Por Alonso Mancilla
“En lugar de matar y morir para
producir el ser que no somos,
tenemos que vivir y hacer vivir
para crear lo que somos”
Albert Camus
El problema de la Guardia Nacional no radica en la militarización del país, tan sólo el tránsito cotidiano de la policía y el ejército por todo el territorio nacional ya es una forma de militarización ―aunque ambas tienen sus tareas específicas en la constitución y demás protocolos―. El problema se funda en la utilización de la guardia nacional. Así pues, quisiera abordar el tema por medio de dos interrogantes ¿a quién le sirve la guardia nacional? y cumpliendo su cometido ¿qué sigue?. Si bien el asunto del poder legítimo de represión es bastante complicado, pues nos encontramos entre diferentes conceptos básicos ―Soberanía, Sociedad Civil y Estado―, que si no se contextualizan se pierde la discusión, abriré un breve debate. Teóricamente, la legitimidad en la que se basa el Estado está dada por los contractualistas y liberales Locke, Rousseau, Montesquieu y, principalmente, Hobbes, que proponen salir de un estado de naturaleza en el que nadie puede asegurar su propiedad ni su vida, como dice Hobbes, “el hombre es el lobo del hombre”, por lo que hacen un contrato civil entre aquellos hombres libres y transitan a un Estado civil, que es la suma de voluntades en una sola voluntad soberana. Por consiguiente, ese Estado asegura la propiedad y la vida de aquellos hombres, situación que le da legitimidad para actuar por medio de la violencia, en representación del ejército y la policía, con el fin de preservar sus bienes y su vida. Así pues, el Estado debe cumplir con las tareas que le exigen sus ciudadanos y ciudadanas representadas en la constitución, es decir, el derecho a una vida digna: tener un trabajo, servicios de salud, educación de calidad, poseer una vivienda y principalmente asegurar su vida. Consecuentemente, así es como funciona (o debería) el Estado nacional mexicano. No obstante, podríamos discutir si nos gusta o no, la necesidad de transformarlo o su desaparición, pero ese es otro debate que no interesa en este artículo. Ahora sí, al tema que nos atañe, el uso legítimo del aparato de fuerza ―de represión, para ser más exactos― del Estado, en representación de la policía, el ejército y la guardia nacional. Dicho aparato legítimo del Estado a lo largo de la historia de la humanidad ha servido para defenderse de amenazas externas ―lo que debería ser su uso principal―, pero también de amenazas internas, pues en el intento de ser un Estado nacional con identidad propia ha excluido y reprimido a movimientos sociales y a pueblos originarios que no se sienten parte de esa identidad nacional, por lo que, cuando el Estado se siente amenazado por aquellas identidades internas, las reprime hasta su extinción o, por lo menos, lo intenta. Pese a que Max Stirner en El único y su propiedad planteaba que ante el Estado-Dios desaparecía todo egoísmo y todos eran iguales ante él, hombres y nada más que hombres, sin que nada permitiese distinguir a los unos de los otros, nada más fuera de lo real, ya que el Estado es desigual desde sus entrañas. En resumen, hablar del Estado es hablar de tener el derecho legítimo ―legal o no― y el poder de usar la fuerza; en tanto que el contenido del derecho es la fuerza, quien tiene el poder, tiene el derecho. Esta es la constitución de los Estados modernos, la cual ―dice Néstor Majnó― es una forma organizativa autoritaria sustentada en la arbitrariedad y la violencia sobre la vida social de los trabajadores y es independiente de que sea burgués o proletario. Recordemos la revolución francesa de 1789, en la cual ―explica Stirner― la burguesía es la heredera de las clases privilegiadas, de hecho, no se hizo más que traspasar a la burguesía los derechos arrebatados a los barones, considerados como derechos usurpados. La burguesía se llamaba ahora nación. En otras palabras, lo que se fragua es una pelea por el Estado que no es otra cosa que la lucha contra el orden establecido, pues de lo que se trata es de derribar un gobierno y no la idea de gobierno, así como en el caso de la revolución francesa ésta “no iba dirigida contra el orden en general, sino contra el orden establecido, contra un estado de cosas determinado (…). Derribó este Gobierno, y no el Gobierno” (Striner, 1844: 35). De esta manera, la expresión de Proudhon y Louis Blanc define el militarismo usado en el Estado burgués, ellos planteaban que los Gobiernos recurrían al ejército no sólo para defenderse o atacar a un enemigo exterior, sino para protegerse y reprimir al enemigo interior: la conflictividad social alimentada por el descontento de las clases desposeídas y oprimidas de la propia nación (Hernández, 2003: 11). Existe también el Estado nacionalista, cuya principal función es conquistar territorios acompañada de limpieza étnica y/o multicultural, es decir, “una compleja relación entre cierto discurso nacionalista agresivo y un proceso de militarización social, donde se mezclan sujetos e instituciones civiles en continua interacción” (Hernández, 2003: 20). Situación que todos y todas conocemos, pues se trata del “nacional-socialismo”, el nazismo proclamado por Hitler y el fascismo de Mussolini; sin duda, una imagen exacta proyectada por el poder e interiorizada por la ciudadanía que se traducía en “una manera de pensar, una forma de ver el mundo y de situarse, como individuos, en el mismo. Se trata de algo arraigado en un sustrato más hondo ―psicológico― que el de las esferas del poder militar o civil, o las instituciones sociales del tipo que sean” (Hernández, 2003: 22). Esto tal vez ya les suena, si no echen una mirada a Estados Unidos o, más específicamente a Donald ―y no el pato―. Otra cara de la moneda es el Estado basado en la religión, como el de Israel con el movimiento sionista en el cual no se permite a las y los palestinos ser parte, incluso los han querido extinguir; hay también otros Estados de igual manera basado en la religión donde a las mujeres no se les considera ciudadanas, por lo que no son iguales ante la ley, es decir, tienen menos derechos que los hombres o, en su defecto, son tratadas como menores de edad, ya que los hombres son sus tutores ―situación deplorable―, ejemplos de estos países son Líbano, Egipto, Siria e Irán, donde si ellas quisieran revelarse ante este mandato serían reprimidas por las fuerzas del Estado por vulnerar el orden establecido. Por último, podemos afirmar que igual que todos los Estados, el socialista también, por medio de la fuerza física, impulsa ―por no decir impone― su ideal de Estado regido para la sociedad, eso sí, a diferencia de todos los demás, el Estado socialista quiere desaparecer la propiedad privada industrial, la propiedad burguesa, y así ser una nación más igualitaria, más equitativa y más justa o por lo menos ese es el objetivo principal. Esto es lo que trató de hacer la revolución de octubre, aunque por no aceptar la crítica y no ser autocrítica terminó en la desgracia representada por Stalin. Entonces, lo que intenta el Estado es ganar la guerra de posiciones por la vía de la fuerza, a través de las armas y no del debate democrático e incluyente, en el cual nadie pierda ―aunque alguno gane más―. Situación que supone la exclusión de comunidades que no se sientan identificadas con ese Estado-nación, o con la imposición de una identidad “nacional” o con la arbitrariedad, absolutismo y/o totalitarismo como forma de actuar del Estado. De tal manera que la victoria en el debate de las ideas “viene impuesta especialmente por el tiro rápido de los cañones, de las ametralladoras, de los fusiles, por la concentración de las armas en un punto determinado” (Gramsci, 2009: 160). Además de las formas antes mencionadas, se han erigido Estados populistas, pero no en los términos negativos que ha puesto la derecha imperialista, que los ha catalogado como un insulto político y de temer, inclusive con su gran maquinaria mediática ha vulgarizado el término y lo ha hecho un concepto en boca de todos. Sin embargo, algunos autores como Ernesto Laclau o Chantal Mouffe lo reivindican, lo cual yo diría que es necesario en tiempo violentos como los que nos aquejan, ya que el populismo tiene tres grandes características fundamentales: a) la suma de demandas no atendidas conjunta un sujeto democrático, que Laclau llama sujeto popular; b) la representación de ese sujeto popular en una demanda y un sujeto ―ya sea individual o colectivo―; y c) la presencia de un enemigo en particular, que según su naturaleza determina si se trata de un populismo de izquierda o derecha, dice Mouffe, ya que supone que el hecho de que un país hegemónico como Estados Unidos quiera imponer políticas indignas a un país en vías de desarrollo como Venezuela y éste se oponga lo constituye como un país populista de izquierda o, como en los países con un gobierno de derecha que no atienden demandas sociales (populares), la expresión, en representación de esas demandas, será un populismo de izquierda. Así pues, el nuevo Estado populista de izquierda latinoamericano no ha renunciado ―y no lo hará―, como ningún otro tipo de Estado, al uso legítimo de la fuerza para imponer políticas, el problema está en la interrogante ¿a quién va a afectar?. Países como Venezuela, Bolivia, Ecuador y Cuba han utilizado las armas para el beneficio de su pueblo, para propiciar el desarrollo humano y económico, y no para los intereses de los países hegemónicos, ni para beneficio de los órganos internaciones como la OCDE, el FMI o BM y mucho menos para los monopolios nacionales o extranjeros, por lo que son gobiernos populares de izquierda que, sin miedo a equivocarme, han afectado los intereses privados nacionales y extranjeros. México, por su parte, con el nuevo gobierno de López Obrador puede catalogarse como país populista de izquierda, a la manera de Laclau, pues ha articulado dos demandas fundamentales para que él llegara al poder en representación de la voluntad popular: erradicación de la corrupción y la violencia generalizadas por toda la nación, encontrando su enemigo en la élite política corrupta y en el narcotráfico. Esto nos lleva a pensar, si hay ejército y policía ¿por qué la creación de una guardia nacional?, es fácil la respuesta, cualquier mexicano sabe que el ejército y la policía son corruptos y están coludidos con los políticos y el narcotráfico, si no veamos el caso Ayotzinapa. Por consiguiente, se hace necesario, como última vía, la utilización de las armas para imponer sus políticas de pacificación social, pues según el mismo Obrador ha dicho apostará por la educación, la cultura y el fomento al empleo como principal vía de transformación, sin embargo, no es suficiente, ya que los pasados tres sexenios han dejado a México hundido en la miseria, la hambruna, la corrupción, la desigualdad y la pobreza. Asimismo, como resultado, la violencia y la inseguridad se han hecho en México el pan de cada día, por lo que Obrador parte de la idea de usar la fuerza legítima del Estado para transformar ese escenario. Sin embargo, si partimos del uso de las armas como estrategia del Estado para combatir la violencia y la inseguridad, se hace necesario plantearnos qué pasará cuando se cumpla dicho objetivo, además de que se debe poner un tiempo límite y pasando esa temporalidad revisar si ha sido positivo y si no habría que replantear dicha estrategia, pero debemos actuar en lo inmediato, sin especular, pues la especulación conlleva al fracaso, mientras que, si hay un proyecto detrás de la estrategia se puede modificar siguiendo las metas del proyecto y midiendo los avances. Es decir, de lo que se trata es de tener siempre en cuenta que el uso de la fuerza es, en todo momento e invariablemente, para terminar con la violencia y la inseguridad que traerá como beneficio un mejor escenario donde el desarrollo humano, social y económico puedan suscitarse con mayor facilidad, y no para reprimir movimientos sociales, ni para imponer proyectos económicos y mucho menos para arrebatar territorios campesinos o de pueblos originarios. Si se cumplen estas condiciones y se tiene en cuenta en el derecho, es decir, en la constitución y demás legislaciones, creo que estamos del otro lado, si no es así, habría que replantearnos la creación de la guardia nacional y el uso de la fuerza del Estado. Por último, no hay que olvidar que aunque pareciera que estamos ante un mundo desolado y desesperado en que siempre seremos esclavos, oprimidos o, por lo menos, no tan libres como pensamos, siempre ante Dios todo poderoso ―perdón, quise decir el Estado―, en tales circunstancias es cuando aparece de vez en cuando la verdadera naturaleza humana, esa que no se deja ante las injusticias, esa que protesta y lucha, esa que nos vibra y hierbe desde las entrañas, esa que en vez de hacernos sentir mariposas en el estómago sentimos emerger como hormigas. Sí, hormigas comunitarias, de las que trabajan en equipo, todas a un mismo ritmo, todas en armonía como sinfonía, todas por un objetivo; como hormigas que levantan más de 20 veces su peso, de esas que pueden hacer lo inimaginable, pero siempre posible. Así es el humano, rebelde por naturaleza, y que también toma las armas por la libertad, eso es toda la historia de la humanidad. Por suerte, todavía aparece en el mundo, aunque sea muy de vez en cuando, algún descarado sin vergüenza que se sale del libreto y comete el disparate de rebelarse ante toda sociedad determinada, a los partidos políticos, a las instituciones, a las leyes y con ello, al Estado, por el puro goce del pensamiento, de la conciencia y de la verdadera naturaleza rebelde del ser, que se lanza a la prohibida aventura de libertad.