Por Francisco Tomás González Cabañas
A diferencia de la tribu, y en una resignificación de pueblo, masas o ciudadanía, tal como lo definió Paco Vidarte en su vida y obra, la horda es sin duda el ámbito en donde los sujetos nos hemos privado de los alcances de ser algo que ansíe o pretenda comprender la posibilidad de ir más allá de nuestras propias instintividades, a las que en algún momento las herimos de muerte.
La democracia no existe por esto mismo. No puede haber sujeto que desee algo más que el deseo mismo, muchas veces inconexo como inexpresado. Es imposible que alguno de los existentes podamos sostener en continúo una idea general a la que alguna vez no traicionemos o la que no perforemos mediante la naturaleza ambigua de nuestras dudas y contradicciones que nos impulsan al mar o la corriente, en donde quedamos a expensas de esas fuerzas que nos exceden. En este imposible, surge la prometedora insensatez de la representación. El fantasma constituido de la representatividad opera como expectativa y se imprime en el registro simbólico cómo la ley del padre en su función, como la ley a secas, deviniendo el poder en un registro de lo jurídico, normativo y normal.
El deseo suspendido, posibilita la sensación de la transgresión, dentro de las reglas de la horda, Leer más