Por Rafael E. Quezada[1]
Adaptar es una actividad de alto riesgo. La práctica de traducir un texto a otro código de signos existe desde los orígenes del cine, pasando por la televisión, los videojuegos, el streaming y demás géneros del discurso audio-visual. Antes de la pantalla estaban el teatro y los libros. The Jazz Singer (Crosland, 1927) el primer largometraje comercial con sonido sincronizado había sido un éxito en Broadway en su versión original de 1925. En México, la primera película sonora de éxito fue Santa (Moreno, 1931), adaptación de la novela de Federico Gamboa. Incluso el cine mudo mostró filogenia con las letras, en filmes como La Cenicienta (Méliès, 1900) —basada en la historia de los hermanos Grimm— y King John (Dickson, 1899), de Shakespeare. Desde entonces, las adaptaciones han enfrentado una amenaza constante: la recepción marcada por comparaciones con el material original.
Con Avatar: The Last Airbender ocurre lo mismo. La exitosa serie animada, creada por Michael Dante DiMartino y Bryan Konietzko, amparada por Nickelodeon entre 2005 y 2008, ya tuvo una fallida adaptación a la gran pantalla en 2010, dirigida por M. Night Shyamalan (The sixth sense, 1999). Digo fallida no porque suscriba la idea de que la adaptación debe ser una copia impoluta del original, sino porque se trató de un texto insostenible por cuenta propia. Así que cuando se anunció que Netflix produciría un live-action en formato streaming, el público receptor se comía las uñas. La caricatura es un material discursivo de gran complejidad: además de la excelente construcción de personajes, el trasfondo cultural y filosófico y el interesante worldbuilding, aborda temas éticos de una actualidad incalculable, como las consecuencias de la guerra, los genocidios culturales, la devastación de los ecosistemas y la cualidad diversa de la humanidad. Todo esto sazonado, como pimienta, entre dosis de humor, acción y pasajes emotivos.
Como es costumbre de Netflix, se han estrenado todos los episodios de la temporadaLeer más