Por Daniela Caballero[1]
Sientes una fuerte presión en el pecho. Las manos y la frente sudan, no de calor, es una sensación fría. El corazón palpita más fuerte y rápido, como si quisiera salir corriendo de la caja torácica. En la garganta, subiendo, consecuencia del mareo, vienen las náuseas constantes y profundas. Se te olvida respirar y cuando te das cuenta intentas compensarlo con inhalaciones más rápidas que te causan más mareo. Quieres huir o vomitar, aunque para huir necesitas tus piernas, no muy capaces para ese momento. Lo mejor sería caer, con la mejilla en el piso frío y dejar al cuerpo con esos espasmos que has estado intentando ocultar. Mejor prefieres morir y eso sientes. Estás muriendo con este ataque de pánico.
Si nos remontáramos de forma consciente a nuestra historia de vida, encontraremos el momento exacto donde se detonaron ciertos episodios como los ataques de pánico o ansiedad. Sin embargo, muchos y muchas de nosotras no hemos podido identificar o nombrar esta clase de episodios porque nadie habla al respecto o los confundimos con otras afecciones con mayor “lógica”.
Supe sobre mis ataques de pánico hace poco. Pasé ocho años creyendo que las náuseas eran debido a la gastritis. Estuve, al menos, cinco años con gastroenterólogos buscando una explicación. Me hicieron dos endoscopias y ningún médico me pudo explicar por qué me sentía así: «no tienes nada», me decían ¿Cómo no tenía nada?, yo no mentía, de verdad tenía esos síntomas, el cuerpo sentía. Su incapacidad para sugerir otra cosa, además de medicamentos y dietas, era hacer ejercicio o meditar.
El tema de la salud emocional era un mito en mi familia. Si la mente padecía se reflejaba en hábitos como la bebida, el tabaco o una obsesión por actividades mecánicas relacionadas con el trabajo remunerado y el trabajo doméstico. Nunca se habló de las emociones, ni sobre cómo nos sentíamos.
Desde muy pequeña, aprendí a vivir con mi sensibilidad, empatía, mi espíritu retraído y enfrascado en sí mismo. El peso del mundo y la realidad resultaba ser muy dolorosa para mí. Pero lo viví en silencio, encontrando refugio, como muchas personas de mi generación, en el arte, en la escritura, en la lectura o en la música. Si no se podía vocalizar, se podía traducir en esas formas de arte.
Cuando crecí, se nos llamó “generación de cristal”. Se hacen chistes, burlas y comentarios sobre nuestra supuesta “extrema” sensibilidad al mundo. Hay varias y varios educados en la lógica capitalista de la productividad, del capacitismo y de la practicidad. Nos han hecho creer que nuestro valor como persona sólo se determina en función de los éxitos cosechados y ¡claro!, deben ser logros válidos para nuestra sociedad capitalista sedienta de arrancarnos un poco más de nosotras y nosotros.
Nos convertimos en mercancía para la explotación y encumbramos el sacrificio, el desgaste físico, el sobreesfuerzo, los promedios, las calificaciones, los objetos adquiridos; eso suele ser más importante que el descanso, el tiempo, el gozo, la contemplación y el ocio. Incluso los trabajos creativos se han industrializado, sacando de los hornos ideas, conceptos, talento como si fueran productos empacados para su consumo.
Nos engañaron. Usan palabras que nos daban esperanza o eran alicientes en momentos difíciles: resiliencia, superación, aprendizaje, crecimiento, todas esas palabras se volvieron en nuestra contra, alimentando las exigencias de los otros, aumentando nuestras propias demandas de ser mejores.
La pregunta filosófica ¿quién eres? se responde en función de nuestra profesión, nuestros títulos, premios, remuneración económica. Lo que nos ayude a ensanchar las descripciones sobre nosotras mismas o nos permita poner más datos en nuestro curriculum vitae.
Son ingenieros, dentistas, atletas, médicos, el primer hombre en la luna, el rompedor de récords mundiales, en el caso de los hombres. Para las mujeres estas descripciones suelen reducirse a atributos físicos de lo que la sociedad dicta cómo es o no es ser mujer: somos mamás, maestras, amas de casa, somos la delgada, la gorda, la celulítica, la señora, la vieja, la hermana de, la esposa de.
Pero, incluso aunque vayamos sorteando esas etiquetas físicas, cuando nuestros triunfos son lo suficientemente loables se espera de nosotras no ser menos de eso. Peor aún, si “fallamos”, si no somos las mejores quedamos, como siempre, a merced del escrutinio, de los juicios, de la horca donde nuestras ancestras fueron enjuiciadas y sentenciadas.
Hace poco se cumplieron diez años de la muerte de Amy Winehouse. Su historia es la prueba de la manera en que el amor romántico atrapa a las mujeres, pero también de cómo se desdeñada y ridiculiza la salud mental de una mujer. Con el tiempo lo comprendí: Amy Winehouse no era víctima de sí misma, y las decisiones que la llevaron a su muerte no las tomó ella por un deseo consciente de hacerse daño. Sus canciones fueron y han sido el testimonio de su profundo dolor. Detrás de su prodigiosa voz, se encontraba una mujer vulnerable y vulnerada por hombres que dijeron quererla, pero quienes solo deseaban su dinero y fama.
Pocas personas a su alrededor pudieron prevenir el final de su vida. La gente más cercana a ella priorizó el beneficio económico por encima de la salud emocional y física de Amy. Cuando el deseo de recuperarse y reconocer su enfermedad comenzaba a crecer, su cuerpo no resistió; no soportó las consecuencias de la anorexia y bulimia causada por el bien aprendizaje del patriarcado a odiar nuestro cuerpo.
Todo el talento fue sepultado por los chistes hecho a sus expensas. En su muerte, encontró la banalización y espectacularidad de pertenecer a un supuesto club, a un conjunto de personas cuyo escape de los demonios internos los condujo a la muerte. Artistas a quienes la falta de empatía para poder hablar sobre sus enfermedades mentales y con la exigencia de dejar todo en el escenario encontraron en el alcoholismo o el consumo excesivo de drogas refugio.
Para las mujeres, historias como las de Amy Winehouse se repiten en una industria tan misógina como lo es la del espectáculo. Hemos dejado de ver a las mujeres cantantes como humanas y se convierten en un show. El caso más reciente, aunque lleva años luchando, es el de Britney Spears. Todavía veo a gente cortarse o raparse el cabello y haciendo la broma: «apliqué un Britney», como si las crisis emocionales fueran un chiste o un corte de cabello. Tomamos a la ligera los colapsos mentales diciendo: «estamos depre» o comparando un mal día con un episodio depresivo.
Nadie nos enseña a identificar los signos de que algo anda mal con nuestra psique, tal y como nos instruyen en reconocer un dolor de cabeza. Hay algunos médicos que te corrigen cuando intentas explicar tus síntomas físicos para decir el término correcto; sin embargo, no hay médico o especialista que tome en cuenta tu estado de ánimo o las crisis de ansiedad como un factor importante en un diagnóstico.
Las incapacidades, si se dan, son por una ruptura de hueso, una afección clínica, un padecimiento con explicación médica aceptada y observable con un estudio. No obstante, no hay una radiografía que muestre un ataque de pánico, de ansiedad, el burnout o las ideas suicidas, por lo tanto, debes seguir adelante en ese estado mental.
Las exigencias actuales son todavía mayores, mientras que las condiciones y oportunidades para aspirar a una vida digna se reducen cada vez más. Aun así, se nos ha dicho que una de las cualidades más apreciadas hoy en día es ser resiliente; y por eso procuramos hasta fingir estar bien y continuar con el trabajo o la escuela.
Somos un diez o estamos en un porcentaje de llegar al objetivo. Intentamos llegar al cien por ciento como si fuéramos máquinas. Somos los estereotipos de nuestra edad, nuestro género, nuestra profesión, nuestro color de piel o lugar de origen. Lo que no somos, sin embargo, son nuestros gustos, nuestras pasiones, nuestros sueños, nuestros ideales, nuestras convicciones, todo eso no le sirve al capital.
Lo que sucedió con Simone Biles me parece un acto reivindicativo de la salud mental. Biles, una de las mejores gimnastas de nuestros tiempos y cinco veces campeona del mundo, se retiró de la competencia olímpica en Tokio 2021 para salvaguardar su integridad física y emocional. Simone Biles nos recordó que más allá de sus increíbles hazañas en el deporte es y seguirá siendo un ser humano.
Amamos esas historias, las de superación, las de aguante. Nos hacen creer que si nos sacrificamos y resistimos lo suficiente seremos recompensadas o recompensados. Debo acotar lo siguiente: nada llega por sí solo, y con temor a caer en la cultura del esfuerzo, no logramos ser felices sin intentarlo. Pese a ello, en nuestra sociedad no dejamos de repetirnos y de creer que únicamente con trabajo duro alcanzaremos nuestras metas, no siempre es así, debemos tomar en cuenta aspectos más allá de nuestro control, los cuales son condicionales tales como factores socioeconómicos.
La historia de Simone Biles es excepcional, no hay duda, pero contarla a modo de cuento de hadas nos aleja de ver a la persona como ser humana, con todos sus contrastes. Hace ver las afrentas como situaciones sencillas de superar sólo con tener la voluntad para hacerlo y despoja a la protagonista de la historia de los rasgos humanos, reales de nuestra naturaleza, los que nos hacen claudicar o conquistar los anhelos.
A la sociedad se le olvidó aquel oscuro y vergonzoso episodio del equipo nacional de gimnasia de Estados Unidos. Un sistema completo permitió, por una serie de omisiones y encubrimientos, a un hombre abusar de muchas niñas y adolescentes cuyo sueño era llegar a los juegos olímpicos a representar a su país, una de ellas: Simone Biles.
Habrá gente, la mayoría hombres, con la osadía de recriminarle no tener el temple o el carácter necesario para continuar en la competencia. Quizá, sean de algunas generaciones pasadas o actuales criadas bajo la cruel concepción de aguantar o tragarse las tormentas emocionales a costa de su estabilidad mental y la de las personas cercanas a ellos y ellas. En la guerra interna nadie gana.
Para pesar de las discusiones en redes sociales, en el concepto, el cristal se asocia al estado SÓLIDO, con todo y su fragilidad. Mientras, el cuarzo está hecho de sílice, prácticamente arena que expuesta a altas temperaturas se endurece para formar su estado cristalino.
Sé muy poco de química para ahondar en ello y los conceptos se escapan de mi comprensión, lo menciono por mi fascinación por las palabras: SÓLIDO, ARENA, CRISTAL. Para mí, es como si la naturaleza tuviera su propia composición poética al crearnos y crear lo que nos rodea y con lo que constantemente nos comparamos.
Nos consideran una “generación de cristal” por detenernos y tomar aire; por hablar abiertamente al respecto; por pedir dignidad en el trato y entendimiento de la salud mental, por pedir espacio y tiempo para priorizarse. Bien, entonces lo soy: soy polvo o arena en cuyos fuegos de las batallas más íntimas me convertí en cristal, en el cristal más sólido porque tomo todo, las heridas, los dolores, las incomprensiones, me las apropio, hago tregua con ellas y soy consciente de mi fragilidad.
Es curioso cómo en el lenguaje de forma recurrente nos comparamos con máquinas, decimos cosas como: «estoy recargando pila» si necesitamos descanso; «vamos a arrancar motores» para comenzar con energía una actividad o «le pondré mayor velocidad» para apurarnos a terminar una tarea. Vamos reafirmando lo que el sistema quiere hacernos creer: sólo somos piezas de esta oxidada, pero bien aceitada máquina del capitalismo. Aspiro a ser más, me temo.
En lugar de compararme con máquinas, prefiero encontrarme en la naturaleza, quizá hasta en la composición o el proceso de formación del cristal. Cuando Simone Biles decidió retirarse de la competencia volvió a ganar; eso pasa cuando una se prioriza y antepone su bienestar emocional, ahí una lo gana todo.
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Daniela Caballero (CDMX). Estudió Comunicación Social en la UAM-Xochimilco. Lleva siete años trabajando en la elaboración y gestión de contenidos digitales para la iniciativa privada y sociedad civil. Entusiasta de la literatura escrita por mujeres y melómana empedernida; a veces escribe. ↑