Desirée

Por Eduardo Alcalá López

Ves un anuncio en el periódico de ayer: “Se solicita niñera que tenga conocimientos de psicología, un día a la semana durante 1 mes, los jueves de 7 de la noche a 7 de la mañana. Incluye cena”. La paga es buena y viene un número telefónico, abajo dice “No llame, mande mensaje por Whatsapp”. Relees el mensaje y dudas un segundo. Quizás es muy bueno para ser verdad. Quizás alguien ya ocupó el puesto. Haces unas rápidas cuentas mentales y te percatas que ese dinero te basta para completar el presupuesto de gastos para tu viaje a Alemania que has planeado por años. No lo piensas más y mandas el mensaje.

Revisas los detalles antes de confirmar que tomarás el trabajo. Tendrás que cuidar a una niña de 7 años con algunos problemas de comunicación: tu especialidad. Además, te ofrece un bono si llegas puntual a la hora, ni un segundo antes, ni un segundo después. Sabes que podrás cumplir sin problemas y te imaginas dándote algún pequeño lujo durante tu viaje con ese excedente. Confirmas y la señora, asumes que es una mujer con quién has intercambiado mensajes, te responde con una ubicación. El siguiente mensaje te inquieta “Me llamo Dolores, cuando llegues no toques el timbre del edificio, sube directo al piso 3-303. No me digas tu nombre. Nos vemos el jueves”.

Estacionas tu auto en la acera frente a un edificio que no recordabas que existía a pesar de ser una zona por la que sueles transitar. No sabes si realmente es tan viejo o sólo está descuidado y la hora de la tarde lo hace ver peor. Tardas un instante en bajar de tu auto, pero recuerdas la puntualidad. Levantas la mirada al cruzar la calle y buscas el piso 3. Ves que alguien escapa detrás de la cortina en una de las ventanas de la tercera fila y le sonríes pensando que es la niña que te estaba esperando.

Mientras observas tu reloj tratas de recuperar el aliento por subir cientos de escalones. El elevador estaba fuera de servicio. Esperas a que falte un segundo antes de las 7 y tocas el timbre. No hay sonido, intentas varias veces, pero no sirve. De inmediato sientes que ya perdiste el bono desde el primer día, pero la puerta se abre y ves a una joven mujer que podrías ser tú, misma estatura, misma complexión, quizás hasta la misma edad, pero ella se ve demacrada, agotada, como si la hubieran privado del sueño por semanas. Tú la saludas, pero te interrumpe. Te agradece haber llegado puntual y sonríes por dentro. Te dice que la niña se llama Matilda y está en su cuarto viendo la televisión, te inspecciona de arriba abajo y hace un gesto casi imperceptible de aprobación mientras te hace pasar. Con dificultad entiendes cuando te dice que tiene que ir a trabajar y se le hace tarde, que puedes tomar lo que gustes de la cocina. Arrebata su bolso de un perchero en el vestíbulo y, al salir, cierra la puerta tras de sí.

Caminas por ese breve espacio apenas iluminado con la luz de la tarde que se filtra por las ventanas de la estancia que aparece a tu lado izquierdo. Te encuentras con una sala vieja tapizada en poliéster y una mesita de centro con marcas blancas de vasos sobre el barniz. Ahogas un pequeño grito porque crees ver la silueta de una mujer parada junto a la ventana, pero cuando tus ojos se adaptan a las sombras, notas que sólo es una mesita alta con una lámpara sobre ella. Encuentras un apagador y lo presionas sin resultados. Llamas a Matilda y una vocecita te responde de algún lugar en el fondo del departamento.

Avanzas por el pasillo que atraviesa todo el lugar y notas que una puerta a tu derecha da a la cocina, luego a la izquierda pasas un baño y al fondo hay dos puertas más. La habitación de la derecha está oscura y de la otra salen luces bailarinas. Alcanzas a identificar que muy bajito suena La Gazza Ladra de Rossini. Te causa una breve fascinación que esa niña pudiera estar viendo alguna de esas caricaturas clásicas como las que veía tu padre, donde había animales haciendo tonterías con música clásica de fondo, pero cuando entras a la habitación ves a la pequeña sentada en el piso a un par de metros de un televisor viejísimo, de esos con cinescopio, iluminada por la pantalla donde una señora con un leotardo verde intenta golpear a un sujeto vestido todo de blanco, con un sombrero de hongo y una enorme nariz, que la mantiene a distancia con una escultura de lo que parece ser un enorme pene de porcelana. Te congelas un segundo y luego corres para interponerte frente a la pantalla justo antes de que el hombre le reviente la cabeza con la escultura.

Matilda te sonríe y te dice que no te preocupes, que ya la ha visto antes, al mismo tiempo suelta una risilla que te incomoda. Apurada, encuentras el interruptor de la televisión y la apagas todavía con la imagen en la mente. Ella se levanta de un salto, corre a la cama y te pide que le cuentes un cuento como si nada hubiera pasado. Con una disposición angelical te ofrece un libro y te dice que tu cama está del otro lado de la habitación. Hasta ahora no has detectado señal alguna de que tenga problemas de comunicación. Intentas preguntarle cómo ha estado su día, pero te responde que tiene sueño y que quiere dormir.

 

Matilda cayó dormida antes de que terminaras de leer el cuento y aprovechas para recorrer el departamento después de comer la fruta y las galletas que llevaste para cenar. Usas la luz de tu teléfono porque todo está a oscuras y no tienes idea dónde encender las luces. “Nota mental, preguntar mañana a la señora Dolores”, piensas mientras avanzas. El único lugar donde sí funciona la luz es el baño, aunque sólo es un débil foco situado sobre el espejo que ya ha perdido mucha de su capacidad reflejante. Te miras un instante y tu propia imagen te inquieta. Sacudes esa sensación de tu cuerpo y te sientas en el retrete. Observas que el baño bien podría tener los mismos mosaicos desde hace 50 años. De tu lado izquierdo hay una cortina enmohecida que evitas tocar. Terminas, pero no te levantas. Notas que a tu alrededor el silencio se ha vuelto profundo y denso, como si todos los sonidos del mundo se hubieran apagado. De pronto, sobre tu hombro sientes una brisa fría que mueve tu cabello y escuchas un murmullo indescifrable. Un escalofrío recorre tu espalda y llega hasta tus pies que te catapultan. Giras y esperas ver algo, alzas los brazos para defenderte o atacar, pero sigues igual de sola en el baño… Respiras agitada pero tampoco haces ruido, pareciera que los muros lo absorben todo y te devuelven sólo silencio y frío. Te descubres desnuda de la cintura a los tobillos y sientes como si cientos de miradas invisibles escudriñaran tu cuerpo indefenso. Con toda la torpeza de la urgencia te subes el pantalón y sales de ahí corriendo. Sentada en la cama te preguntas si fue producto del cansancio o quizás no viste alguna ventana por la que haya entrado alguna corriente de aire. Por esa noche no piensas averiguarlo. Ves la hora, son las 9. Te acuestas y duermes sin soñar.

 

Sientes la vibración de la alarma silenciosa de tu teléfono a las 6:50, pero tú estás despierta desde poco después de las 4:00. Se abrieron tus ojos y ya no pudiste conciliar el sueño. Temes que tendrás un día terrible en tu trabajo diurno, pero te levantas y no sientes cansancio. Miras a Matilda todavía dormida, el reflejo del amanecer ya entra por la ventana, notas que la habitación se ve más cálida conforme se ilumina y hasta empiezas a dudar de lo que pasó la noche anterior. No estás acostumbrada a dormir fuera de tu casa o tu cuarto, ni habitar espacios ajenos. Te convences de que esa es la razón que te hizo sentir lo de la noche anterior. Con todo cuidado terminas de recoger la cama en la que dormiste, le dedicas una última mirada a la niña pensando que no preguntaste si tendrías que prepararla para ir a la escuela cuando, frente a ti, bajo el marco de la puerta, ya está la mamá de Matilda que te mira con un rostro aún más en ruinas que el de la tarde anterior. Das un pequeño salto y no puedes evitar golpear la cama de Matilda quién se mueve inquieta sin despertar. No sabes si sentirte culpable o asustada. Te invade un mareo y se nubla tu vista por un segundo, pero te recuperas casi de inmediato. Pides disculpas, la mamá de Matilda te dice que no hay problema, pero luce aterrada; ella, a su vez, se disculpa por asustarte. En un torpe intercambio de palabras intentas darle un reporte de lo que pasó la noche anterior, pero ella te corta y te dice que está muy cansada, que podrán platicar la próxima semana. Te acompaña a la puerta y en el camino te entrega un sobre, tú sientes que te empuja sin tocarte, como si fuera apremiante que salieras de ahí. De pronto estás de pie en el mudo pasillo. Un rayo de luz entra impetuoso por la ventana lateral del edificio y te roza los zapatos. Estás de pie frente al departamento 303 mientras intentas procesar las últimas 12 horas. Gente rara, dices para ti y miras el sobre, lo abres y ves más dinero del que esperabas. Observas que en él está escrito “Es el pago por el mes completo. Nos vemos la próxima semana”.

Durante los siguientes días envías mensajes al teléfono de la señora Dolores platicándole las generalidades de la noche, le preguntas cosas como la cena de Matilda o si hay que prepararla para la escuela, si tiene algún horario para irse a la cama y si tiene alguna alergia o situación médica que debas tener en cuenta. Le pides que te platique un poco de su problema de comunicación, porque tú no lo notaste. Finalmente, lo dudas, pero le comentas el incidente de la película. Te preocupa, como profesional, que esté expuesta a esos estímulos negativos. Pasan los días y no recibes respuesta. El jueves a medio día te das cuenta de que ni siquiera los recibió.

Este jueves llegas un poco más temprano. Te quedas en tu auto unos minutos y observas el edificio. Lo ves diferente, no tan viejo, no tan abandonado, no tan gris. Miras las ventanas y ahora notas que varias cortinas se mueven. Podría ser el viento o quizás los vecinos que te escucharon llegar. Una vez más estás a las 6:59 frente a la puerta y ahora la golpeas en el momento preciso y ésta se abre con el impulso de tu puño. Encuentras a la señora Dolores caminando hacia ti, poniéndose una gabardina y tomando su bolso, apurada por irse. Una vez más te agradece y te dice que puedes cenar lo que gustes. Tienes que moverte para que no te empuje al salir. Entras y esta vez encuentras a Matilda dentro de la cocina, quien te recibe con una sonrisa. 

Esa tarde notas a Matilda muy despierta, tratas de evaluar cuál podría ser el problema del que hablaba su mamá, pero no identificas algo que pudiera tratarse clínicamente. Se sientan sobre la vieja alfombra de la sala a jugar con unos ponys coloridos. En algún momento te dice que tiene que ir al baño. Te das cuenta de que no entra al baño del pasillo, sino que camina hasta la habitación de su madre y escuchas que una puerta se cierra a lo lejos. Cuando regresa continúas jugando con ella, aguantas lo más posible, luego, con la mayor sutileza, le preguntas si el baño del pasillo está descompuesto. Ella te mira un segundo y luego sigue jugando, un instante después te dice, como sin querer, que ese es el baño del señor Delbert y sus amigos, que prefiere no molestarlo.

Esa noche Matilda te pide cereal con leche y tú la acompañas con un plato. No dejas de pensar en el señor Delbert, el nombre te taladra la mente como si fuera una promesa no cumplida, una culpa imborrable, te pica y te incomoda. La acompañas a lavarse los dientes en el baño de su madre y aprovechas para hacerlo tú también. Te parece irracional, pero tampoco quieres molestarlo. Te ríes como si fuera un chiste, pero no piensas averiguar si sólo fue la imaginación de la niña que quizás sintió algo cómo tú y creó un personaje a quién hacer responsable. Te propones que la próxima semana, apenas llegues, entrarás a ese baño y revisarás qué pudo haber sucedido. Hoy no.

Miras tu teléfono y alcanzas a ver que son casi las dos de la madrugada. Hay un golpeteo constante que proviene de algún otro departamento. No logras identificar si es arriba o abajo, pero no cesa. Te giras y esperas que pronto calle, pero continúa por varios minutos. Se detiene un momento, pero sólo para iniciar instantes después. Te dan ganas de levantarte para ir a callar al vecino ruidoso, quizás sólo golpear en algún muro como para llamar su atención, pero no quieres despertar a Matilda ni meter en problemas a la señora Dolores, y te preguntas cómo es posible que nadie más en el edificio haya ido a callarlo todavía. Largos y agotadores minutos después el cansancio te vence, caes dormida. Esa noche sueñas con un campo de batalla con miles de soldados romanos que toman formación, avanzan a la guerra sobre laderas de fuego y sus pasos resuenan en tu mente como una locomotora desbocada. Sientes lejana la vibración de tu despertador y no puedes creer la terrible noche que acabas de pasar. Todo está en silencio. Como puedes, doblas las sábanas. Esta vez la señora Dolores te encuentra sentada en la sala con la cabeza entre las manos, pasa y te da los buenos días, pero no se detiene y va a encerrarse en su habitación. Con la poca fuerza que logras reunir sales del edificio y manejas a tu casa con un dolor de cabeza que no has experimentado en años.

Transcurre la semana y estuviste tan ocupada que no pensaste ni en Matilda ni en su madre. Después de un buen descanso, olvidaste aquella noche. Sales de tu trabajo matutino y ves que tienes un mensaje de un número desconocido que dice “Hola. Soy Dolores. Cambié de número. Por favor trae una foto tuya porque la administración del edificio me pidió hacerte una identificación para que puedas entrar”. Miras extrañada el mensaje y estás casi segura de que no tienes ninguna foto reciente. Tendrás que ir a retratarte antes de ir con ellas.

Investigas y te das cuenta de que hay un estudio a unas cuantas calles del edificio. Te parece increíble que todavía existan. Sales de tu casa con tiempo suficiente para tomarte las fotos antes de llegar con ellas. El estudio es un local que quedó congelado en el tiempo. El piso es de láminas de formaica amarillenta que alguna vez fueron color blanco y aqua. Hay un mostrador de vidrio donde están expuestos los trabajos que nunca fueron recogidos por los clientes. Al fondo se ven dos habitaciones sin puertas, pero están cerradas con unas cortinas de terciopelo rojo que cuelgan como mortajas. Entras a una de esas habitaciones y toman tu foto con una cámara a la que le quitan y le ponen placas, le presionan botones y le jalan palancas mientras tú miras fascinada. Esperas a que te entreguen tus 12 fotografías tamaño infantil en blanco y negro, mate, cuando algo llama tu atención en la vitrina. Ves retratos de personas que parecen tener muchísimos años ahí. Hay señoras con peinados altos, hombres con el cabello esponjado, niños con peinados militares y niñas con grandes copetes. Entonces algo atrae tu mirada, una de esas mujeres es muy parecida a la señora Dolores, pero parece disfrazada para una fiesta de los años 80. Intentas hacer un cálculo mental, pero el fotógrafo te tiende un pequeño sobre de papel blanco con tus fotos dentro. Le pagas y te vas.

 Estás otra vez estacionada esperando la hora. Notas que el edificio tiene color. No que lo hayan pintado recientemente, sino pareciera que le hubieran quitado una capa de mugre que lo hizo ver más joven. Te alegra porque piensas que se ve menos macabro. Supones que le hicieron algún tipo de limpieza la última semana y caes en cuenta de que no has visto a nadie del edificio: no hay portero, ni recepcionista, ni casero o alguien que pudiera haber visto que entrabas o salías. Cuando llegas a la puerta, aunque vas perfectamente a tiempo, la Sra. Dolores está, literal, con un pie afuera. Apurada te agradece y te dice que Matilda se está bañando y que ya cenó. Apenas tocas la puerta sale disparada hacia la escalera, desapareciendo entre traspiés, pero sin hacer un solo ruido. Entras, y la niña ya ha salido del baño, te pide que la ayudes a vestirse.

Esa noche sueñas con terribles bestias invisibles que te persiguen en un laberinto de hielo. Sientes mucho frío y te duele todo el cuerpo, pero despiertas sudando. Ahí está nuevamente el ruido. Estás a punto de gritar, pero recuerdas a Matilda. Te sientas en la orilla de la cama sosteniendo tu cabeza con las manos. Esperas un eterno minuto a que el ruido cese, sin embargo, parece que va incrementando. ¡Cómo es posible que el resto de los vecinos lo escuchen y no vaya alguien a reclamar! Te levantas, te pones tus tenis y tu suéter. Ya no puedes más. Alguien tiene que hacer algo. Como puedes, caminas por el departamento alumbrando con la lámpara de tu teléfono. Sales al pasillo del piso 3 y tratas de identificar de dónde proviene el ruido, y no puedes creer lo que pasa: sientes como si hubieras entrado a una cabina de silencio y lo único que escuchas es el latido de tu corazón palpitando en tus sienes. Te quedas de pie un instante con los ojos apenas abiertos y decides volver. Acabas de dar dos pasos dentro cuando el ruido reinicia. Te detienes en seco y ahogas un grito de frustración. Regresas a la puerta, aprietas el picaporte con furia como si lo quisieras arrancar. Cuando estás segura de que el ruido no cesará vuelves a abrir y el ruido se detiene de inmediato, pero estás segura, o casi segura, de que lo escuchaste del lado derecho… De ese lado está la ventana, supones que debe provenir del departamento que está enfrente, al otro lado de la escalera que ocupa el cubo central. Caminas con decisión y vas a golpear la puerta cuando escuchas el ruido sobre tu cabeza. Corres entonces hacia la escalera que te conduce al cuarto nivel y subes saltando escalones hacia un piso idéntico al que acabas de dejar, pero el ruido se escucha todavía por arriba de donde te encuentras. La ira que sientes te impulsa a seguir hasta encontrar al responsable. A cada paso que das el ruido se escucha cada vez más fuerte, pero parece que se aleja. En ese momento, bajo tus pies, los escalones se reblandecen, te hundes en ellos, sientes que asciendes sobre una duna interminable de arena negra mientras una helada ventisca golpea tu rostro y te impide continuar. Caes de bruces sobre la arena, tratas de gatear sin saber hacia dónde vas, pero pronto alcanzas la cima y el otro lado te succiona hacia un vacío negro que se convierte en una caída libre. Gritas, sientes que gritas, pero tu voz es sólo una opresión en tu pecho que vacía tus pulmones. Tratas de asirte de algo y por encima de tu cabeza te encuentra una pequeña mano que extrae tu cuerpo inerte de la negrura que lo envuelve y te susurra “ven, quédate conmigo”.

Escuchas entonces a Matilda, quien te dice que tu alarma está vibrando, que pronto llegará su mamá y necesitas estar lista para irte. Se cubre la boca al tiempo que suelta esa risilla que te incomoda. Abres los ojos creyendo que vas a tener la peor jaqueca de la vida, sin embargo, te sientes muy bien, quizás algo cansada, pero bien. Cuando caminas junto a la sala ves que tu foto está en la mesita de centro donde la dejaste, pero ahora, junto a ella hay una muñeca de trapo envuelta en un vendaje negro. Llegas a la puerta y te recargas sobre ella para no caer. Callada y con la mente en blanco esperas a que Dolores regrese.

Abres los ojos, sin pensarlo sacas el teléfono de tu bolso y miras la hora, son las 11:30. Te duelen las plantas de los pies y las rodillas, tienes hambre. Sientes en la frente la marca que te ha dejado la puerta y tu cuello es un leño seco y tieso. Tardas un momento en darte cuenta dónde estás e intentas comprender qué pasó. El sol ilumina el departamento y lo encuentras mucho más acogedor que nunca. Caminas hacia la sala y de alguna forma se ve renovado. Sientes dentro de ti que tu voluntad parece dormida y pareces incapaz de decidir qué hacer a continuación. Dolores no regresó esa mañana y no sabes si mandarle un mensaje o dejar sola a Matilda o preguntarle si puedes llevarla con alguien. Piensas en tu trabajo diurno y las cosas que harías esa mañana. Por tu mente pasan tantas cosas que decides sentarte en la sala para intentar ordenar tus ideas. Escuchas entonces unos ligeros pasos detrás de ti que con la voz más dulce te dicen: Hola mami. Qué bueno que has vuelto. ¿Qué vamos a desayunar hoy?

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