El caminante

Por Angélica Rivas Hernández[1]

 

El clima abrazador del desierto era la realidad de Nicolasa, desde el día en que nació hasta el día que su padre la juntó con Ramón, las noches eran frías y despiadadas, en medio de la nada; el sonido de los animales por las noches y ese murmullo del vacío impregnaban su realidad. 

Nicolasa no había conocido más que brevemente la sensación de un lápiz sobre la mano, apenas había pisado la escuela rural por un par de meses cuando sus padres decidieron que lo mejor era que se quedara en casa a ayudar a su madre con los cuidados de sus hermanos. Primero fue Agustino quien exigió la atención de su hermana, después Fausto, Flor, Hermila y Cipriano. Los años de su infancia transcurrieron sin la sensación de ser una niña, porque la vida en medio de la nada exigía que ella fuera más responsable; apenas terminaba de jugar con sus muñecas improvisadas de trapitos viejos cuando sus hermanos necesitaban atención de Nicolasa, o su madre necesitaba que pusiera a calentar los frijoles porque su padre pronto regresaría de la labor. 

Cuando tenía dieciséis, su padre llegó una noche con su compadre Ramón, quien era quizá unos años más joven que él. Se habían conocido desde jóvenes en la labor, había quedado viudo ya hacía mucho tiempo y no había tomado tiempo para volver a juntarse con alguien, viajó mucho, porque el trabajo en esa tierra era irregular y aprovechando la soledad de su condición, decidió aventurarse a explorar México. Estaba de regreso en su tierra natal para arreglar sus papeles, de pasó se encontró con Manuel, padre de Nicolasa.

Cuando el compadre Ramón vio a Nicolasa ya más grande se le avispó la pupila, no dudó en pedir a Nicolasa como mujer y su padre no dudó en aceptar. Ramón tenía más dinero, iba y venía a las ciudades del norte, una boca menos por alimentar pensó Manuel. La vida de Nicolasa cambió drásticamente, sin la opción de decir que no, porque su voluntad es lo que menos importaba, y aunque su madre sopesó la decisión, no pudo impedir que arrancaran de su lado a su primera hija, porque estaba claro que no le pertenecía, sino que por herencia patriarcal parecía que el producto de su vientre era producto de cambio del hombre que la había raptado unos diecisiete años antes. 

La vida de Nicolasa continuó unos kilómetros más adelante, en una casa igual de alejada de la ciudad, en medio del calor del desierto. Mientras el sol iluminaba aquel paraje sepia, la vida de ella parecía que no resplandecía con el mismo brillo. Los días los pasaba realizando las labores que había aprendido con su madre, mantener limpio el lugar, levantarse de madrugada para poner a cocer los frijoles que compraba cada vez que iba al pueblo, lavar la ropa de Ramón, al cabo de un año, se sumó a las tareas cuidar a Juana, la hija que había concebido allá en medio de la nada, con ayuda de una partera traída desde el pueblo. 

Cuando no se tiene mucha perspectiva del mundo, las expectativas no suelen ser tan amplias, pero estaba claro que Ramón era la reproducción del padre autoritario que había arrebatado la felicidad a su madre. Al cabo de un año, el gusto que Ramón había depositado en Nicolasa se fue desvaneciendo, primero comenzó con reclamos sobre por qué el café estaba poco cargado, cuando ella tenía que hacer milagros para hacer rendir lo que él llevaba a la casa. Cuando él se iba a la labor, ella podía dedicarse un tiempo a jugar con Juanita, lavar trapos viejos que usaba por ropa, poner a secar los chiles, agregar más agua a los frijoles para que rindieran otro día más.

Al caer la noche, caían reclamos, pronto no tardaron en caer los primeros golpes y, después, su cuerpo ya no le pertenecía a ella. Era un martirio que estaba comenzando a soportar por miedo, por estar sola en un lugar alejado de la nada. Maldito aquel día que sus padres la sacaron del colegio rural. Por un tiempo cesó el calvario, Ramón no soportó más la vida monótona del lugar, comenzaron a ser viajes breves, una semana Torreón, dos semanas en Monterrey, al menos eso es lo que él decía, ella no ponía en duda porque no sabía nada más allá de la existencia en aquel lugar. 

Con el tiempo comenzaron a ser más largos esos viajes, dos meses en Ciudad Juárez. Al inicio eso no era un problema, porque Ramón dejaba la ración de frijoles, maíz, chiles necesarios para las semanas que se iba, las gallinas ponían huevos y el agua Nicolasa la acarreaba de un pozo que quedaba por ahí, a unos quinientos metros. Pero cuando los viajes comenzaron a ser más largos, el alimento se agotaba y no quedaba más que el agua y los huevos para comer, Juanita necesitaba más cosas y Nicolasa comenzó a sentir el temor de estar lejos y sola, no había reparado en la soledad del desierto. 

Habían pasado seis meses sin que Ramón se parara por ahí, cuando un día Nicolasa cayó enferma, durante dos días no había probado bocado, Juanita aprendió a comer pedacitos de pan que les regalaba una viejita que solía pasar por ahí de vez en cuando. La noche del segundo día Nicolasa se postró en cama con una temperatura que contrastaba con la frialdad del clima en el desierto en mitad de la noche, pronto quedó dormida. Entre alucinaciones veía a esa viejita que le regalaba pan, “ven mi niña”, le decía, “ven caminando con camino al pozo, camina por medio día más y ahí estaré esperando tu llegada”.

Nicolasa despertó al medio día del tercer día de enfermedad, cogió a Juanita en brazos, tomó a las gallinas con unos lazos y caminó por cuatro horas, sin dudar nada, no quedaba mucho que esperar de la situación, enferma y sin comer, llegó a una casita de adobe como la suya, muy humilde, en la puerta la esperaba la viejita. 

—Mi niña, te estuve esperando, que bueno que vienes, vente deja le damos agüita a la criatura, siéntate que te está esperando un caldo de gallina en la mesa. 

Nicolasa se sentó sin pensar, bebieron y devoró el caldo, tanta hambre guardada que traía. Juanita y Nicolasa se quedaron semanas ahí, ayudaba a la viejita a las labores, nunca le faltaba nada, siempre venía gente a ver a doña Cleo, así es como llamaban a esa mujer. Era común que viniera gente a decir “Doña Cleo, me duele aquí” “Doña Cleo no puedo probar bocados”, Cleo metía a sus pacientes a un cuartito y salían como nuevos. Cuando se iban, dejaban un pago en especie, gallinas, granos, maíz, pan, Doña Cleo siempre decía “A mí monedas no, denme algo para comer, que a mí riqueza me sobra”.

Nicolasa tenía mucha tentación por todo eso, no sabía qué clase de trabajos hacia Doña Cleo. En su casa con sus padres, Manuel solía decir que esas mujeres eran la muerte, eran brujas, amantes del demonio, pero Cleo parecía estar siempre tranquila y ella se sentía muy feliz ahí. Un día Doña Cleo le dijo “Tu eres como yo, porque tu naciste de mí, ya estabas ahí cuando yo andaba en encargo de tu mamá, eres como yo, sacaste mis dones, pero si quieres aprender tendrás que venir aquí conmigo” 

Pasaron dos meses más, Juanita y Nicolasa estaban tranquilas, Doña Cleo había tenido muchos pacientes, y un día le dijo a Nicolasa “Ya viene tu marido, está enojado porque perdió dinero, debes regresar a tu casa, pero recuerda que sí pides un deseo, debes repetirlo tres veces cada día durante tres días”. Nicolasa tomó a sus dos gallinas y se fue, dejó a Juanita con Doña Cleo, una decisión fuerte para una madre, pero prefería que la niña estuviera lejos de ese depredador. 

Caminó por un día y medio a plena luz, cuando llegó, él ya estaba esperándola en la puerta, enojado, porque para variar ella debía ser un accesorio de aquel lugar llamado hogar. No había nada que comer, así que él perdió el control, tomó un cinturón que había traído desde la capital y le propinó unos golpes en la espalda, Nicolasa tenía más de ocho meses que no había experimentado ese dolor en su cuerpo, había pasado las semanas anteriores cuidando gente, recibiendo regalos, había olvidado la sensación de un cuero rasgando su piel. 

Después de poner a cocer frijoles y preparar unos huevos con chile, Ramón decidió que era momento de tomar lo que por derecho era suyo, sin importar la sangre en la espalda de Nicolasa, decidió tomar su cuerpo sin atender la negativa de su esposa. Al caer la media noche, ella se percató que él no había preguntado por Juanita, al parecer daba igual lo que pasara con la niña, en tanto Nicolasa estuviera a la orden, él mencionó que no tenía ni para caerse muerto, así que tendría que regresar a la labor, lo cual significaba que se quedaría por tiempo indefinido. A Nicolasa se le hundió el pecho. 

Pasaron las semanas entre la rutina de la labor, la bebida, los golpes como si fuera una tempestad en medio del desierto. Una noche, después de que Nicolasa se sintiera mala y estuviera indispuesta por varios días, Ramón perdió la calma, ese día él la azotó contra el piso tan fuerte que comenzó a sangrar entre las piernas, Nicolasa sintió un profundo dolor que le desgarraba el vientre, él tomó una botella y se salió, ella sabía que le habían arrebatado una vida de las entrañas. En medio del dolor ella pensó “si tantas ganas tiene de irse, que se vaya, que camine día y noche sin parar”, entonces lo repitió, “que Ramón camine día y noche sin parar, que Ramón camine día y noche sin parar, que Ramón camine día y noche sin parar”. Así pasaron tres días, Nicolasa limpió la sangre en el piso y repitió ,

“que Ramón camine día y noche sin parar, que Ramón camine día y noche sin parar, que Ramón camine día y noche sin parar”; Nicolasa se colocó un pañuelo entre las piernas, para que absorbiera la sangre mientras repetía “que Ramón camine día y noche sin parar, que Ramón camine día y noche sin parar, que Ramón camine día y noche sin parar”; Nicolasa se levantó a las cinco de la mañana para poner los frijoles al fuego y repitió , “que Ramón camine día y noche sin parar, que Ramón camine día y noche sin parar, que Ramón camine día y noche sin parar”. 

A medio día Ramón tomó su sombrero y le dijo a Nicolasa que no iría a la labor, pero iba a salir, Ramón se fue caminando en dirección contraria al pozo de agua. Nicolasa tomó su chal, cargó sus dos gallinas y se fue, rumbo al pozo de agua y más allá. 

Una tarde, cuando Doña Nicolasa y Juanita estaban curando a una mujer de empacho, ésta les contó que habían encontrado a un hombre allá bien lejos, donde los animales van a morir, a la zona donde hay puro silencio, el hombre no dejaba de caminar en círculos, no paraba, estaba como maldito, tenía canas y la piel achicharrada y agrietada, dijo que a veces estaba ahí y otras no podía verse. Al salir la señora aliviada de empacho, Doña Nicolasa se sentó en su banquito, tenía ya cuarenta años, Juanita y ella habían heredado la labor de Doña Cleon esa casa de adobe nunca faltaba pan. 

 

 

 

[1] Angélica Rivas Hernández. Licenciada en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México, egresada de la Maestría en Humanidades, línea Formación Docente de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Docente de Historia, danzarina y feminista en construcción. 

 

 

 

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