Por Alonso Mancilla
Este texto es el capítulo V del libro Hacia una pedagogía crítica de lo cotidiano, propuesta teórica que he escrito para implementación práctica en el mundo en el que habito y me rodea.
En la pedagogía del engaño nos han enseñado —y lo hemos aprendido brillantemente— a odiar, esta acción se ha extendido de manera sistémica de tal forma que funda nuestras relaciones con la naturaleza, las personas y los animales: podemos ver a hombres violar y asesinar mujeres, hombres asesinar hombres en las guerras, niños ponerles cuetes en los hocicos a los perros o quemar gatos dentro de bolsas de plástico y hasta, ingenuamente, verlos aplastar las más bellas flores en la naturaleza. A todo eso se le llama odio por lo otro, situación que pone en riesgo a la política y a lo político, tratando, si cabe el concepto, de exterminarla. Como señalara Marcia Tiburi en ¿Cómo conversar con un fascista?, “no hay mejor manera de destruir la política que haciendo uso eficiente del odio. Para destruir al otro es preciso destruir la política. Para destruir la política es preciso destruir al otro. Destruir al otro garantiza el fin de los sujetos de derecho y el fin del derecho de los sujetos” (Tiburi, 2015: 25).
Lo que pretende la pedagogía crítica de lo cotidiano es destruir el odio que practicamos en nuestra vida cotidiana, pues “quien siente odio, antes sintió miedo y antes sintió envidia” (Tiburi, 2015: 26), es decir, estamos ante una cultura del miedo y de la envidia creada por un sistema de opresión que nos humilla, que nos hace desear lo que no tenemos y que, si no lo conseguimos, envidiamos a los/las que sí —el cuerpo, la comida, el auto, el empleo y hasta su pareja—. Al mismo tiempo, tememos no poder alcanzar esos objetivos (pre)determinados por la “naturaleza” del sistema hegemónico. Justamente, eso nos causa una gran depresión y una prepotencia desorbitante ante las personas que están por debajo de esta jerarquía impuesta.
Así, podemos decir que “las diferencias de clase, raza, género y sexo, además del patrón de la normalidad física, son el foco del afecto odiador, que no resiste sin el miedo y la envidia. Es preciso intensificar la diferencia a través de su propio estigma para encontrar un blanco contra el que obrar con hechos y dichos” (Tiburi, 2015: 26). Esto quiere decir, que en la pedagogía del engaño el factor determinante para la acción, es decir, para tomar partido en torno a nuestras relaciones sociales, es el odio, éste es el punto de partida para movilizarnos, es por ello que, tanto el odio como el amor son categorías determinantes para la acción: tanto para la profundización del sistema imperante como para la transformación social.
Es importante darle la vuelta a la vida; de la misma manera que el/la opresor/a que ha aprendido a odiar, a destruir tras su vasta experiencia de ser violentado/a y “amaestrado/a” por el miedo, el ser de amor aprende a amar, a construir y a dialogar para transformar. Y si “el motivo por el que amamos es inversamente proporcional al que nos hace odiar” (Tiburi, 2015: 26), entonces, al igual que el odio, el amor no podría sobrevivir si no se alimenta cotidianamente, y es que, como supone la física, tiene un factor de impenetrabilidad: la resistencia que opone un cuerpo a que otro ocupe su lugar en el mismo espacio y por eso no pueden ocupar un mismo lugar; o como si fuese una paradoja del tiempo donde el sentimiento de acción —odio o amor— se encontraran viajando al futuro o al pasado, alguno de los dos tendría que desaparecer, anulando al otro y afirmándose el ganador. Esto quiere decir que el odio como acción, o el amor como acción, se disputan la visión del mundo, es por ello que la pedagogía crítica de lo cotidiano disputa la transformación social por medio del amor y en contra del odio, que es la legitimación de la jerarquía clasista, racista y patriarcal.
Podemos decir que el amor es un horizonte de comprensión que tiene en mente la dimensión real del otro, que no lo inventa como una proyección, que permanece abierta a su misterio. Si el amor es abierto al otro, el odio es cerrado a éste. Tendemos a no querer ver el odio que nos cierra porque nos disminuye. “No querer ver” es una trampa, pues todos nos vemos afectados por el odio y contribuimos con nuestra aportación a su persistencia.
Pensamos que el odio es siempre algo del otro, y ese es un engaño en el que cae quien nunca imaginó que es el otro de otro (Tiburi, 2015: 35).
Por eso mismo, como plantea Zygmunt Bauman en Amor líquido, para sentir amor por uno mismo, necesitamos ser amados, mientras que la negación del amor, es decir, la privación del estatus de objeto digno de ser amado, nutre el autoaborrecimiento, pues el amor a uno mismo está edificado sobre el amor que nos ofrecen los demás, o sea que los otros deben amarnos primero para que podamos empezar a amarnos a nosotros mismos (Bauman, 2006: 108). En consecuencia, amar u odiar, repercutirá en nuestra esencia de construirnos como personas autoritarias/fascistas así como democráticas; y no olvidemos que la democracia tiene que ver con escuchar sin jerarquías al otro, a la otra.
Por otra parte, analizando la frase de Nietzsche en Así habló Zaratustra, quien aseguraba sobre el más repugnante bicho que había encontrado y bautizó con el nombre de parásito que: éste no ha querido amar, pero sí vivir del amor. Pero realmente ¿qué significa ser un parásito?, ¿por qué vive del amor?, ¿por qué no ha querido amar?, ¿qué es amar?, ¿qué es el amor? De esa manera, el amor, como ya lo habíamos conceptualizado anteriormente, es querer la libertad, la independencia total del otro/a, la emancipación completa del ser al que se ama —porque liberación del ser es regresar la dignidad al ser humano/a—, esto es, la afirmación espontánea del otro/a. Por consiguiente, un parásito, que no es otra cosa que un organismo que vive sobre un organismo y se alimenta a expensas de él, se ha desarrollado, crecido y alimentado de las personas que sí aman; de las mujeres principalmente, pues como dice Marcela Lagarde, “para las mujeres, el amor no es solo una experiencia posible, es la experiencia que nos define” (Lagarde, 2001: 12). Esto sucede porque, siguiendo a Lagarde, las mujeres han sido configuradas socialmente para el amor, es decir, han sido construidas por una cultura que coloca el amor en el centro de su identidad (Lagarde, 2001: 12). Será por eso que Plantón, en El banquete, no pudo definir lo que era el amor, pues, como afirma Tiburi, las mujeres no estaban allí por la misoginia de los filósofos, pero tampoco el amor se encontraba ahí, ya que los hombres no eran capaces de entrar en contacto con esa gran figura de la alteridad representada por las mujeres y por el amor (Tiburi, 2015: 100).
Asimismo, cuando se dice que las mujeres son seres de amor por su configuración cultural, esto es, por un mandato, quiero decir un rol social que les impuso el sistema patriarcal y capitalista, estamos haciendo referencia a que tienen un rol de cuidadoras; éste, además, es un principio de explotación —casi esclavista— de los hombres —tanto obrero como burgués— sobre las mujeres, pues sin los cuidados que les dota no podrían adquirir la energía para trabajarle al burgués que, al mismo tiempo, hace un doble robo: a la mujer para mantener con energía al marido y a él, como obrero, le explota su corporalidad a través del trabajo. También, en esa tarea del cuidado, las mujeres han aprendido a amar al opresor, es decir, “la primera relación amorosa es con quien las cuida. En el patrón tradicional de género es casi siempre la madre quien cuida a sus criaturas. En esa relación aprendemos a amar” (Lagarde, 2001: 13).
Del mismo modo, los cuidados son la característica fundamental del amor, pues cuando la madre nos cuida, nos está mostrando su amor, ya que es un cuidado libre y sin ningún tipo de relación económica-política: nos cuida para que estemos sanos/as físicamente, para que podamos ir a la escuela sin complicaciones y hasta nos apoya para cumplir nuestros sueños de vida, ella siempre está presente, inclusive cuando nos ha dejado la pareja; pero también en los cuidados, cuando los brindamos hay amor: cuando cuidamos a la abuela o abuelo, al padre o madre, al hermano/a —no importa la edad—, inclusive cuando cuidamos al perro o al gato, aprendemos a cuidarlos/as a través del amor. Simplemente que, diciendo una obviedad, son las mujeres a las que se les ha dejado el trabajo de los cuidados, son ellas las que cuidan a todas las personas, a los animales y a la naturaleza, son ellas las que han aprendido a amar.
Por otra parte, respondiendo a la cuestión ¿qué significa ser un parásito del amor? Y el o la lectora se estará dando ya cuenta del asunto, los hombres son/somos los que se han/hemos beneficiado del amor, lo hemos parasitado, pues, aprovechándonos de los cuidados que nos brinda la abuela, la madre, la hermana, la novia y la esposa o la pareja que brinda ese “servicio”, hemos podido —o por lo menos acercarnos— a cumplir nuestras metas de vida y ellas, por el amor que nos tienen, se han sacrificado por nosotros. En otras palabras, hemos explotado a las mujeres a través del amor, algo que debería ser recíproco; entendiendo así que la forma de parásito es la explotación, siendo éste el hombre en el sistema patriarcal y el burgués en el capitalismo: opresores en la vida cotidiana y en la economía, en su forma política.
De esa manera, tenemos que aprender a amar y eso no podría ser de otra forma que cuidando, se tiene que terminar la idea que nos impuso la pedagogía del engaño de que los cuidados es un rol social que determina a las mujeres; todos y todas debemos de aprender a cuidar de toda la vida en el planeta, eso hará que pasemos a movilizarnos, a la acción de transformar el mundo, pero empecemos por la vida cotidiana, deslegitimando esa forma de pensar y estar en el mundo a partir del capital y el patriarcado, para generar una contrahegemonía cultural y disputar el Estado.
Hay que recordar al Che Guevara, en su texto El socialismo y el hombre en Cuba:
Déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad. Quizás sea uno de los grandes dramas del dirigente; éste debe unir a un espíritu apasionado una mente fría y tomar decisiones dolorosas sin que contraiga un músculo. Nuestros revolucionarios de vanguardia tienen que idealizar ese amor a los pueblos, a las causas más sagradas y hacerlo único, indivisible. (…) Todos los días hay que luchar porque ese amor a la humanidad viviente se transforme en hechos concretos, en actos que sirvan de ejemplo, de movilización (Guevara, 2011: 14).
El Che Guevara sabía perfectamente que el amor es un movilizador y es una cualidad de las personas que quieren ser parte de la transformación social, ya que, quien no ama, no se mueve, ejercitando así su individualidad. Por ello, el amor, además de ser movimiento, es para el otro, para la otra, para la colectividad: me muevo porque te amo. Entonces, cuando el Che dice que el/la revolucionario/a está guiado/a por grandes sentimientos de amor, que a la vez es libertad, quiere decir que se mueve todo el tiempo; se mueve en el rompimiento de sí mismo/a, en su construcción, reconstrucción y deconstrucción -desestructurarnos de las estructuras con las que tendemos hacia el sentido, diría Darío Sztajnszrajber-, pero siempre fijándose en alguien más, esto es, me muevo para ser mejor persona, para ser libre, para liberarme liberando al otro/a, sin jerarquías, sin opresiones y sin ataduras, amando a las otras/os, transformándonos. Por consiguiente, cuando Guevara dice que el ser que ama tiene que tomar decisiones dolorosas no está especulando en afirmar contundentemente que, como lo dijimos en análisis pasados, la autoridad —se es autoridad por la experiencia y no por la edad o por el puesto que ejerce, pero una experiencia que además ha conocido la libertad— tiene la responsabilidad de responsabilizar de sus actos a los y las individuas que han actuado en contra o han puesto en riesgo a la colectividad, a la comunidad, la cual le otorga el derecho de reivindicación, de la deconstrucción, en concreto, de amar.
Es como dice Darío Sztajnszrajber en Filosofía en 11 frases, el amor es querer saber y
está condicionado por el querer que lo impulsó y el querer conforma la búsqueda, la moldea. (…) pero al querer nos proyectamos sobre lo querido y lo intervenimos. (…) Como si hubiera una fuerza, algo, o algo menos que cualquier cosa identificable que nos trasciende y nos tiende hacia afuera de nosotros mismos. (…) Algo, alguien, lo que sea, lo previo a algo, lo previo a lo previo, nos empuja a salirnos de nosotros mismos hacia el afuera, hacia el otro (Sztajnszrajber, “Ama y haz lo que quieras”, 2018: párrafo 4 y 5).
El amor, justamente, supone impulso, que es búsqueda o intención de querer buscar, nos empuja hacia el otro o la otra y si nos proyectamos sobre lo que se ama, esto es, si nos queremos libres y nos proyectamos hacia los/las demás como libres, podemos dar marcha a la acción.
Prosigue Sztajnszrajber:
Entiendo, pero de este modo, se inhibe de discutir la naturaleza del amor y se justifica cualquier cosa. Más si la definición de amor de la que partimos supone mi propia expansión y el desotramiento del otro. Los peores actos de violentamiento del otro se hacen por amor; o con menor intensidad, cuando un padre le impone a su hijo sus normas, sus deseos, su concepción del mundo, lo hace —según él— por amor, expandiendo su mismidad sobre la ajenidad de un hijo que, al revés de los discursos imperantes, comienza a perder su autonomía no bien se produce su nacimiento. Me gusta más pensar la frase como aquel decididor que permite distinguir si en el encuentro con el otro se prioriza al yo, o si, a la inversa, se prioriza al otro. Si hay amor, cualquier diferencia, cualquier conflicto, no lleva a la violencia, sino todo lo contrario: finalmente, como hay amor, que cada uno haga lo que quiera, que en el fondo, el amor garantiza la apertura, la falta de sobrepasamiento (Sztajnszrajber, “Ama y haz lo que quieras”, 2018: párrafo 63).
De esa manera, lo que propone Darío es cierto, o por lo menos estamos de acuerdo, en nombre del amor no se puede oprimir a nadie, pues si se hiciese estaríamos hablando de otra cosa, pero no de amor. De lo que se trata es de que en nombre del amor se deje nacer al otro, a la otra y no lo deje, de por vida, dentro del vientre; que nazca liberándose y que pierda el miedo a la libertad, que se haga libre. En consecuencia, cuando hay amor, el conflicto —que es político— se resuelve dialógicamente y no por vía de la violencia, pues, al haber diálogo, hay escucha con los oídos bien abiertos y no sordos: de lo que se trata es de priorizar al otro/a que siempre soy yo, y de ese modo se hacen escuchar sin perder su mismidad, sin anularse. En otras palabras, “no puede ser un dar que ya posea un objetivo en el otro porque así lo contamina. El movimiento siempre es de uno en contra de uno. Y para que el otro sea. Me retiro para que el otro sea…” (Sztajnszrajber, “Ama y haz lo que quieras”, 2018: párrafo 73).
“Decir amor en tiempos de odio es un gesto anacrónico. Un gesto anticuado, de otra época. Por tanto, un gesto que puede causar vergüenza o, por lo menos, inhibición en quien se preocupa de la relación entre discurso y acción” (Tiburi, 2015: 97). Es precisamente por eso que hablar de amor en un contexto donde se odia y se jerarquiza la vida no es pertinente socialmente, pues puedes terminar siendo la burla de la familia, del grupo, de los amigos —con “o” de varón— y de todos los sectores en los que nos interrelacionamos. Estamos tan inmersos en la cultura del odio que actuar amorosamente, además de ser una responsabilidad histórica y de valientes/as, es una contrahegemonía de la rebeldía.
Por eso, y con miedo a equivocarme, amor es amor por donde quieran verlo. No se puede odiar en nombre del amor, así como tampoco hay ternura de cualquier nivel, pues ella tiene que ver con las personas merecedoras, es decir, es una categoría política del capitalismo, y el amor, simplemente, es acción para la transformación social, así lo entendemos desde la pedagogía crítica de lo cotidiano. Dicho de otro modo, “quien habla de amor, también puede estar, de algún modo, fuera de lugar, bien sea para endulzarlo con ese sentimentalismo publicitario que, para vender cosas, recurre a sensaciones y simulaciones de sentimientos, bien para intensificarlo en la pasión amorosa posesiva y cruel que conduce a crímenes, a maldades de todo tipo que los amantes comenten unos contra otros” (Tiburi, 2015: 99).
Así, podemos decir que el amor, en la pedagogía crítica de lo cotidiano, es la interminable lucha contra el poder y la jerarquía de uno/a mismo/a para con las demás personas y esto supone una lucha por volver a la vida, ya que como opresores estamos muertos, puesto que no conocemos la política, el reconocimiento al otro, a la otra. En contraste, “la vida implica nuestra potencia para la relación simbólica con el otro, que es siempre una relación de reconocimiento. Aquel que no conoce la alteridad está muerto. Está políticamente muerto. No obstante, quien está políticamente muerto, está muerto” (Tiburi, 2015: 86). De esa manera, ¿imagínense a las personas muertas —que no reconocen a las demás— imponer las reglas del juego? lo cual hacen por medio de la pedagogía del engaño, son personas muertas que hacen reglas para muertos en un mundo muerto. Esto significa que no hay un mundo donde vivir y donde reinventar la vida, lo que da como resultado el suicidio, como planteara Marcia Tiburi.
Por su parte, la pedagogía crítica de lo cotidiano propone regresarle la vida al mundo, donde se pueda reinventar la política, donde se pueda vivir y morir con dignidad, y no como quiere la gente muerta, odiadores: capitalistas, racistas, machistas, jerárquicos/as. Esta pedagogía es una apuesta por la vida, por la dignidad de las personas, por la democracia, por un mundo nuevo para la naturaleza, para los animales, para las mujeres, para niñas y niños, para todas las personas; una vida digna de ser vivida y que apuesta por el amor como el factor de acción.
Así pues, para ir concluyendo, si somos capaces, si nos damos la oportunidad, si somos valientes, si somos rebeldes y nos atrevemos a lo imposible, al amor como acción, comenzaremos a ser partícipes de la transformación, pues la madre, el padre, la maestra, el maestro, el jefe o la jefa, el o la congresista y hasta el gobernante o gobernanta que amen, podrán escuchar, con autoridad, a toda persona o movimiento social que quiera ser oído y eso hará a un gobierno crítico, por y para la gente oprimida.