lejos de transformar el sistema económico, el Capitalismo, ese no se termina, puede haber tsunamis, volcanes en erupción, terremotos, guerras mundiales y “cuando despertemos el dinosaurio seguirá ahí”.
El capitalismo se reinventa y puede ceder algunos pasos, pero no pierde el objetivo, seguir y seguir acumulando en pocas manos. Tal vez en esta ocasión se reduzcan aún más, puede que en este momento no termine en sangre ―como sus anteriores reacomodos―, pero será brutal, la clase trabajadora perecerá más rápido, incluso podría llegar a una media de vida de 50 años como máximo. Sin duda, podría pasar si el Estado no muta al mismo tiempo.
La nueva ―o no tanto― tarea del Estado tendrá que contener proteccionismo, nacionalización de bienes esenciales, regularización del sector empresarial y, sin omisión alguna, una fuerte organización social con sindicatos igualmente fuertes, sin mencionar la desmercantilización de los servicios públicos ―derechos en concreto―, principalmente del sistema de salud, y no debiéramos estar lejos de voltear a ver a nuestro referente más cercano.
Hoy, pareciera que se juega la legitimidad ideológica; por un lado, tenemos a un Estados Unidos que no muestra un gramo de solidaridad comunitaria para combatir al COVID-19 —ni si quiera como simulación: el héroe de guerra Hollywoodense (ni pá la foto) —; por otro, Cuba que de lleno entra al juego desde el primer día, mostrando el lado humano de una revolución: ese es el sujeto histórico concreto, el que ayuda a resolver los problemas de la humanidad. Cuba se ha vuelto un referente de solidaridad e internacionalismo, al mismo tiempo que combate su propia lucha contra el descarado bloqueo estadounidense.
Cuba, con esos logros que no son de su tamaño territorial, sino de esa gran revolución por la humanidad, ha logrado despertar de su letargo a muchas naciones que han visto cómo Estados Unidos sigue coartando la libertad, ya no política, pero sí económica de la gran isla caribeña y, aunque el Tío Sam haya penalizado a países que llevan cargas ―entre ellos los suministros médicos que venían de China― de otros países a Cuba, sigue siendo el referente ideológico, tanto político como económico, que dará respuestas a las nuevas tareas del Estado.
Por otro lado, la recesión económica en la que nos dejará el postvirus se deberá atender con la nueva tarea del Estado, tendrá que hacer que regresen las grandes empresas lo que han robado ―por lo menos un poco― por tantos años a los obreros y eso no podría lograrse sin la fuerza del Estado, por lo que tendría que imponer políticas que no sólo fortalezcan a los sindicatos, sino que los haga tener un papel importante en la planeación económica del país, es decir, “dar forma y disciplina permanente a esas energías desordenadas y caóticas, absorberlas, componerlas y potenciarlas, hacer de la clase proletaria y semiproletaria una sociedad organizada que se eduque, que consiga una experiencia, que adquiera consciencia responsable de los deberes que incumben a las clases llegadas al poder del Estado” (Gramsci, 1998: 34).
Estamos, por su puesto, en un estand-by político, en el cual, pasando el río del virus, tendremos que elegir qué canal tomar; si vamos hacia la derecha nos encontraremos con la destrucción masiva del planeta entero, y si nos desviamos a la izquierda, tendremos esperanza de crear el nuevo orden mundial. Sabemos que las transformaciones se hacen a partir de la toma de consciencia sobre la explotación que se vive por parte de la clase burguesa y, gracias al COVID-19, bien adentro de nuestras casas, reflexionamos, analizamos, pensamos, nos concientizamos y vamos, de a poco, deseando otro mundo.
De lo que se trata es de superar este sistema económico y político imperante, no simplemente el neoliberalismo —que vemos superado—, sino de transformar todas las relaciones que tenemos con todo y con todos, es decir, desarrollar un sistema mundo contra hegemónico que no acumule en pocas manos y que su naturaleza no sea la desigualdad social, es decir, unirnos en un objetivo común; que aunque seamos diversos, conjuntemos un nuevo modelo económico, político y social, que además ha de ser feminista, ya que si no cambiamos la relación que tenemos con la concepción de la mujer: la crianza de los hijos, la salud, la libertad y los derechos reproductivos, jamás llegaremos a transformar el mundo, pues, como lo dijo Georgina Alfonso, en conversación con CUBADEBATE,
[…] la Revolución cubana dignificó a la mujer, fue feminista. En aquel momento no se le llamó así por cuestiones muy cercanas a la mirada prejuiciosa que tenían los partidos comunistas sobre el feminismo, pero la Revolución de Octubre también fue muy feminista. Puso en manos del Estado por primera vez en la historia de la humanidad demandas reivindicativas de las mujeres (…) se usurpa y se negocia con el cuerpo femenino, se trata como objeto de placer. Entonces, no existe ningún proceso genuinamente radical y revolucionario si no dignifica a la mujer (…) la revolución pensada desde lo cotidiano, desde lo diverso, los pone el feminismo.
Por otro lado, no es que se tema a la única verdad que es la muerte, pues la única certeza que tenemos como especie humana es que vamos a morir; ahí no radica el problema del coronavirus, sino en lo controversial e indigno que resulta ser asesinado por un virus, por un asalto en el camión, por desnutrición, por no saber leer un señalamiento, por no tener cerca un médico o, simplemente, por ser mujer. Si dejamos a un lado la vida que nos hace vivir —o desfallecer— este sistema de terror, el problema es morir indignamente.
Asimismo, si no se viera, a todas luces, que la muerte del neoliberalismo es la mercantilización, ya no de lo público, sino de los derechos esenciales, seguiríamos pensando que “el pobre es pobre porque quiere”, incluso, la crisis del sistema, concretamente, se observa en la privatización de los sistemas de salud. Es mentira cuando dicen —¿quién lo dice? los medios masivos de comunicación, los políticos, la iglesia, la burguesía, los poderosos— que el COVID-19 no respeta género, raza y clase social; los poderosos se resguardan en sus fortalezas con todos los derechos —servicios— asegurados: médicos de cabecera, sirvientas y choferes que hacen las compras, las mejores aplicaciones de comida, dormitorios que son del tamaño de casas de la clase trabajadora, cocineras, todas las plataformas para ver películas —para no perecer por aburrimiento— y si ese “mal encierro” los cansa un poco, pueden ir a entrenar en sus gimnasios del sótano de ese su “humilde hogar” o se preparan un buen panqué. Aunque, por otro lado, prestan sus hoteles, casinos y estadios de fútbol para controlar la pandemia, el gobierno los acondiciona, les pone tecnología, luego ―además― se cobrarán solos, ya que la burguesía no debe tener pérdidas. Así es el sistema y comienza la purga.
Sí, en consecuencia, afuera, en las ciudades, la clase trabajadora es purgada; el virus se come a los ciudadanos inservibles que le dan pérdidas al mercado: la gente infectada de cáncer, de VIH, del corazón, de las vías respiratorias y, por su puesto, a los pensionados de la tercera edad. El neoliberalismo no soportaba más pagar tratamientos a los enfermos y mucho menos pensiones a personas que ya no le eran útiles, los viejos —que ya habían trabajado toda su vida— le generaban pérdidas; los enfermos, de cualquier edad, no trabajaban, se les tenía que pagar sus tratamientos —su derecho— y generaban pérdidas. Por lo que si no eras rico tenías que ser purgado, no eras parte del sistema. El COVID-19 no es el Thanos de los Vengadores, sus víctimas no son al azar.
Ésta no es una teoría conspiranoica o postapocalíptica, es un hecho de barbarie de la versión neoliberal del capitalismo, que es el virus letal en contra de la humanidad, y éste sí es pandémico. Además, al igual que en las épocas dónde se impusieron las dictaduras militares y el capital las usó cómo forma de recuperar las ganancias o para hacerse de otros mercados dentro de los países afectados, el coronavirus sigue la misma línea: represión y uso de armas como mecanismo de miedo para reprimir a los ciudadanos, pero eso no es lo más peligroso, sino la legitimidad que se le da al Estado para lograrlo.
Y es que hemos aprendido ―o nos han enseñado― que cuando el miedo se nos mete en las entrañas y nos sentimos inseguros, simplemente, comenzamos a delegar el poder sin conciencia alguna. Estamos, pues, ante una pérdida de soberanía individua, es nuestra libertad la que está en juego, por el temor es que nosotros hacemos caso a todo lo que dice el gobierno sin cuestionarnos nada, como si fuese un recetario, si sigues mal un paso sale mal el panqué, o un videojuego, si te equivocas en un paso, mueres, Game over.
Dejemos de ser cómplices del aparato represor del Estado, dejemos de ser ese policía vigilante de lo que hace el vecino o vecina, pues ponemos al otro en una cárcel domiciliaria, como si no fuera poco que las mujeres multiplicaran los trabajos de cuidado del hombre, convirtiéndose en esclavitud, pues cuando la prioridad del Estado se vuelve el virus, desampara a los y las más oprimidas.
Sin embargo, no todo está perdido, pues, justamente, cuando hay abandono del Estado, hay alternativas de vida, nuevas redes de solidaridad: huertos urbanos que proporcionan soberanía alimentaria, la naturaleza comienza a sanar, grupos de apoyo, cursos de formación política gratuitos y apoyo mutuo vecinal. Asimismo, al nivel supranacional, hemos confirmado que la única política gubernamental que sirve es la del país socialista, Cuba ha sido ejemplo de servir a la humanidad y no al capital que, precisamente, causó su tercera Guerra Mundial, no en la forma en que la conocíamos, pero sí de la misma manera en que la hemos visto terminar, con una gran recesión económica, para así abaratar ―aún más― la mano de obra y no tener pérdida en sus ganancias.
Pero depende de nosotros que no se reconfigure el capital, transformémonos nosotros y seamos ciudadanos del mundo. No tengamos miedo de enfrentarnos a la vida, que no es más que vivir con los problemas del día a día, entre los que entran los bichitos y demás circunstancias, con las que tenemos que lidiar y acabar, eso es la esperanza.