Estado y colonialidad del poder en los territorios latinoamericanos

Por Julián Hernández 

Raza no es otra cosa que el signo leído en los cuerpos de una posición en la historia. Raza es la lectura en el cuerpo de su vinculación con el papel del vencido en la escena histórica colonial y de la pertenencia a un paisaje colonizado. Signo corporal, no sólo piel, sino también corporalidad, gestualidad, leídos como trazo, resto y huella de un arraigo territorial y de un destino particular en los eventos que en un paisaje colonizado han venido sucediendo.
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1. El Estado-nación y la estructura de las sociedades latinoamericanas

En nuestra época, todo en torno al Estado, las relaciones de poder y la organización política en América Latina se encuentra inexorablemente ligado al pasado colonial que presidió a sus sociedades. La conformación de los modernos Estados-nación fue un proceso que comenzó con las movilizaciones independentistas del siglo XVIII. Se trata de un punto de bifurcación en la historia que trajo consigo la superación de los Estados coloniales y la instalación definitiva del mito central de la modernidad eurocéntrica: la necesidad de transitar del “estado de naturaleza” al “estado político”, al orden colectivo regido por la mediación de un contrato social. A partir de su consolidación, los Estados-nación se volvieron las instituciones hegemónicas a cargo del mando de la autoridad pública. Centralizaron la dominación y articularon el control de las demás áreas de existencia social. La violencia organizada se convirtió en su recurso principal y permanente, mientras que la legitimación del dominio, sea impuesto por la fuerza, sea a través de las instituciones construidas para mantener el orden societal (sistema gubernamental, legal, financiero y policial-militar), fue su producto definitivo.

Sin embargo, este proceso derivado de las guerras de emancipación dio como fruto la integración de unidades político-administrativas, caracterizadas por su precariedad y parcialidad. Y es así puesto que si bien es cierto que las revueltas armadas terminaron en la germinación de repúblicas soberanas, también lo es que las relaciones coloniales internas se mantuvieron y ratificaron. El reacomodo de las naciones puso en la cima de la autoridad pública a una élite blanca de criollos ilustrados que ejercieron la dominación y explotación de la mayoría mestiza, indígena y afrodescendiente habitantes, de los nacientes Estados. Debido a esa naturaleza heterogénea de las relaciones de poder, se volvió difícil sostener la consonancia de las identidades nacionales. Frente a ello, el Estado instruyó no sólo el despliegue de lógicas de mando y obediencia entorno a sus circunscripciones territoriales, sino, también, la configuración de memorias históricas e imaginarios colectivos que permitieran instituir una identidad nacional idónea para la armónica organización jurídica del territorio, guiada por la distribución racial del espacio.

Una ficticia superioridad biológica entre los cuerpos blancos sobre los no-blancos fue el piso en el que se organizaron las relaciones de poder inmersas en los Estados-nación latinoamericanos. La población no-blanca, al tiempo que era incitada a representar sus subjetividades (artísticas, religiosas, idiomáticas, etc.), fue impedida de acceder al control de los medios de producción y se le negó la posibilidad de participar en la dirección de la autoridad pública. Esta imposición de una clasificación étnico/racial de la sociedad es lo que se ha llamado colonialidad del poder, un complejo patrón de fuerza que a través de la dominación/explotación tiene como fin último controlar todos los ámbitos, dimensiones y planos, materiales y subjetivos, de la existencia cotidiana del género humano[1]. Se trata también de una perspectiva epistemológica que concibe el poder como una heterogeneidad histórico estructural, es decir, como el fruto de una articulación de elementos históricamente diferentes que provienen de memorias específicas y de espacio-tiempos distintos y distantes entre sí, con formas y caracteres no sólo desiguales, sino discontinuos, incoherentes y hasta conflictivos entre uno y otro, en cada momento y en el largo tiempo[2]. De esta manera, descarta aquellas concepciones que figuran al poder como un campo de micro-relaciones o como una entidad que se mueve de arriba para abajo. Y es debido a estas condiciones híbridas de formación que se deduce que el poder siempre está en conflicto y en procesos de distribución y redistribución. Sus periodos históricos pueden ser distinguidos, precisamente, con relación a estos procesos. De ello es una demostración epocal competente, mejor quizás que ninguna otra experiencia, el nacimiento y desarrollo trascendental de América Latina.

2. La organización jurídica de la colonialidad del poder

Dentro de la relación indivisible entre la colonialidad y el ámbito de existencia social relativo a la autoridad pública, el ordenamiento de jerarquía racial que distingue a las sociedades no solamente abarca características biológicas de los seres humanos (color de piel, tipo de cabello, sangre, etc.), sino que se extiende también a las esferas de actividad intersubjetivas e interpersonales, tales como la organización social y política, la religión, la historia, el lenguaje, la territorialidad y el conocimiento, donde la colonialidad deshumaniza poblaciones y lo que éstas hacen y producen (saberes, formas de relacionarse con la naturaleza, maneras de dar sentido a la experiencia cotidiana o criterios para organizar lo común y la autoridad colectiva). Estos grupos son “los marcados” de la nación, que habrán de pasar, según cada contexto, por un tratamiento de “desmarcación” para obtener la cualidad humana y la condición ciudadana, ya sea a partir del mestizaje o mediante políticas de asimilación y modernización rural[3]. Ello, precisamente, es lo que configura las identidades geoculturales (blancos, indios, negros y, en otro sentido, Occidente, Oriente, Europa, América, etc.).

Así pues, la organización jurídica de la colonialidad del poder hace referencia a la manera en que se le dio arraigo institucional y legitimidad a ese patrón de poder que, a través de una clasificación binaria entre superiores e inferiores, otorga ciudadanía, derechos y libertades, o la negación de ellas, a la par que oculta el ordenamiento interno configurado por la idea de raza. De hecho, la formación del ciudadano como “sujeto de derecho” sólo es posible dentro del espacio de legalidad definido por las Constituciones políticas. De ahí que la función jurídica y política primordial de éstas sea, precisamente, inventar las ciudadanías, esto es, crear un campo de identidades homogéneas que hagan viable el proyecto moderno de gubernamentalidad. Si en el siglo XVI los indígenas debían convertirse al cristianismo, en el siglo XIX los habitantes tenían que lograr ser ciudadanos. De esa forma prevalece el patrón de poder colonial: el diseño que asume la dominación se implanta y prevalece mediante el ejercicio de la violencia. El dominio se agrupa en una estructura de autoridad que supone la violencia, aunque no la practique constantemente, y se reproduce, inclusive se naturaliza, en la subjetividad.

En el caso de América Latina, a través de su historia normativa territorial se pueden evidenciar las sucesivas políticas del Estado con respecto a sus fronteras internas, ancladas en la relación subjetiva con la otredad, en la apropiación de los factores de producción y en la distribución racial del trabajo y el espacio. Dicho de otra forma, las relaciones coloniales se consiguen observar nítidamente si se pone atención a la manera en que el Estado organiza el territorio política y administrativamente. Y, en este sentido, el Estado tiene dominio pleno sobre la región y sus recursos naturales; planifica y orienta las lógicas de los espacios productivos; decreta las modalidades de explotación y usufructo de los recursos naturales y culturales, y erige los derechos sobre ellos. Además, el Estado, como una institución política paradigmática sujeta a la autoridad y gestión de lo común, está ligado a la construcción de alteridades en el marco de una formación nacional, a saber, la creación de un corpus normativo, una moralidad y un sistema de representaciones funcional a los diseños nacionales. Todos ellos figuran como elementos que permiten identificar con claridad el patrón de poder colonial que reside en sus cadenas discursivas y que determina, en lo concreto, la organización jurídica de la colonialidad del poder al interior de los Estados-nación.

La complexión colonial de la que hablamos ha sido una sucesión histórica de relaciones de dominación robustas para el quehacer de invisibilizar diversas territorialidades dentro y fuera de los Estados, inclusive espacios de producción y reproducción de las relaciones sociales anteriores a su existencia. Ese tratamiento ha conseguido subordinar e ilegalizar, en algunos casos, demarcaciones diferentes a la estatal, como sucede con los territorios indígenas que han decidido proclamar formas otras[4] de ejercer la autoridad colectiva. Y esto mientras que a la par legaliza como hegemónicos espacios distintos, de los cuales el ejemplo por antonomasia son los ámbitos del capital y sus diversas formas de organización al interior del Estado, que ha significado, en un margen muy amplio, la negación y el despojo histórico de los territorios que habitan los pueblos originarios. La lucha armada desplegada por una fracción importante de campesinos e indígenas durante los años de la Revolución mexicana, por ejemplo, fue una expresión violenta que, precisamente, buscaba acabar con esas dinámicas de opresión. Su consecuencia más potente se orientó a generar una trayectoria histórica inconclusa, pero real, de democratización y descolonización mediante una política identitaria y asimilacionista para con las mayorías étnicas, plasmada en la Constitución Política de 1917.

En este sentido, para América Latina el largo siglo XX estuvo constituido por reyertas nacionales que permitieron a los Estados establecer e institucionalizar la negociación endémica de las condiciones, preceptos, modalidades y horizontes de la explotación y dominación, así como de los formatos del conflicto. Para dicha institucionalización era necesaria una participación limitada, pero auténtica, aunque de voluble extensión, de los dominados y explotados en la gestión de la autoridad pública. A la fecha, se hizo a través de un régimen político de complexión mundial que ha sido llamado “democracia liberal”, subastado por medio de una potente propaganda como un fin en sí mismo: pleno, justo y armonioso, capaz de gestionar eficientemente los recursos escasos de una nación y la diversidad de demandas inherentes a la rēs pūblica. Un régimen al que cualquier localidad tendría que aspirar pues representa la máxima expresión de progreso del género humano. Aunque, en la realidad, sólo se trató de una forma de gobierno que respondía a los objetivos de la globalización (la nueva apariencia que había adoptado el imperialismo, implementada con mayor ímpetu a finales de la década del 80 debido a la inestabilidad, sobre todo económica, que la región latinoamericana estaba experimentando, pero también con motivo del creciente auge de las tecnologías de la información). En estos términos, las relaciones de poder al interior de los Estados-nación se vieron alteradas, configurando una organización jurídica del territorio que permitiera adaptarse con relativa armonía a los requerimientos de la integración global; esto, principalmente, a partir de la hegemonía del proyecto neoliberal.

Lo último se torna evidente al estudiar la relación del Estado con las alteridades territoriales, especialmente cuando nos centramos en los pueblos originarios. Dentro de las nuevas dinámicas de dominación que el proyecto globalizatorio trajo consigo, se revela la perfilación de políticas estatales que tenían como fin último el reconocimiento de una sociedad multiétnica para disfrazar el verdadero principio rector: lucrar con la administración de la etnicidad. Esto se vio cristalizado en diversas reformas legislativas en la mayoría de los países latinoamericanos, que no solamente se reconocieron como multiétnicos, sino que admitieron derechos culturales, territoriales y lingüísticos para las poblaciones aborígenes. Se trata de un acuerdo multitudinario que se ve enmarcado dentro del consenso que dio origen a la Convención 169 de la OIT, en 1989, y que fue ratificado en 2014 por los países miembros. En México, por ejemplo, podemos ubicarlo cuando se publica en el Diario Oficial de la Federación, el 28 de enero de 1992, el «Decreto que adiciona el artículo 4° de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos», en virtud del cual se reconoce legalmente, por primera vez en la historia moderna, el carácter pluricultural de la nación y a los pueblos indígenas que habitan en ella. Lo mismo ocurre en la República Bolivariana de Venezuela, donde los derechos de los pueblos originarios son garantizados por la Constitución política de 1999 y otras leyes promulgadas entre los años 2001-2009, basadas en la definición de la nación multiétnica y multicultural.

Esta instrumentalización de políticas gestada por los Estados latinoamericanos desembocó en “un multiculturalismo ornamental y simbólico, con fórmulas como el etnoturismo y el ecoturismo, que ponían en juego la teatralización de la condición originaria, anclada en el pasado e incapaz de conducir su propio destino»[5]. Se trata de un momento histórico que comulga con el iris modernizante del proceso globalizatorio y que da un aire de frescura a los mecanismos de subalternización e inferiorización de aquellos étnica o racialmente marcados, y también de una fórmula que permitió a las élites reconfigurar la clasificación social bajo la idea de raza, a la par que seguían perpetuando la monopolización de la arena política.

3. A manera de conclusión: La racionalidad eurocéntrica entorno a la entidad estatal

Dentro de la cuestión del poder, estudiada por una cantidad inconmensurable de autores, las entidades políticas han sido abordadas como demarcaciones de potestad territorial por medio de las categorías analíticas de obediencia y mando, abrevadas desde varias fuentes sesgadas por la hegemonía eurocéntrica. Esto se vuelve evidente cuando se atienden las reflexiones de la bibliografía existente acerca de la formación sociopolítica de los Estados latinoamericanos. En dichos textos es común situar el punto de referencia en las sociedades europeas, es decir, la construcción y el funcionamiento que tiene la unidad político estatal como dispositivo de autoridad y gobierno es vislumbrada entorno a los rasgos y contenidos que en aquellas tierras del Atlántico norte ha mostrado. La relación que el Estado estableció con las culturas nacionales europeas, pues, se vuelve el tipo ideal para abordarlo teóricamente. El constructo obtenido desde esta visión adquiere una condición de generalidad y se encamina a proyectar una trayectoria que establece los trazos, periodos o apariencias que su proceso de desarrollo ha de atravesar. Es una suerte de linaje con lógicas propias. Sin embargo, cuando las estructuras políticas gestadas en la región latinoamericana se analizan con una mirada posicionada desde esos parámetros, se pone de manifiesto que sus contenidos históricos difieren de la experiencia hegemónica. Un cañaveral de ausencias se destapa. Y esta carencia de rasgos tiende a ser explicada, hasta por las más grandes mentes, de innegable vocación crítica, como una condición de atraso, de inmadurez con respecto a aquello que ha sido elevado como derrotero de la humanidad.

No obstante, una parte de la literatura dedicada a las cuestiones del poder ha tenido su lugar de enunciación en el Sur global, tratando de desacoplarse de esa alienación exacerbada. Hablamos de la perspectiva epistemológica decolonial, que presenta un enfoque con un potencial explicativo novedoso para tratar de reflexionar críticamente acerca del Estado desde los más diversos contextos nacionales latinoamericanos. Y, aunque se trata de una de las propuestas epistémicas más debatidas en el escenario intelectual contemporáneo, creemos que el problema de la autoridad política no ha sido lo suficientemente examinado. La discusión en torno a la colonialidad se ha referido, principalmente, a sus efectos en el género, el lenguaje, el saber y el ser, dejando un espacio de abundante longitud que requiere ser cubierto. Techar ese hueco supone develar los objetivos de la colonialidad y la articulación de la autoridad política que el poder colonial asienta sobre el territorio en que se impone ―sus encomiendas y su contemporaneidad―. Si ese camino logra aclararse, si se conquista el objetivo de conocer la naturaleza de la colonialidad del poder en los Estados-nación latinoamericanos, entonces las reflexiones podrán abocarse a tejer un orbe de repuestas para tratar de mejorar el entorno adverso que baña al seno de nuestras sociedades, más allá de las viejas fórmulas emancipadoras que encauzaban las aspiraciones revolucionarias del siglo pasado.

Bibliografía

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Castro-Gómez, Santiago y Grosfoguel, Ramón (comps.). El giro decolonial: reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global. Siglo del Hombre/Universidad Central/Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos y Pontificia Universidad Javeriana/Instituto Pensar. Bogotá, 2007, 307 p.

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Navia, Carlos. Reconocimiento, demarcación y control de territorios indígenas: situación y experiencias en Bolivia. En: Cárdenas, Martha y Correa, Hernán (eds.). Reconocimiento y demarcación de territorios indígenas en la Amazonia: la experiencia de los países en la región. CEREC/Gaia. Bogotá, 1993: 145-181.

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Portilla, M., Rojas, A. y Hernández I. (2014). Investigación cualitativa: una reflexión desde la educación como hecho social. Universitaria, 3(2), p. 92. Recuperado de: https://revistas.udenar.edu.co/index.php/duniversitaria/article/view/2192

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  1. Los ámbitos básicos de existencia social que reconoce esta óptica de conocimiento son cinco: trabajo, sexo, subjetividad/intersubjetividad, autoridad colectiva (pública) y naturaleza, Quijano, Aníbal. “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina”. En Lander, Edgardo (editor). La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. CLACSO. Buenos Aires, 2000, p. 214.
  2. Quijano, Aníbal. “Colonialidad del poder y clasificación social”. En Castro-Gómez, Santiago y Grosfoguel, Ramón (comps.). El giro decolonial: reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global. Siglo del Hombre/Universidad Central/Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos y Pontificia Universidad Javeriana/Instituto Pensar. Bogotá, 2007. pp. 103-104.
  3. Navia, Carlos. “Reconocimiento, demarcación y control de territorios indígenas: situación y experiencias en Bolivia”. En Cárdenas, Martha y Correa, Hernán (eds.). Reconocimiento y demarcación de territorios indígenas en la Amazonia: la experiencia de los países en la región. CEREC/Gaia. Bogotá, 1993. pp. 145-181.
  4. Cuando hablamos de “formas otras” en vez de “otras formas” estamos haciendo uso de la gramática y el vocabulario de la propuesta epistemológica decolonial, donde la diferencia entre ambas expresiones deviene de los puntos de partida. Mientras que “otras formas” da por sentada la centralidad y universalidad de la modernidad eurocéntrica, es decir, se trata de una locución que se posiciona desde el proyecto civilizatorio occidental, tomando como punto de partida todo lo referente a las instituciones creadas en occidente y mirando con ojos de extrañeza a diferentes prácticas y modelos, “formas otras” tiene el interés de poner en el centro de cualquier discusión las lógicas y perspectivas que se han desarrollado más allá de la hegemonía eurocéntrica. Véase, para un mayor acercamiento al tema, Walsh, Catherine. “Interculturalidad y colonialidad del poder. Un pensamiento y posicionamiento “otro” desde la diferencia colonial”. En Castro-Gómez, Santiago, op. cit., pp. 47-62.
  5. Rivera, Silva. Ch’ixinakax utxiwa: una reflexión sobre prácticas y discursos descolonizadores. Tinta Limón. Buenos Aires, 2010. p. 58.

 

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