Los des-exilios de Carlos Montemayor

Por Luis Mario Carmona Márquez[1]

Apuntes del exilio (2015) de Carlos Montemayor (1947-2010), obra póstuma, es la justificación del abandono, la espera por el encuentro con lo sustancial en el cuerpo de la mujer amada. Partida sin ausencia, un viaje que se realiza al mirar un punto vacío, pero sin salir del lecho; cambio del cuerpo por otro, el de antes que se extiende, avanza y se transforma como las estaciones del año hasta el mismo punto donde inició su travesía. El reencuentro, el reconocimiento, el recomienzo: el Amor vuelve, más renovado ahora en el ritual primaveral, la celebración del cultivo del sexo dentro del tiempo. Lo eterno que transforma a los amantes en llamas y el tiempo que los devuelve a la fatalidad. Apuntes no es un cuaderno de viaje en esencia, es la angustia del cambio, ansiedad por la soledad en la alcoba, equilibrio que se concreta una vez hecho el retorno. Es una historia lineal que necesita repetirse, asegurarse una y otra vez para no caer de nuevo en palabras y sombras oscuras.

En principio, está presente el regreso del exilio físico. La celebración del florecimiento del cuerpo tras una larga ausencia en el invierno. Tradición y símbolo, tan lejano, pero a la vez tan representativo. No me parece necesario recordar el significado del regreso de la primavera presente desde los antiguos hasta los poetas modernos. En lengua hispana pienso en Juan Ramón Jiménez, en lengua extranjera, en T.S Eliot, éste más retorcido y ajeno al cuerpo. El retorno a la amada es Amor otra vez:

He vuelto sin rencor a tu abrazo y al mundo…

[a] tu pubis húmedo, origen de lo que existe y desea existir (9).

El regreso al origen de todo: el cuerpo de la mujer. El reconocimiento, pero también las dudas al acariciarse. ¿Será lo mismo después de tanto tiempo y cambio? Sigue en vela la espera de “ese” algo eterno -¿un tiempo sagrado? – para que salga tan natural como un tallo.

Más adelante se ahoga en dudas y desea confirmar el espacio que ocupa la voz poética en la estancia. A través de la palpitación se escapa aquello que siempre lo dirigió en las noches de su inverno: algo es diferente ahora. Es difícil reconocer otra vez la imagen, pero no imposible. El recuerdo de su amada sigue vivo en alguna parte, debe ser aquella impresión que lo acompañaba y lo desnudaba de todo su ropaje gélido. Llaman a la puerta de su soledad, no desean abrir, pero irrumpe el desconocimiento “lo que nunca fuimos” y empieza un nuevo reconocimiento, un intento de cura:

…recolectábamos la arena de los senderos

para curar las pequeñas heridas

que en nuestra piel

habían producido las almohadas

y las sábanas de las confesiones (17-18).

Viene la angustia de la voz poética. Su amada no es la misma. Se duele por saber dónde ha quedado lo estable, aquella imagen que dejó en la puerta cuando partió. No sabe nada. Antes poseía un amor que se renovaba, que se nutría cada vez más con lo viejo y construido. Falta algo. Lo confirma de una vez:

Enciendo la lámpara y te miro:

cambiaron tus cabellos y tus hombros… (21).

Pero existe el sentimiento dual en el pensamiento de Montemayor. La presencia de la mujer es absoluta, no puede negar la esfera fáctica, un mundo que se comprueba en las caricias de la amante. A pesar de volver, de sus dudas al momento de la apertura del sexo, se entera que ella conservó esa imagen justo antes del exilio; el deseo que nunca la abandonó. Su retorno parece doble, físicamente vuelve al lecho amoroso, el deseo ardiente reaparece también:

…mientras pasaban veranos y noches,

no se apartaron mis manos de tu cuerpo,

de tu piel… (24).

El poemario gira y gira sobre la misma base, más todavía, se construye un lenguaje. De la misma manera el amor se renueva cuando éste bebe del viejo para dar cabida al nuevo, las palabras parecen renacer una a una. Nunca son diferentes secciones, a pesar de tener el mismo tema. Allí el asunto de las estaciones se repite y es el mismo sentimiento, el mismo tiempo que retorna y es diferente. Palabras que son música y son las notas de la naturaleza del cuerpo. Una amante que está subordina al compás del mundo, destinada a cambiar. El deseo es el cese total, la inmovilidad de la imagen y su escape hacia esta realidad, el deseo interpreta los signos y las notas del canto, a su alrededor las formas reales parecen encarnar en lo que verdaderamente son. El deseo busca, se cuestiona y obtiene un puñado de cosas. Las puertas, los senderos, las habitaciones, los pensamientos no son opuestos, se complementan porque son parte de ese ritmo ardoroso que intuye el deseo. Forman un tejido casi simbólico. Todo vuelve a tener sentido, y ese significado canta como los ríos y las montañas, corcheas y silencios de la naturaleza.

Retomar el regreso es como el festín de los hombres y la instauración del tiempo de los dioses, un banquete donde comparten el pan, carnes, vino y fruta. Pero sucede que se vuelve a alejar de la imagen femenina por la de antes, la del pasado, la del verano anterior que era tan elemental como la naturaleza. Doble exilio, los dos consecutivos al invierno; tortura de buscar la patria en la patria misma, buscar la Mujer en la misma mujer:

Me empeñé en retornar a los mismos veranos

tendiendo siempre mi mano hacia ti,

hacia tu exacto y verdadero cuerpo,

sin llegar al ocaso donde estabas

ni la puerta que abrías (30).

Pero siempre existe el regreso, la mujer lo recibe como antes; sabe que hay algo distinto en su manera de ser, no obstante, aquello “eterno” detrás del cuerpo de la mujer, revelación condicionada por el tacto, el beso, el sexo… niegan esta partida estúpida y la anterior, la física. Dialéctica del cuerpo: a partir de la negación del objeto sale a resplandecer su afirmación nueva, su transformación ante el intelecto; dentro de la mujer existe la afirmación absoluta, producto de una constante resistencia del amante. Ella es Perséfone que retorna del abismo hacia la tierra, su madre, y florece los campos. El claroscuro dividido en un trayecto: la opacidad se resuelve en luz y los destellos se ahogan en el ocaso que arde. El “Eterno retorno” es el mito órfico por excelencia. El viaje a las profundidades y la salida. Reencontrar el origen es lavar la macha del pecado y la culpa: es una transición como el bautismo, pero llena de erotismo: su sexo son las aguas donde renace la vida. Consecuentemente, ella lanza un “Sí” estruendoso a todo lo perdido; ahora es más clara la visión de él mismo y su amor. Se arrepiente de su exilio, la marca del pecado que el Hombre se acarrea por el mundo. Ha sido expulsado de su nacimiento y no deja de morir en cada instante. En la antigüedad, el exilio era la equivalencia a la muerte, en la edad moderna tiene otro nombre: alienado, enajenado, ser-para-la-muerte, soledad… Pero el amor es límpido, es un reflejo más real y precioso, es lo que nos salva y Montemayor sabe ahora dónde está, dónde pertenece, vuelve al tiempo prístino, más nítido que nunca:

…no me perdí, sigo unido a tu cuerpo y a tu luz,

al fuego del mundo oculto en tu piel,

a su calor diciéndome al fin dónde estoy…

confesando a gritos que no he querido alejarme,

que no he deseado perderte… (34).

Debo insistir en el hecho de la tradición. Llega el momento en que la voz poética reflexiona sobre la muerte y la vida; conceptos que terminan anulándose para abandonar sus diferencias. Ambos crecen del mismo tallo de Amor, porque tener conciencia de la vida es poseer el cuerpo de la muerte frente a nosotros, y viceversa. Hallar a la mujer es encontrar el límite de la vida, el borde por donde nada regresa, sin embargo, dentro de este vértigo, afianzar aún más el poco terreno que nos queda. El paso hacia la muerte es un regreso a la vida: las dos puertas son una sola, y la puerta es el canto real donde se abre la vida y toca la muerte. Nada perece realmente, todo queda oculto en espera de una resurrección. Llegar a la amada desde el viaje a los infiernos:

Sin tus nombres, sin tu aliento, descendí a los infiernos

A buscar los cuerpos que amaba…

(y había llegado a la muerte por haberme

quedado con las manos vacías) (49).

Pensamiento análogo a la antigüedad: Homero y Virgilio; Odiseo y Eneas. Me atrevería a decir que el sentimiento de la voz poética comparte más relación con el canto VI de la Eneida. Un recordatorio: el héroe troyano viaja a los infiernos para hablar con su difunto padre, cruza un río de sufrimiento –topa con Dido, fantasma dolido– y sale a la luz de los campos divinos donde los buenos hombres esperan la resurrección. Incluso al final hay dos puertas, “Hay dos puertas del Sueño”, de cuerno y de marfil, Eneas pasa por la de marfil, “pero por ésta los Manes envían al mundo apariciones ilusorias”. En Montemayor, por otro lado, los amantes no quieren saber nada de quién toca la puerta, ni quien entra a pesar de ellos:

Y había una puerta de sueños y otra de viento y música.

No queríamos abrir ni atender

el llamado ajeno de lo que nunca fuimos (16).

El destino entra, es el tiempo. Encadenarse a estos vientos anónimos, es libertad. Amor que mueve al cosmos y regenera la vida después de la muerte, es el enigma de la libertad, la prisión a ninguna otra cosa que no sea la persona amada. No significa la separación con el hecho griego. Esta voz también es la de Odiseo, que después de las infinitas penurias reencuentra a su amada Penélope en la noche que Atenea alarga para ambos. Los amantes conmueven a los dioses y estos manipulan el tiempo. Este tiempo del deseo reencontrado es el eterno, el que acaba sólo cuando el tiempo mortal se vuelve a instaurar; cuando Odiseo debe volver a partir. Por un lado, el paso de la oscuridad a la luz; en otro, del tiempo elemental al destino mortal. Llegar a un punto y luego abandonar otro. Montemayor presenta el pensamiento Clásico:

Acepté morir y vivir, perderte y buscarte.

Ahora, aquí, de vuelta,

al poner mis manos en el calor de tu cuerpo,

reconozco que la muerte y la vida llegan por distintos senderos;

uno por la memoria, otra por la luz (51).

Aceptar que la muerte es tiempo, representar aquí y ahora el ejemplo de libertad más grade, el amor nos regresa al buen morir. El fin del poemario es una promesa. Consumado el amor entre los dos des-exiliados (el cuerpo y el deseo de la voz poética con la mujer absoluta), él anhela la estabilidad. El tiempo mortal acecha su amor y nuevamente se siente la lejanía, el cambio total, parece acercarse otra partida. No puede quererse otra cosa que la permanencia:

Dime que aún estaremos nosotros cuando eso llegue

dime que seguirás siendo tú misma.

Porque te esperé muchas veces,

horas y crespúsculos, montañas y tormentas, veranos y deslaves (59).

Odiseo debe volver a partir. Esta nueva partida parece la definitiva, porque no habrá más regresos: habla de llegar finalmente al mar que es el morir. El poeta debe asegurar que nada cambie cuando él haya partido para siempre. Y los tiempos se confunden en el instante entre el más allá, y el más acá. Nada queda seguro cuando el fin se acerca, pero a la vez tiene el rostro de otro comienzo. Ser Eneas y cruzar la puerta de marfil, ser el testimonio de su propia muerte, que es otro destino más allá, desconocido y tangible, hacia costas sin nombre, nombre de mujer frente a frente:

Tu cuerpo era mi puerta de marfil al iniciarse el instante

y la de viento y música, una y otra vez, al sentirte.

¿Esto será el pasado o fue el futuro?, pensaba junto a tu fulgor.

¿La tersa llama de las cosas desaparecidas

o la luminosidad de las cosas futuras? (60).

En la conciliación final halla la respuesta: “Ese rumor, esa música distante, esa luz, éramos nosotros”. La puerta que era un canto; el canto que era el cuerpo; cuerpo que era vida y muerte; vida y muerte que es el instante; este instante somos nosotros. La pregunta del deseo también es la respuesta: en el roce de los cuerpos están esas formulaciones sencillas, sin misterios, desnudas de complicaciones. En la conjunción los cuerpos pueden ser ellos mismos sin más que añadir. El regreso se hace en un aquí y ahora: el instante de amor, un ritual donde se conmemora el estío, el tiempo se drena y quedan dos acordes arpegiados, meramente sostenidos uno del otro: “Así, dónde estábamos. Así, ahora”. No hay más destino que esta puerta que eres tú, no hay más vida y muerte que en el instante junto a ti, orilla, playa, río, final y principio de todo.

Apuestes del Exilio es un ir y venir de las formas. Un lenguaje que juega consigo mismo, y al comprenderse tan frágil se supera a sí mismo, renace en otro lenguaje para nombrar lo inefable. Principio de las metáforas, y en sí de la poesía. A pesar de poseer una carga literaria y filosófica, el poemario está limpio de ideas, y así se convierte en un río de sensaciones. A veces alcanzan la grandeza de ser versículos. Al mismo tiempo que los cuerpos se van descubriendo, así el canto va puliéndose por sí mismo, eliminado las oscuridades de sentido por un mediodía del tacto y los sentidos. Detrás de los versos no hay nada más que la sencillez y la pureza de una canción. La música llena los ojos y de allí pasa a formar parte del cuerpo del lector. Una lectura que deja huella en la piel, como las riberas tienen la memoria de los arroyos, o la noche guarda el calor del día. Aquello lejano, como una estrella que resguarda su faz ante nuestra desesperación, finalmente baja, presa de las palabras del poeta y en su brillo vemos nuestro reflejo, el que siempre buscamos y jamás topamos en la vida. Los incesantes cambios de Montemayor se convierten en un hilo secreto que cambia de color en cada parte, se desteje en unas ocasiones y se vuelve a hilar en otras; una expresión a lo largo de los diez poemas de este libro permite visualizar un dominio en su capacidad poética y de su actitud frente al mundo. La poesía le abre otra posibilidad, de plantar lo que parece ser cargado por el aire, por el fuego y por el agua; Montemayor coloca a la vista de todos a su propia estación que no es estío, ni invierno, o primavera u otoño: la estación anterior, la prístina, donde no existen las diferencias, donde el amor se nutre en los amantes. Tiempos que terminan cuando se disocian los meses y los cuerpos.

 

Bibliografía.

Montemayor, Carlos. Apuntes del Exilio. México: Tintanueva ediciones, 2015. Impreso.

 

  1. Luis Mario Carmona Márquez es originario de Chihuahua. Estudia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH la licenciatura en Letras Españolas. Ha participado en diversos congresos como ponente, tales como el Congreso Nacional de Estudiantes de Literatura y Lingüística 2019 en Guadalajara y 2020 en Zacatecas; en el XIV Coloquio Nacional de Literatura “Efraín Huerta” en Guanajuato, en 2019; así como en la Semana Cultural de la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH en el 2019. Fue el secretario general del Encuentro Nacional de Escritores Jóvenes “Jesús Gardea” (ENEJJG), del periodo 2019-2020. Ha leído sus poemas en distintos eventos. Es editor, miembro del comité y colaborador en una revista de difusión científica literaria llamada Leteo. Ahora trabaja como parte del comité de otra revista en proyecto de elaboración, esta vez de carácter científico histórico. de Muertos a nivel secundaria en noviembre del 2019.

 

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