Progress Woman, una heroína empoderada | Narrativa

Por Gretchen Kerr Anderson

 

Las mujeres son la fuerza del futuro (…)

Wonder Woman

 

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Era una tarde cualquiera en la ciudad, donde una protesta se hacía escuchar con sus gritos y lemas. Liz estaba en la primera fila de la manifestación por los derechos laborales. Con su camiseta de «Soy una trabajadora y merezco más» y su pancarta que decía “¡No al recorte! ¡No al sistema!”, se sentía invencible.

Mientras gritaba consignas sobre salarios justos y condiciones dignas de trabajo, no se dio cuenta de las oscuras nubes que se arremolinaban encima de su cabeza. Era una señal para cualquier persona con un poco de sentido común, pero no para Liz.

—¡No dejaremos que el capital nos aplaste! —exclamó, mientras algunas gotas ya comenzaban a caer.

Primero fue una ligera llovizna, que pronto se convirtió en un torrente de agua a cántaros. La multitud se desmoronó como un castillo de naipes. Liz, inmune a la desbandada, levantó aún más su pancarta, incluso cuando un rayo iluminó el cielo y un trueno resonó como un tambor de guerra.

—¡No nos detendrán! —gritó, desafiando incluso a los elementos naturales.

En ese momento, un rayo cayó sobre ella. Un destello brillante y un estruendo ensordecedor la envolvieron. Cuando la tormenta se disipó y la tierra volvió a su aburrida monotonía, Liz estaba en el suelo, inmóvil y empapada, como un gato que ha tenido una experiencia realmente desagradable.

Despertó horas más tarde en un hospital, rodeada de máquinas que pitaban, médicos que hablaban en un lenguaje técnico y una enfermera con cara de aburrimiento. Después de unas horas de pruebas y un exceso de café que podría haber alimentado a un pequeño país, Liz fue dada de alta. Sorprendentemente no había sufrido ningún daño producto de la descarga.

Pero al salir algo extraño comenzó a suceder. A medida que caminaba por la Leer más

Perfume de Luminol

Por Lorena Ruiz

 

Voy en la parte trasera del microbús atorada en el tráfico de Avenida Constituyentes. Me pregunto si en horas, o quizá nunca, llegaré a mi casa para comer un caldo de pollo hirviendo que mi tía Timotea acostumbra a preparar en estos días cuando el sol trae ganas de asarnos a todos.

Cabeceo, me pego con el cristal de la ventana y me recargo accidentalmente en el hombro del señor que va a mi derecha. Sin embargo, el cansancio de atravesar la ciudad entera me vence, por lo que cuando despierto me doy cuenta de que me pasé de la parada donde debía bajar.

Me bajo del camión poco después de las ocho y camino todavía con un poco de sueño. De vez en cuando aparece uno que otro perro callejero a hacerme compañía, pero, después de olerme y ver que no les daré algo de comer terminan abandonándome.

En el paradero me siento en una banca de metal y espero la combi que me dejará a unos metros de la colonia. Me pongo en el oído izquierdo uno de mis audífonos de chicharito. “No más uno, no lo olvides”, me dice mi tía Timotea, “no vaya a ser que te roben por andar en la lela”.

No puedo dejar de escuchar esa canción de Bad Bunny, la que dice: “Vi que te dejaste de tu novio, baby me alegro”. Estoy decidida a aprendérmela para cantarla con mis amigas, así no desencajaré en el coro cuando vayamos a la pulcata que está en el Centro, La hija de los Apalaches. Sin embargo, entre mayor parte de la letra me voy aprendiendo, menos peceros circulan por el lugar. La culpa es del calor, siempre me da un sueño con este clima.

Como es mi costumbre, ya se me fue todo el crédito del celular viendo capítulos de anime en el YouTube, por lo que llamar a mi tía no es una opción. Por eso, decido caminar a una parada menos solitaria.

Apenas me levanto de la fría y descolorida banquita, escucho el estruendoso motor de una motocicleta. El ruido me pega tal susto, que mis nalgas regresan de golpe al asiento sucio y oxidado.

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Hay veces que la vida no va para dónde uno quiere. En cincuenta y siete años de la mía sólo logré hacer reír a una persona. Mi Lalita. Mi sobrina Silvia es la única que no se echa a correLeer más

Paulina Arcos | Microficciones

Llorona

Se ahoga en lágrimas cuando a lo lejos, escucha la voz titilante de los niños. Llorona por la insondable frialdad que carcome sus entrañas, por el hijo arrebatado, desaparecido. Ausente. Lo busca y cree verlo en otros cuerpos; ingenuo espejismo. Deambula entre calles grotescas, impulsada por la obscura agonía de su llanto.

 

 

 

Leños

De madrugada la tierra se abrió para tragarme. Almas carbonizadas se arrastraron desde las profundidades para escapar de aquella fosa magmática, sus agonizantes lamentos me sujetaron brazos y piernas. Grité para despertarme de aquella sentencia; pequeño recordatorio para las almas compradas.

 

 

 

Fuente de sodas       

El juego es muy simple; combino, por ejemplo: los últiLeer más

Restos de un Paisaje Perdido | Ensayo

Por Dorali Abarca

Que estoy fatigada de caminar entre el concreto y el humo de los coches, que es lo único que puedo respirar en este monstruo de ciudad, paso mis días de camión en camión, y aun así sigo caminando, camino y camino, creyendo que mi tristeza puede ser absorbida por los sonidos que van rodeando mi andar, este paisaje que en su relleno esconde el producir de todxs nosotrxs, un andar que no para, que te obliga a no contemplar nada, pero la nada siempre es algo cuando la menciono, se hace presente.

¿En qué se ha convertido el pasaje del obrero, el pasaje del proletariado? me he preguntado mientras intervengo un estado de observadora; nos han saqueado, dejado sin nada, pero ellos lo quieren todo de nuestro lado, bosques por concreto, manantiales por empresas, humanos por máquinas. ¿Qué paisaje nos regresan? El hostil, caminos sin bancas, jardines con picos bien distribuidos para evitar que alguien descanse, banquetas estrechas, parques sin árboles, casas inhabitables, gentrificación, escuelas con menos árboles y más edificios,  flores para adornar la ciudad, flores falsas, flores tristes. El paisaje triste de la ciudad que entristece corazones tristes.   ¿y que nos queda a lxs del campo, a lxs olvidados? El paisaje sonoro del campo, empapado por el frote de la milpa con el Leer más

El lamento de Perséfone | Narrativa

 Por Vanessa B. Lizárraga Juárez

 

El solsticio de verano enmarcó el inicio de nuestro desencuentro. Yo, no recogía precisamente narcisos cuando me encontraste. En el valle buscaba algo más que flores, no obstante, me conformaba con la adulación de los hombres que alababan mi belleza como forma de conseguir mis favores; halagos para alimentar el ego.

Nuestro sino estuvo marcado por los errores, un superlike involuntario determinó nuestra conexión. Mentiría si dijera que me sentí físicamente atraída a ti, sin embargo, con la convivencia cotidiana de las interacciones virtuales, le fuiste dando color a la monotonía de la cotidianidad. Quisiera decir que fuimos una historia de amor, pero sólo fuimos contingencias dependiendo si la historia la narra Perséfone o Hades. Interacciones virtuales y encuentros casuales en diferentes estaciones.

Llegaste a poner fin a una larga sequía. Trece años de espera, y desperté con tu voz, tacto y letras. Salí de la recóndita cueva habitada a conocer de nuevo el mundo, ese del que me alejé como ciervo herido. Emerger del letargo para sumergirme en un mundo nuevo e inexplorado donde las reglas del mundo online me resultaban angustiantes ante la liquidez de los vínculos afectivos. La fragilidad con la cual se maneja la búsqueda del amor a través del sexo, la volatilidad de las interconexiones, la manera en que el amor se convirtió en un producto de consumo al alcance de una cuenta gold o platino.

Mis miedos exacerbados al abandono y mi subyacente rechazo al compromiso. En el caos, tú. Aquel verano en tus brazos, encontré el camino para transformarme de capullo a flor. Abrirme toda ante la docilidad de tu mano gentil en mi piel, territorio inexplorado. Recuerdo un suave beso en el arco de mi pie izquierdo y tus manos tocando delicadamente mis muslos, mi cuerpo desnudo frente a ti y todos los miedos hincados a tus pies. Un tierno beso en el vientre abultado, vestigio de la maternidad, se convirtió en epicentro de mis deseos descontrolados. Nuestros cuerpos fundidos, fuimos fuego y ardimos juntos.

Por una extraña razón me sentí pura en tus brazos, tus labios descLeer más

“Transfiguración”

Té helado con manzana, limonaria y miel inspirado en la novela El amante de Marguerite Durás

 

“Años después de la guerra, después de matrimonios, hijos, divorcios, libros, llegó a París con su mujer. La llamó por teléfono. Soy yo. Ella lo reconoció de inmediato por la voz. Él dijo: Sólo quería oír tu voz. Ella dijo: Soy yo, hola. Él estaba nervioso, asustado, como antes. Su voz tembló de repente. Y con el temblor, de repente, ella volvió a oír la voz de China. Él sabía que ella había empezado a escribir libros, había oído hablar de ello a través de su madre, a quien había vuelto a encontrar en Saigón. Y de su hermano menor, y había estado de luto por ella. Entonces no supo qué decir. Y entonces se lo dijo. Le dijo que era como antes, que todavía la amaba, que nunca podría dejar de amarla, que la amaría hasta la muerte”.

(Fragmento El amante)

 

Ella y él. Una niña de 14 arrullada por el desastre que dejó la bancarrota de su madre, una viuda colonial; y un millonario de 26 comprometido en matrimonio por un pacto familiar. En esta historia bañada por las aguas del Mekong ninguno de los dos tiene nombre, solo son: ella y él / la niña y el chino / la pequeña blanca y el hombre de Cholen.

 

Esa falta de nombres no es negligencia. Él porque resulta ser el deseo insaciable del sufrimiento silencioso hallado por primera vez una tarde de jueves caminando por las calles de Sa Dec. Ella, la del vestido de seda natural, casi trasparente ajustado con un cinturón, la de tacones y sombrero de fieltro palo de rosa. Como esas prendas, nunca algo le perteneció: ni la inocencia, ni el bienestar, ni la determinación, ni las ganas de vivir; el amor, en su caso, es una condena que a muy temprana edad la convirtió en mujer, mitad agua, mitad cenizas.

 

En El amante de Marguerite Durás, cada palabra es una imagen herida fruto de las más profundas insatisfacciones de la protagonista. Su carácter está tejido por la violencia, la corrupción, la vergüenza, los prejuicios sociales. Pero también por los quiebres familiares. La ausencia del pLeer más

Le grito al agua | Narrativa

Por Mapi Scarlett Flores Cruz

 

Durante el día se convierte en nube y en la noche, en aquella pequeña estrella que acompaña a la luna, me decía mi abuela. Nunca la alcancé a comprender, pero siempre me dijo que solo llegan a entenderlo quienes pierden lo más cotizado por los ancianos: la inocencia; o quienes ven a la muerte de frente. Pero esas palabras volverían a tener sentido en mi vida muchos años después.

Cuando una cumple quince años, sueña con aquella gran fiesta, chambelanes, viajes, regalos y la idea de ser una adulta. Pero mi historia no fue así; a mí me robaron la juventud y robaron la muñeca de mi alma.

Era un jueves 13 de abril a las 4 de la tarde. El sol estaba tan radiante que hacía brillar mi piel morena. Mis papás, Emiliana y Alejandro, me llevaron a nadar porque querían cumplir la fantasía de que yo era una sirena. A pesar de mi edad, ellos deseaban que siguiera soñando. Era la primera vez que mamá me dejaría regresar sola a casa después de mi clase de natación. Estaba tan emocionada, me sentía tan grande, como aquellas chicas del colegio con su pecho desarrollado y tomadas de la mano de su pareja. Me sentía independiente, una mujer, pero ¿cómo a esa edad iba a saber lo que es ser una? Bueno, ¿alguna vez sabré qué significa serlo?

Me quité la ropa, me puse el traje y me dirigí a las albercas. No había mejor manera de pasar mi cumpleaños que nadando, porque me sentía una con el agua. Es una mateLeer más

Yakeline Rojas | Minificción

Petofilia

TRILLIZOS

 

Fue un parto difícil, cómo olvidarlo. La vida de los bebés corría peligro. A Rufo lo sacaron por las extremidades. X nació muerto. Lía llegó al mundo exhausta, débil. La partera, sin titubear, se le acercó y con destreza realizó un boca a boca. Nerviosa, testigo de un acto único, volvió a respirar cuando escuchó el primer ladrido.

 

 

 

PETOFILIA

 

La multitud conversaba sin cesar en el salón de la casa de huéspedes. Deborah salió en puntillas de pie de la habitación contigua: «Hablen bajito, que mi bebé acaba de dormirse». Todos se miraron mientras ella atravesaba el salón con un bozal en la mano.Leer más

Mi cuerpo, mi enemigo | Ensayo

Por Carmen Escalante

Un calor horrendo hizo presa de mí. La blusa me asfixiaba, el corazón me latía al mil. Un deseo fuerte y molesto me impulsaba a cortarla por la mitad y quitármela, pero algo me detuvo, estaba en el camión rumbo a mi casa y, obviamente, no podía desnudarme en la calle.

Pensé que había sido la tela de la blusa, que me quedaba algo pequeña, que mis pechos se habían hinchado repentinamente con la menstruación, alguna de esas cosas. Y me olvidé del asunto.

Seguí con mi vida normal, pasaron los meses y llegó la pandemia. Al entrar a la pandemia yo pesaba 58 kilos, llevaba una alimentación balanceada y me ejercitaba dos o tres veces a la semana según el tiempo, el cansancio o las actividades que tuviera. Mi vida social era aceptable.

Todo parecía transcurrir en perfecta calma y en una perfecta rutina donde yo, ya sabia mas o menos que pasaría cada día en mi vida.

Nadie me advirtió lo que era la menopausia, ni la perimenopausia, ni nada de eso. En mi familia, jamás nadie habló de eso. Alguna vez una de mis tías me dijo que no soportaba traer la ropa puesta y que tenía mucho calor. Mi madre mencionaba algunos síntomas pero jamás, claramente, la palabra menopausia. Mi abuela, me engañó a mis 15 y ella a sus 80, con que seguía menstruando… Esa plática era un tabú. Un secreto Leer más

Existir y resistir en la periferia | Ensayo

Por Alejandra Millán

 

Cuando era niña jugaba con los zapatos llenos de lodo y las rodillas raspadas en una calle sin pavimento. Me bañaba en una tina amarilla con el agua calentada bajo el sol y con frecuencia comía sardina que mi mamá compraba cuando podía y que almacenaba para cuando no hubiera para comer. Mi mamá vendía pambazos, tacos, esquites, limpiaba casas y cuidaba a algunos de sus sobrinos para solventar los gastos. Fue en el cuerpo y en la vida de mi madre que aprendí a resistir en la periferia, a sobrevivirle al sistema patriarcal en la pobreza, en las calles en las que ya no se respetaban las vidas, en las que había cada vez más asesinatos, adicciones y, en general, muerte.

Resistir en la periferia significa sobrevivir al señor que te acosaba cuando ibas a las tortillas, al amigo de tu hermano que te acosó cuando empezaste a crecer, al vato que te seguía cuando regresabas de la secundaria y a los que siempre estaban tomando o drogándose en la esquina por la que tenías que pasar para ir a la tienda.

La periferia es bastante más dura en unos y otros lugares. La periferia es la venta de niñas en Guerrero, la explotación sexual de mujeres en Tlaxcala, las miles de mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, los feminicidios en el Estado de México, el abuso sexual de niñas que se esconde en los “secretos de familia” y la prostitución como única “opción” para comer o alimentar a tus crías en la precariedad.

A veces, sobre las que no padecen la periferia, me pregunto, ¿cuántas vLeer más