La importancia de la Constitución de 1917 y la crisis económica de 1929 en la conformación del Estado mexicano posrevolucionario (1917-1940)

Por Francisco Octavio Valadez Tapia*

Este texto propone reflexionar dos cuestiones de forma articulada que se relacionaron con la conformación del Estado mexicano posrevolucionario del período 1917-1940. Primera cuestión, ¿cuáles fueron algunas de las circunstancias internacionales que repercutieron en la elaboración y aplicación posterior de la Constitución de 1917, y de qué manera favorecieron a la fracción ganadora de la Revolución Mexicana? Segunda cuestión, ¿en qué consistió el corporativismo cardenista y cuáles fueron algunas de sus repercusiones para la sociedad mexicana?

Para comenzar, es importante tener en cuenta que no obstante la Revolución Mexicana consistió en un movimiento interno del Estado mexicano, para nada estuvo aislada del contexto internacional, ni de la política de potencias extranjeras como Estados Unidos (EE. UU.). Cuando dio inicio la Primera Guerra Mundial en 1914, los EE. UU. tomaron sus precauciones, pues, aunque en inicio fueron neutrales, sabían que tal conflicto los podría llegar a afectar. Empresarios estadunidenses tenían fuertes inversiones petroleras en México, y por lo mismo presionaron para que su gobierno interviniera en el proceso revolucionario mexicano. Al principio, el gobierno norteamericano dio su apoyo a los constitucionalistas y, luego, jugó con las contradicciones entre carrancistas y villistas, hasta brindar su apoyo a Venustiano Carranza después de las batallas del Bajío.[1] “Durante la Revolución, el gobierno estadounidense [mostró] su influencia en los acontecimientos mexicanos mediante dos instrumentos: aprobando o prohibiendo el comercio de armas, y con la tolerancia o intolerancia ante las actividades de mexicanos refugiados en su territorio” (Aboites y Loyo, 2010:208).[2]

Lo antes señalado advierte que para comprender adecuadamente el movimiento armado de 1910-1917 y la Constitución Política devenida del mismo es necesario considerar la influencia del contexto internacional, la influencia de las potencias extranjeras y los intereses jugados en México. Para ello no es suficiente considerar las inversiones que tenían en los Estados Unidos Mexicanos tales países (v. gr. EE. UU. e Inglaterra); hay que tener presente que, además, con el inicio de la Primera Guerra Mundial, los recursos petroleros y minerales mexicanos se convirtieron en cuestión necesaria de controlar, y soslayar que el enemigo pudiera hacerlo. Este fue un asunto preponderante a lo largo de la Revolución Mexicana, y que fue recuperado en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917, p. ej. en el artículo 27. Este artículo —y la Constitución en su conjunto— implicó que, por una parte, la fracción ganadora revolucionaria —representada sobre todo por los sonorenses Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles— tuviera un instrumento idóneo para la conformación de un gobierno fuerte dirigido a “extender y consolidar el mercado interno nacional [y] convertirse en director o cuando menos en verdadero árbitro de los sectores urbanos o modernos de la producción” (Córdova, 1994:19)[3]; por otra parte, implicó una tensión entre Estados Unidos y México, pues “los intereses de petroleros y mineros [estadunidenses] rechazaban el artículo 27 constitucional, que establecía la propiedad originaria de la nación sobre el suelo y el subsuelo” (Aboites y Loyo, 2010:198).

Ahora bien, si durante el periodo revolucionario México estuvo vinculado con los hechos internacionales y la influencia estadunidense, la “crisis mundial de 1929 abrió paso a una nueva época en la que México, como muchos otros países, quedó vinculado de manera más estrecha y directa a fenómenos mundiales” (Aboites y Loyo, 2010:225). Fue en el Maximato[4] que se presentó la crisis económica de 1929, originada en la Bolsa de Valores de Nueva York, y que se propagó aceleradamente al resto del mundo.

La crisis económica de 1929 tuvo profundas repercusiones en los Estados Unidos Mexicanos, manteniéndose hasta bien entrada la década de 1930, dado que el país, debido a su dependencia de los mercados internacionales, resintió hondamente las consecuencias. Así, disminuyó seriamente la demanda externa de los productos nacionales, sobre todo materias primas agrícolas y recursos minerales. Igualmente se vieron afectados el petróleo y la minería, a la vez que bajó el precio de los minerales de exportación, i.e., la plata, que al disminuir sus ventas ocasionaron que se redujeran los ingresos por exportación de tales productos; “la crisis de 1929, al debilitar las exportaciones de productos minerales (plata, cobre) y agrícolas (henequén, café), reforzó las voces que insistían en el desarrollo del mercado interno y de la industria, en lugar de la alicaída actividad agroexportadora” (Aboites y Loyo, 2010:225).[5]

Otra consecuencia relevante del impacto de la crisis económica de 1929 en los Estados Unidos Mexicanos fue que el proyecto de desarrollo económico que hasta el momento imperaba se hizo poco viable, ya que se basaba en la exportación de materias primas, en otras palabras, continuaba siendo el antiguo modelo exportador primario, parecido al implementado en tiempos del Porfiriato, pese a la Revolución Mexicana. Esto generó que fuera urgente el diseño de otro proyecto de desarrollo capitalista. “Salir de la crisis obligaba a resguardarse de la competencia externa y a buscar nuevos modos de explotar los recursos disponibles” (Aboites y Loyo, 2010:230).

Al final, la gran depresión fue uno de los elementos que obligó al gobierno mexicano emanado de la fracción ganadora de la Revolución Mexicana a poner en marcha innovaciones en materia de conducción económica y política que tuvieron como herramienta base la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917 y que a la postre desembocaron en la conformación de un Modelo Industrial por Sustitución de Importaciones (MISI) en el campo económico, “en el combate a la crisis de 1929 el Estado mexicano se hizo de importantes instrumentos económico-financieros que le dieron mayor solidez, ya que amplió su capacidad de influir en la economía nacional” (Aboites y Loyo, 2010:238). También desembocó en la constitución de un Estado autoritario con un fuerte componente corporativista[6] y populista representado en la figura del Presidente de México Lázaro Cárdenas del Río, cuyo periodo presidencial fue de 1934 a 1940; de hecho, “sin la crisis de 1929, que debilitó a las de por sí empobrecidas haciendas, muy seguramente habría sido imposible el programa agrario del cardenismo” (Aboites y Loyo, 2010:231).

Lázaro Cárdenas del Río persiguió atraerse el apoyo popular desde el comienzo de su mandato presidencial y tuvo en mente la implementación de una política cuyos aspectos básicos se concentraron en reformar el régimen político, suprimir el Maximato, restablecer el presidencialismo deteriorado por el Jefe Máximo y colocar al partido oficial –el entonces PNR– a disposición del propio Presidente de la República. Como Cockcroft (1998) menciona: “Si Cárdenas quería convertirse, en términos modernos, en ‘su propio hombre’ o en ‘capitán de su propio equipo’, tenía que desafiar a la poderosa maquinaria de Calles, con su control de partido político nacional y sus conexiones con las grandes empresas, los líderes obreros de la vieja guardia (CROM), la comunidad de inversionistas extranjeros y el ejército” (p. 151).

Aunado a ello, la estrategia política pensada por Cárdenas del Río incluyó gobernar con un vasto apoyo popular, lo cual implicó realizar un conjunto de reformas económicas y sociales –v. gr. la expropiación petrolera o la denominada educación socialista[7] para allegarse el apoyo de las masas y conseguir también el control sobre estas, fueran obreros o campesinos. En esta tesitura, en febrero de 1936, Cárdenas del Río dio a conocer sus Catorce puntos: amplia táctica populista y corporativista dirigida a la mayoría de las clases y grupos sociales, con énfasis en aquellos que contaran con algún tipo de poder potencial o real, con la finalidad de posicionarlos bajo la regulación del Estado mexicano.

Los “Catorce puntos” de Cárdenas animaban a los trabajadores a formar un “frente unido”, con el que negociaría el gobierno “con exclusión de los grupos minoritarios que puedan decidir continuar” (por ejemplo, la CROM). Advertía a los industriales que en caso que interrumpieran la producción en las fábricas “debido a las demandas de los sindicatos”, las fábricas podrían según derecho ser entregadas “a sus trabajadores o al gobierno” (una advertencia contra el uso por parte de los propietarios del cierre de fábricas y el lockout). Por otra parte, también animaba a los empleadores “a asociarse en un frente unido” –lo que muchos de ellos hicieron rápidamente, formando cámaras de comercio e industria en muchas ciudades de todo el país. Cárdenas aplaudía el crecimiento de la industria, ya que el gobierno “depende de su prosperidad para obtener sus ingresos a través de los impuestos. Y urgía a los capitalistas “a no seguir provocando agitaciones”, porque “esto traerá la guerra civil” (Cockcroft, 1998:157).[8]

Aunque lo anterior no fue obstáculo para que Cárdenas del Río no aplicara una política del palo y la zanahoria, consistente en la manipulación presidencial de la fuerza laboral, que iba “desde aprobaciones del socialismo hasta negaciones de que lo buscase; desde un apoyo decidido a los trabajadores en huelga hasta declarar las huelgas ilegales; desde aparecer en manifestaciones obreras hasta enviar tropas para reprimirlas” (Cockcroft, 1998:153).

Lo anterior fue con el propósito de promover la consolidación de un capitalismo regulado y apoyado por el Estado mexicano, así como poner en marcha un nuevo proyecto de desarrollo consistente en una reforma agraria que otorgara poder adquisitivo al campesinado para integrarlo al mercado interno; controlar, a través del propio Estado, determinados sectores estratégicos de la economía, como el petróleo, pilar del MISI; y, por medio del desarrollo del mercado interno, alentar la fabricación de productos que anteriormente se compraban únicamente en el mercado externo. Esto pudo llevarse a cabo a partir del pacto social y político[9] que representaba la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917, herramienta base del Estado mexicano.

Con la burguesía mal llamada “nacional”, débil y dividida, aparentemente otras clases tenían una buena oportunidad para eliminar de una vez por todas su hegemonía parcial. Pero éstas eran demasiado débiles. Incluían una pequeña burguesía relativamente sin dirección y muchos grupos indistintos de clases intermedias. Los trabajadores y campesinos cooptados dependían del Estado, un hecho que recortaba la autonomía de su desafío. En una situación semejante, sin ninguna clase o fracción de clase capaz de afirmar una hegemonía claramente definida, el Estado se presentaba como árbitro natural y poder central en la guerra de clases de México (Cockcroft, 1998:154).

A la larga, la situación antes citada devino durante el siglo XX en la conformación de un presidencialismo relativo a que el Poder Ejecutivo se fortaleció como el único o, por lo menos, principal camino para que el Estado desempeñara un papel central en el desarrollo de los Estados Unidos Mexicanos, adquiriendo un matiz populista y corporativista constante, que más de una vez tomará a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos como una herramienta base.

 

 

 

Bibliografía.

Aboites, Luis y Loyo, Engracia (2010). “La construcción del nuevo Estado, 1920-1945” en Historia general de México ilustrada, v. 2. El Colegio de México / Cámara de Diputados, pp. 197-259.

Carbonell, José (2002). El fin de las certezas autoritarias: Hacia la construcción de un nuevo sistema político y constitucional para México, Instituto de Investigaciones Jurídicas – Universidad Nacional Autónoma de México (Ser. Doctrina Jurídica, 84).

Cockcroft, James D. (1998). “El corporativismo y Cárdenas: 1920-1940” en La esperanza de México. Siglo XXI, pp. 138-169.

Córdova, Arnaldo (1994). La formación del poder político en México. Ediciones Era.

——– (2010, 16 de mayo). “Qué es la Constitución” en La Jornada (periódico en línea). Desarrollo de Medios. Disponible en https://www.jornada.com.mx/2010/05/16/opinion/019a1pol

* Licenciado en Ciencia Política y Administración Urbana por la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Licenciado en Comunicación y Cultura por la UACM. Maestro en Ciencias Sociales, con Especialidad en Estudios Políticos, por la Universidad Autónoma de Querétaro (UAQ). Doctorando del Posgrado en Estudios de la Ciudad de la UACM. Estudiante de la Licenciatura en Filosofía e Historia de las Ideas de la UACM. Correo electrónico: maestroactor@yahoo.com.mx

[1] Las denominadas batallas del Bajío refieren a las batallas de Celaya y La Trinidad (en León), ocurridas entre abril y junio de 1915, que significaron el principio del fin para la División del Norte, la otrora poderosa milicia de Francisco Villa que, tras el embiste de las fuerzas federales dirigidas por Álvaro Obregón, fue paulatinamente disminuida y desarticulada.

[2] Los corchetes son míos.

[3] Los corchetes son míos.

[4] Siguiendo a Aboites y Loyo (2010): “Calles era el ‘Jefe Máximo’, como alguien lo apodó; por tal razón a este periodo (1929-1935) se le conoce como ‘Maximato’. El presidente Ortiz Rubio intentó poner remedio a esa situación anómala, pero se vio obligado a renunciar en septiembre de 1932. En su lugar fue designado Abelardo L. Rodríguez, otro general sonorense, también interesado en hacer negocios privados aprovechando los puestos públicos. Rodríguez concluyó el tortuoso sexenio 1928-1934 para el que había sido elegido el extinto Obregón. En la sucesión Ortiz Rubio Rodríguez ya no hubo violencia militar pero sí un desprestigio creciente de la clase gobernante e incluso del propio Jefe Máximo. Pero su fuerza persistía. Además del PNR [Partido Nacional Revolucionario], de su ascendencia política y de su prestigio en el ejército, los callistas controlaban gobiernos y congresos locales” (p. 233) [Los corchetes son míos].

[5] Los paréntesis son del texto consultado.

[6] De acuerdo con James D. Cockcroft (1998), el corporativismo es “un sistema político que para su legitimidad y perpetuación cuenta con una política de masas, en donde el Estado capitalista otorga modestas concesiones a los movimientos populares y sujeta a las organizaciones de masas a su tutela y en donde quienes se resisten a tal incorporación son generalmente reprimidos con la fuerza del Estado. El partido oficial sirve como comité administrativo de los asuntos de las organizaciones de masas en los asuntos de elecciones nacionales y locales” (p. 139).

[7] La educación socialista de Cárdenas del Río consistía en “entrenar una fuerza laboral mejor preparada. Como afirmaba el presidente en una circular del 30 de junio de 1934, ‘Es necesario estimular una enseñanza utilitaria y colectivista que prepare a los alumnos para la producción, que fomente el amor al trabajo como obligación social’” (Cockcroft, 1998:153) [Las comillas son del texto consultado].

[8] Las comillas, las cursivas, los guiones y los paréntesis son del texto consultado.

[9] De acuerdo con el politólogo Arnaldo Córdova (2010: periódico en línea), “la Constitución es siempre la misma, o sea, un pacto político. No es una ley, aunque esté escrita. Ella no manda, como cualquier ley; ella instituye. Cada artículo de nuestra Carta Magna es una institución, no una ley […]; en todos los casos viene a ser siempre lo mismo: un contrato social y político, en el más estricto sentido russoniano, un pacto del pueblo para fundar y organizar su Estado y darle un régimen de derecho” [Los corchetes son míos].

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