Foto: Angélica Mancilla
Por Angélica Mancilla
En días pasados, leí en algún lugar que cuando una mujer conoce el feminismo no hay vuelta atrás, su vida cambia. No podría estar más de acuerdo con ello. Sin embargo, tampoco puedo negar que en este camino de deconstrucción seguimos reproduciendo actitudes que nos siguen dañando, incluso como feministas.
El feminismo cambió mi vida en sentido positivo, incluso con lo que implica asumirse feminista en un contexto como el nuestro. Afortunadamente, cada vez somos más las mujeres que nos sumamos a este movimiento, a esta ideología, y de a poco vamos tejiendo redes y alianzas, pero, ¿vamos tejiendo redes y alianzas?
Sin detenerme en el gran reto que enfrentamos como mujeres en un sistema patriarcal, capitalista, neoliberal y heteronormado, que nos violenta y vulnera todos los días, no podemos negar que estamos ante otro desafío que nos sigue anclando a las viejas prácticas —ni tan viejas porque nunca se han ido—, que es dejar de agredirnos entre nosotras mismas. Y es que cómo denunciar y señalar estas actitudes de tal manera que no se nos regrese como un boomerang y nos golpee. Es decir, luchamos por nuestros derechos, sí; luchamos contra las injusticias, sí; pero, ¿qué pasa con las injusticias que nosotras cometemos?, ¿qué pasa cuando nosotras somos las que pisoteamos los derechos de las otras?, ¿acaso nos damos cuenta?, ¿lo hemos reflexionado?
Kate Millet, en su Política sexual, desarrolla una serie de mecanismos (ideológicos, biológicos, sociológicos, económicos, educacionales, antropológicos y psicológicos) para dar cuenta de cómo, en nuestras sociedades, el sexo es “una categoría impregnada de política”, donde la palabra política es entendida como un “conjunto de relaciones y compromisos estructurados de acuerdo con el poder, en virtud de los cuales un grupo de personas queda bajo el control de otro grupo”, en este caso, los hombres por encima de las mujeres. Todo esto ha propiciado —dice Millet— que hayamos “alcanzado una ingeniosísima forma de ‘colonización interior’, más resistente que cualquier tipo de segregación y más uniforme, rigurosa y tenaz que la estratificación de clases. Aun cuando hoy en día resulte casi imperceptible, el domino sexual es tal vez la ideología más profundamente arraigada en nuestra cultura”.
Así, pues, “el principal resultado es la interiorización de la ideología patriarcal”, donde quienes la llevan de perder son las mujeres, pues, “cuando la personalidad tropieza con imágenes tan denigrantes de sí misma en la ideología, la tradición y las creencias sociales, resulta inevitable que sufra un grave deterioro”, que suele manifestarse en el desprecio a sí mismas y las otras mujeres. Por fortuna, las feministas han entrado al quite y nos ayudado a ir contrarrestando estos mecanismos, a evidenciarlos y a guiarnos en el camino de la deconstrucción.
Sin embargo, menciono lo que Millet plantea justo para recodar que, aun cuando transitamos por caminos violetas, todavía cargamos con la herencia del patriarcado. En público, nuestro discurso de lucha y sororidad suena muy bonito, pero apenas cerramos la puerta y alguna ya está ejerciendo violencia, sobre todo cuando las mujeres están en una posición de poder y de toma de decisiones, pues la lógica patriarcal no nos permite ver que entre nosotras también nos estamos violentando.
No cabe duda de que es un tema muy complicado, que a veces preferimos callar y mirar hacia otro lado, el problema es que en el afán de no querer dañarnos, nos estamos fracturando. Por eso tenemos que ser capaces de alzar la voz y señalar cuando una mujer comete una injusticia, quizá, habrá plantear nuevas maneras de denuncia, más sensibles y menos agresivas, pero, sobre todo, habrá que denunciar no por su condición de ser mujer, sino por las causas que han hecho que ella actúe de esa manera.
Tenemos que poner en práctica nuestra sororidad, no necesitamos ser amigas, necesitamos comprometernos con las otras, tejer redes de apoyo y alianzas, pues, como plantea Marcela Lagarde en La política feminista de la sororidad, “la sororidad exige de nosotras revisar la propia misoginia; cada una tiene que ir descubriendo dónde, cómo se nos aparece, cómo nos legitima para dañar a las otras. Eso también es violencia”. Hay que recordar que la sororidad “tiene un principio de reciprocidad que potencia la diversidad. Implica compartir recursos, tareas, acciones, éxitos… Reconocer la igual valía está basada en reconocer la condición humana de todas”.