Columnas de opinión
No chives, John Cheever | Narrativa
Por Emmanuel Montes Álvarez[1]
John Cheever, sentado al lado mío, no sabe que soy escritor. Fuma mucho, el humo me hace repelerlo varias veces e intento alejarme con sutileza. Por lo que, en gran medida, no escucho casi ni lo que dice en su inglés salpicado de varias rondas de ron. Me habla de su oficio, de escribir cuentos cortos, de que lo botaron de una escuela por fumador. En ese momento, hace una pausa, me mira muy serio, y me pide un cigarro.
Le contesto que no, no fumo, ni tomo. De hecho, no sé ni qué hago en ese pub. ¿Es un pub?, le pregunto. No sabe, nadie sabe dónde estamos. El que está detrás de la barra, limpia una copa con un escupitajo y le pregunto dónde estoy. Me dice que en Zajara (así se llama el local), que no es un pub, que es un bar/restaurante que ha abierto no hace mucho. El dueño es amigo de John Cheever, me dice el bartender, por eso está ahí el escritor, tiene barra abierta. ¡Qué suerte!, pienso. Intento dejar a John Cheever y hablarle algo yo al bartender, pero me da asco cómo limpia la copa y cuando le hablo de libros, me dice que no lee, cuando le hablo de películas, me dice que no tiene tiempo para verlas, cuando le hablo del ron, me dice que el mejor es el dominicano y ya eso, plufff, me provoca corto circuito. ¿Cómo un bartender va a decir que el mejor ron es el dominicano cuando, de sobra, es sabido, que es el cubano?, pienso. No me queda más remedio que empatarme a las pláticas de John Cheever.
Es el viejo Cheever quien me habla del ron cubano y el ron jamaiquino. Los ha probado los dos. A partir de ellos, se derivan los demás. John Cheever conoció a Emilio Bacardí, me dice. Una vez le regLeer más→
Poesía colectiva: después de leer a Mercedes Durand
Por Priscila, Diana, Danae, Ixchel, Sami, Cecilia, Nat y Ximena
Mar del tiempo
Respirar el viento que los espíritus soplan,
llenarse de mar como una caja vacía
que se arma y se desarma con el viento
mientras vuelan y crujen las hojas del jardín de mi abuela
todas las verdades me son reveladas.
Desde mi mano al viento, suelto las sombras
que se escurren como queriendo dejar de ser,
se transforman en el sonido de la oscuridad.
Y las palpitaciones del tiempo y los escondites del alma
surcarán mis heridas en eternas aguas que reflejan rostros cubiertos
donde Narciso rompió su mirada y la A de antes le teme al reflejo de Ahora.Leer más→
Un grito a la criatura ausente
Por Aníbal Fernando Bonilla
Oriana Fallaci (1929-2006) hizo del periodismo, antes que una profesión, una razón de vida. Decidida e inteligente, de talante controversial, esta pensadora italiana sostuvo profundas pasiones y convicciones. Destacó como entrevistadora incansable, reportera perseverante e indagadora de la realidad. Varios son sus textos legados, entre ellos Entrevista con la historia (1974), Un hombre (1979), La rabia y el orgullo (2001), La fuerza de la razón (2004), y el libro que nos atañe: Carta a un niño que nunca nació (1975); reflexión desgarradora que sojuzga al hombre por su insensibilidad al derecho a la maternidad y a la legítima aspiración por prolongar la existencia con la procreación y crianza de un hijo/a. Dicho en sus palabras: “La maternidad no es un oficio y tampoco un deber, sino un simple derecho entre tantos otros. […] la maternidad no es un deber moral. Ni siquiera es un hecho biológico. Es una elección consciente”.
La trama es cautivante. Tras su lectura queda el estremecimiento del testimonio autobiográfico. Todo empieza con un embarazo y la posterior confrontación existencial por asumir o no la etapa de gestación, considerando el marco de una sociedad consumista, cuyas taras se plasman en el individualismo, codicia y machismo. Semejante a la línea argumentativa de El acontecimiento (2000), de Annie Ernaux, en donde el yo diarístico es como un dardo que va al centro del círculo de los quehaceres cotidianos, envuelto de aflicción, desaliento y vacío: “No me producía ninguna aprensión la idea de abortar. Me parecía, si no fácil, al menos factible; que no era necesario tener ningún valor especial para hacerlo. Era una desgracia muy común. Bastaba con seguir la senda por la que una larga cohorte de mujeres me había precedido”.
En Carta a un niño que nunca nació, al final, la vLeer más→