Por Alonso Mancilla
El 2 de octubre es una de las fechas más representativas de la historia de México, son bien sabidos los sucesos: la matanza de estudiantes en la plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco por parte del gobierno; una masacre cometida por el Ejército Mexicano y el grupo paramilitar Batallón Olimpia, por supuesto, por orden del presidente en turno Gustavo Díaz Ordaz y el secretario de gobierno Luis Echeverría ―la película Rojo Amanecer la representa perfectamente―.
Sin embargo, quisiera conducir el artículo por otro lado, y plantear la pregunta ¿para qué sirve la educación? en memoria de los estudiantes a quienes les arrebataron la vida aquel 2 de octubre. Por lo que, para responder, necesito hacer un recorrido sobre el tema de la educación, dado que no es fácil la respuesta.
Primero, quisiera situar a la sociedad en la que se vivía entonces; una sociedad, como algunos autores la han definido ―entre ellos, Michel Foucault― “Disciplinaria”, la cual opera como grandes centros de encierro, es decir, donde todas las personas pasan sucesivamente de un círculo cerrado a otro. En otras palabras, pasan de la familia a la escuela y, de ahí, al servicio militar, a la fábrica, para, posteriormente, asistir al hospital o a la cárcel (Deleuze, 1999: 5).
Y ¿qué tienen en común todos estos lugares ―como centros de encierro―? ¿qué pasa ahí? La Sociedad Disciplinaria resulta el modelo analógico ―es decir, un molde― para que cada persona, al ser encerrado/a, vigilado/a y castigado/a (Deleuze, 1999: 5), se discipline para que no piense o reflexione, por consiguiente, no se rebele para exigir derechos.
De ese planteamiento de los centros de encierros como moldes es desde donde podemos analizar el Movimiento Estudiantil del 68. A las y los jóvenes de entonces ―y los de ahora también― se les pretendía moldear para que fueran el buen hijo o hija, el buen trabajador/a, en fin, el buen ciudadano/a, y ¿qué es eso del buen ciudadano o ciudadana? Simplemente, que entre de un centro de encierro a otro para toda su vida: que obedezca al padre; que haga su servicio militar; que estudie no críticamente, sino como un paseo en línea recta, y al terminar, entre a trabajar; para volver a ajustarse al molde por excelencia, la familia. Así, sucesivamente, para todas las generaciones, que no sean un problema para el gobierno, que permitan funcionar una maquinaria perpetua de engranes perfectamente bien planificados.
Pero, ustedes dirán: está bien, es parte de la vida y de nuestros sueños. El problema es que este tipo de sociedad tiene como objetivo perpetuar la pobreza y la desigualdad: que unos pocos se enriquezcan a costa de nosotros, de nosotras, de ustedes, de los/las más empobrecidos ―el capitalismo―. Nos moldean para que obedezcamos, ya no solo a nuestra familia, a nuestro maestro o maestra, al jefe o jefa, al policía, al militar, al gobernante en turno, sino, y principalmente, al rico, al poderoso, al desalmado, al opresor.
Así pues, las y los jóvenes estudiantes del Movimiento Estudiantil del 68 no cabían en ese molde, quisieron escapar de sus familias disciplinantes, de esos trabajos disciplinantes, de la educación disciplinante y de todos esos centros de encierro: querían ser libres y construir otra sociedad, una democrática donde pudieran ser escuchados/as y ser participes de la misma.
Revisemos algunos puntos de su pliego petitorio, los estudiantes exigían:
- Extinción del Cuerpo de Granaderos, instrumento directo de la represión y no creación de cuerpos semejantes.
- Derogación del artículo 145 y 145 bis del Código Penal Federal (delito de Disolución Social), instrumentos jurídicos de la agresión.
- Deslindamiento de responsabilidades de los actos de represión y vandalismo por parte de las autoridades a través de policía, granaderos y Ejército.
Aquellas no eran solo peticiones estudiantiles, sino exigencias democráticas: la libertad estaba cada vez más reducida, más limitada y se les estaba conduciendo a una pérdida total y absoluta de la libertad de pensar, de opinar, de reunirse y de la libertad de asociarse.
Sin embargo, como si fuesen una masa, a las y los estudiantes los quisieron meter a la fuerza en el molde que terminó por romperse y ¿qué pasa con un recipiente roto? ¡habrá que repararlo! Por consiguiente, para arreglar las cuarteaduras, el gobierno utilizó el cuerpo policial y militar.
El gobierno comenzó a golpear, a reprimir, a meter a la cárcel, a desaparecer, a violentar, a intentar disciplinar a todas y todos los estudiantes, sin embargo, muy inteligentes ―perspicaces― ellos/ellas, el 13 de septiembre de aquel año, cambiando de estrategia, realizaron la famosa Marcha del Silencio, poniendo en práctica nuevas formas de protesta y de participación ciudadana que despertaron el interés y motivaron la unión, ya no sólo entre los y las estudiantes, sino con el resto de los habitantes de la Ciudad de México; convirtiéndose así, en un movimiento popular que cuestionaba las arbitrariedades y violaciones a los derechos humanos llevadas a cabo por el gobierno.
Por su parte, el gobierno, agobiado por las y los jóvenes, se hartó y decidió que tenía que aumentar la fuerza y la violencia para disciplinarlos/las, pues no hay que dejar de remarcar que era una sociedad que moldeaba por vía de la violencia. Es como si pensáramos en un padre o en un jefe que no puede hacer que su hijo/a o su trabajador/a piense como él o haga lo que él quiere, ejercerá violencia para someterlo/a y disciplinarlo/a —cabe destacar que hablo de padre o jefe como hombres (varones), pues, por su construcción, son los que generan más violencia (las mujeres, generalmente, no matan, no violan, no someten)―.
Sin embargo, esa violencia del gobierno al movimiento estudiantil solo hizo que aumentara la solidaridad, provocando una mayor movilización en otros espacios: las y los jóvenes salían a informar de lo sucedido a la gente en los parques, en los camiones, en las plazas; realizaban festivales, lecturas, obras de teatro; bailaban, pintaban y cantaban: era la utilización de la cultura y el arte como concientización y transformación de la sociedad.
De esa manera, este movimiento no violento ―para nada pretendía transformar la sociedad por vía de las armas―, ocupó el espacio para entablar un diálogo con las autoridades, pero estaba destinado a encontrarse con la acción policial, pues, “desafiar al sistema fuera de los canales institucionalizados se suponía arriesgarse a la represión policial” (Castells, 2012: 187).
Así, podemos apuntar que los movimientos sociales son movimientos emocionales. La insurgencia no empieza con un programa ni una estrategia política: el big bang de un movimiento social empieza con la transformación de la emoción en acción (Castells, 2012: 187). Por lo que, en consecuencia, cuando las y los estudiantes se sintieron humillados/as, ignorados/as, enclaustrados/as, en pocas palabras, disciplinados/as; tuvieron que convertir ese coraje, superando el miedo, en movilización ―y esto es lo mismo que le pasa a las y los jóvenes de hoy, si no las y los dejan ser libres, exigirán la libertad (para nada son rebeldes sin causa) ―.
El movimiento estudiantil del 68 se gestó en una sociedad que era un engaño, en ella se aprendía a odiar, y descubrir ese engaño era darle respuesta a la pregunta que hicimos al principio ¿para qué sirve la educación? Seguramente se estarán dando cuenta que estudiar, aunque te dé un mejor trabajo para sobrevivir en este mundo, no nos sacará de la pobreza, de la desigualdad en la que vivimos; pero sí servirá para no dejarnos someter, para exigir nuestros derechos, para liberar la mente, pero nos servirá, principal y fundamentalmente, para dignificarnos a nosotras, a nosotros mismos y, al mismo tiempo, a las demás personas: esa es la base de la educación.
La dignidad tiene que ver con descubrir el mayor engaño: la jerarquización de la sociedad, donde vale más quien tiene más dinero o el mejor trabajo, lo que es totalmente falso; absolutamente no vale más un rico que un pobre, ni un hombre que una mujer, ni un maestro/a que un barrendero/a, mucho menos alguien con estudios que uno/a sin ellos, ni un perro que un gato, ni un colibrí a una coconita, ni un girasol a una hierba; desjerarquizar la sociedad es la tarea de la educación y aquello por lo que se sigue luchando.