Por Jorge Eduardo Yáñez Lagos[1]
Introducción
El fin de semana del 20 de octubre del año 2019, Santiago de Chile fue declarado en estado de emergencia dadas las protestas sociales y los masivos daños registrados en la ciudad. En este sentido, la prensa extranjera, sorprendida ante el incipiente estallido social, se preguntaba ¿cómo el país más exitoso de América Latina podía estar sumido en semejante crisis? (Garín, 2019). De ahí que la reacción inicial del gobierno de Sebastián Piñera fuera afirmar que se trataba de un problema agudo de orden público. Pero, Carabineros no estaba preparado para eventos de dicha naturaleza; y, en efecto, el resguardo del orden público generó graves violaciones a los derechos humanos. Simultáneamente, Chile se encontraba al borde de una revolución sin líderes; en otras palabras, cerca del caos y la anarquía, con altos niveles de violencias en las calles. A partir de esto, entró el llamado a plebiscito para ingresar a un proceso constituyente que se inició el 25 de octubre del año 2020 (Larraín, 2021).
Más allá de los hechos mencionados anteriormente, se hace necesario discutir sobre la importancia de las instituciones en Chile; y, en particular, de la actual Convención Constitucional. En este sentido, se necesita repensar las instituciones, las relaciones entre sus habitantes, así como entre estos y el Estado. También, el Estado chileno requiere examinar su funcionamiento al interior del mismo. Bajo la lógica argumentada, Chile debe reformar su contrato social. Entonces, el desafío es reflexionar sobre la forma en que interactuamos los chilenos y chilenas (Larraín, 2021).
Contexto
En términos generales, “se puede apreciar que un contrato social es un equilibrio en el que cada uno da y obtiene algo a cambio. Al hacerlo, contribuyen a financiar al Estado, lo que les permite obtener una mayor protección que en autarquía. Para la estabilidad de este equilibrio, es crucial que cada miembro, lo que da y lo que obtiene (o más precisamente, cree que da y cree que obtiene) sean comparables” (Larraín, 2021, pág. 63). Así pues, las instituciones del contrato social corresponden a la forma en que los humanos organizan todas las interacciones repetitivas y estructuradas. De esta forma, las instituciones moldean el comportamiento humano, debido a que fijan las reglas de las interacciones sociales. Esencialmente, cada necesidad humana (individual o colectiva) tendrá un correlato con un marco institucional.
Sin embargo, desde la perspectiva de Niall Ferguson (2012), las cuatro instituciones occidentales que se constituyen en los componentes claves de la civilización (y, dicho de otro modo, en los elementos del contrato social) han degenerado durante largo tiempo. Asimismo, las cuatro instituciones que identifica el historiador británico corresponden a: 1) democracia (política y gobierno); 2) capitalismo (economía de mercado); 3) imperio de la ley (constitución política y estado de derecho); y 4) sociedad civil.
La tesis de Fergusson (2012) resuena con el concepto de “fronda” planteado por Oswald Spengler en su famosa obra La decadencia de Occidente, publicada en 1918. En particular, Spengler emana un concepto desde una experiencia histórica determinada en un lugar específico: París (Francia) de mediados del siglo XVII. En este contexto, Spengler narró los años de intrigas, guerras y querellas entre la monarquía y la nobleza (la “fronde” francesa). No obstante, cuando Spengler toma el concepto de “fronda”, no lo hace para una revisión historiográfica de la historia de Francia en el siglo XVII, sino que su interés radica en pensar una historia de su propio tiempo, una historia de su tiempo presente. De este modo, la obra de Spengler pretende entender la decadencia de la república de Weimar en Alemania. Al mismo tiempo, el historiador conservador chileno Alberto Edwards en su famoso libro La fronda aristocrática, publicado en 1928, afrontaba la corrupción en Chile de la clase dirigente, el desenfreno de una élite dominante que contaba con un sistema de privilegios y prebendas, la mayoría de estos provistos y custodiados por el Estado chileno (Garín, 2017).
En este sentido, Renato Garín en su ensayo La fronda, publicado en 2017, ofrece una analogía a las obras de Spengler y Edwards, abordando la crisis chilena a principios del siglo XXI. Sin embargo, para Garín (a diferencia de Spengler y Edwards) la “fronda” chilena corresponde a una relación entre la élite y las instituciones, materializada en un “secuestro” institucional que opera de forma tosca en los casos de corrupción en reductos específicos del Estado y la empresa privada. Para Garín (2017), el poder de la “fronda” también se explica en la unión entre el poder político, el poder empresarial y las instancias gremiales. En este orden, la captura de las instituciones regulatorias y la captura cultural de la regulación, finalmente se constituye en un “capitalismo de amigos”.
Siguiendo esta línea argumentativa, el economista chileno Andrés Solimano, en su trabajo Capitalismo a la chilena, publicado en 2012, argumentaba que el país mostraba un crecimiento económico inédito; en contraste, también manifestaba una concentración del poder inédita que sostenía una estrategia de desarrollo cuestionable. Desde la perspectiva de Solimano (2012), Chile experimenta un capitalismo centrado en lo que denomina “la prosperidad de las élites” y el malestar de todo el resto de la población.
A modo de ejemplo, el economista Branko Milanovic señalaba que “el 5% más pobre de Chile tiene un nivel de ingresos similar al 5% más pobre de Mongolia, mientras que el 2% más rico tiene un nivel de ingresos similar al 2% más rico de Alemania” (Milanovic, 2019 citado en Akram, 2020, pág. 35). Entonces, más allá de los datos, también resulta necesario debatir si las causas del estallido social chileno corresponden a la desigualdad generada por el denominado “neoliberalismo”, según lo planteado por Hassan Akram en su ensayo El estallido ¿por qué? ¿hacia dónde? En contraste con el libro La tiranía de la igualdad de Axel Kaiser, este último autor es completamente ciego a las tensiones políticas que produce la desigualdad; en cambio, prefiere ignorarlas antes que hacerse cargo de ellas (Mansuy, 2016).
Dicho lo anterior, la tesis de Akram (a quien, entre sus potenciales defectos, no podemos acusar de pereza intelectual) requiere aclarar en qué consiste el “neoliberalismo”, así como en qué gravita el “capitalismo”. Como señala sutilmente Agustín Squella (2019), “capitalismo” y “neoliberalismo” son expresiones empleadas muchas veces como simple manifestación del desagrado ante planteamientos e instituciones que se consideran negativas para la vida en común.
Para eso, a modo general, Akram (2020) declara que el neoliberalismo contiene tres políticas públicas fundamentales, tales como: liberalización comercial con un Estado mínimo; desregulación financiera que elimina las regulaciones que limitan las transacciones transfronterizas; y la privatización que crea nuevas empresas competitivas e intrínsecamente más eficientes que las empresas estatales. Sin embargo, como también señala David Harvey (2007), trazar un mapa móvil del progreso de la neoliberalización en la escena mundial desde 1970, sería un trabajo arduo, debido a que la mayoría de los Estados han asumido el giro neoliberal parcialmente con distintos énfasis y matices.
De lo anterior se desprende que, a saber, en el caso de Suecia se caracteriza un caso de “neoliberalización restringida”, y un neoliberalismo “con características chinas” es el que vemos en el país asiático. Para el caso chileno, la reactivación de la economía a partir de 1975 (la política de shock) y la posterior crisis de la deuda en 1982, introdujeron una aplicación mucho más pragmática y menos conducida por la ideología de las políticas neoliberales (Harvey, 2007).
En consecuencia, como señala sagazmente Squella (2019), el capitalismo y el neoliberalismo son plurales. Hoy en día son “capitalismos” y no un capitalismo. En este contexto, Ben Schneider (2009) clasifica diferentes variedades de capitalismos, tales como: “economías jerárquicas de mercado” (países latinoamericanos); “economías liberales de mercado” (Estados Unidos, Reino Unido y otros países anglófonos); “economías coordinadas de mercado” (Alemania, Japón y otros países europeos); y “economías rentistas de mercado” (Rusia). De manera que el “neoliberalismo” es un tipo de capitalismo; de igual modo, el “neoliberalismo” de los años ochenta, llevado adelante por los economistas de Pinochet e imputado a los gobiernos de la Concertación, no es igual al neoliberalismo de Thatcher, de Blair, de Reagan, de Clinton y de Obama.
Empero, pese a los diferentes matices “neoliberalizadores” a nivel mundial, la crisis financiera que se inició en Tailandia en 1997 con la devaluación del baht tras la caída del mercado inmobiliario, se extendió a Indonesia, Malasia, Filipinas, Hong Kong, Taiwán, Singapur y Corea del Sur (Harvey, 2007). Así, se engendró la denominada Crisis Asiática que puso fin a los mejores años del modelo económico chileno, cuyos costos económicos y sociales fueron altos. El desempleo se estimó por sobre el 10%. El país no volvió a crecer a niveles pre crisis. De esta manera, Chile, entre el 2011 y 2013, promedió un déficit de cuenta corriente de 3,2% del PIB. Esto significa, que sus gastos eran mayores a sus ingresos (Bohme y Petersen, 2021).
Bajo esta lógica, durante el estallido político y social chileno de 2019, una persona entrevistada aludió que, “esto no es un problema por 30 pesos, sino que de 30 años”, apuntando también a todo el sistema de transición democrática iniciado en 1989, hace exactamente 30 años. Al mismo tiempo, frecuentemente se tiene la idea de que la Concertación siguió, administró e incluso profundizó las políticas económicas y sociales iniciadas bajo la dictadura de Pinochet, de acuerdo a los principios del Consenso de Washington. Quienes han mirado desde afuera la historia política chilena, en su mayoría, creen que los años de gobiernos de la Concertación continuaron con el modelo “neoliberal” de la dictadura. No obstante, esta apreciación carece de un importante matiz: el objetivo central intermedio durante la dictadura fue la inversión; en cambio, para los gobiernos de la Concertación fue la estabilidad (Landerretche, 2014).
Por ello, lo planteado por Landerretche (2014) proyecta que el malestar evidente no se constituye en algo exclusivo de Chile (aunque, tiene sus particularidades). En este sentido, en los países desarrollados también han aparecido movimientos sociales y políticos que tienen un elemento común: piden mayor capacidad para gobernar (Larraín, 2021). Por consiguiente, en los últimos años, han surgido múltiples protestas sociales a nivel mundial en países con diferentes niveles de desarrollo y tendencias políticas. Los casos más recientes y destacados para este artículo corresponden a Brasil (gobierno de Rousseff), Francia (gobierno de Macron) y Colombia (gobierno de Duque), entre otros.
De esta forma, en Chile, para una comprensión multidimensional de la crisis de octubre de 2019, las exclusivas vicisitudes del denominado “neoliberalismo” tampoco permiten entender plenamente el fenómeno del malestar social. De hecho, el mismo Akram (2020) reconoce que no fue un rechazo explícito al “neoliberalismo” nombrado como tal, el vivido durante el estallido político y social chileno.
Parafraseando a Niall Ferguson (2012) en relación al fenómeno de la inflación, sólo con métodos históricos podríamos explicar por qué la crisis manifestada en octubre de 2019, se constituye primordialmente como un fenómeno político. Su probabilidad está en función de factores tales como los contenidos educativos de la élite (la “fronda” en analogía a Spengler, Edwards y Garín); la competencia presente en una economía (tipos de “capitalismos” y “neoliberalismos”); el carácter del sistema judicial; los niveles de violencia; bajos niveles de confianza social; y el propio proceso de toma de decisiones políticas.
Por ejemplo, en 1914, el descubrimiento del salitre sintético generó en Chile una crisis productiva de la cual no se pudo recuperar. A esto hacía referencia Francisco Antonio Encina en su obra Nuestra inferioridad económica. Del mismo modo, Daniel Mansuy, en su ensayo Nos fuimos quedando en silencio, publicado en 2016, expresa de forma perspicaz que los procesos vividos en las últimas décadas encuentran su origen mediato en la crisis democrática de 1973. El autor añade que, sin ir más lejos, el quiebre de 1973 condensó todas las tensiones y conflictos que Chile había vivido por décadas, desde el surgimiento de la cuestión social y la primera elección de Arturo Alessandri Palma en 1920. Incluso, parafraseando al historiador Gonzalo Vial, lleva hasta la guerra civil de 1891 como un antecedente al 11 de septiembre de 1973.
Teniendo en cuenta lo anterior, Daniel Mansuy señalaba que buena parte de la discusión en torno a la nueva Constitución tenía el principal propósito de “dar vuelta la hoja de una vez por todas”. No obstante, el autor también advertía que si el proceso constituyente sólo se quedaba en la superación de 1973, estaba condenado a la esterilidad como la ley del péndulo. Por tanto, en Chile, “la superación de 1973 exige algo más que su negación” (Mansuy, 2016, pág. 21).
Siendo así, y siguiendo lo argumentado por Guillermo Larraín (2021), que para superar la ilegitimidad de origen que se reclama de la actual Constitución chilena, el contrato social debe mejorarse constantemente, y esto debe hacerse dentro de un marco institucional. En palabras simples, el contrato social es una institución que necesita ser cuidada y perfeccionada permanentemente, por ello debe evolucionar. Por esta razón, la estabilización del contrato social requiere más que plantear políticas públicas de gran diseño técnico. Dicho de otra manera, el actual proceso constituyente se estableció como un mecanismo para tal estabilización.
Reflexiones finales
En la mayoría de los países del mundo (incluyendo Chile) existe un régimen político llamado “democracia” que cohabita con un sistema económico denominado “capitalismo”. Simultáneamente, en la actualidad, nadie deja de hablar de la crisis de la democracia, así como de la crisis del capitalismo (Squella, 2019). En vista a esto, Chile debía apostar por el éxito del proceso constituyente, dado que, al momento de escribir este artículo, exactamente quedaban 29 días para el termino de las funciones de la Convención Constitucional y 91 días para el plebiscito de salida (para aprobar o rechazar la propuesta constitucional de la Convención).
Sin embargo, las funciones de la Convención Constitucional también tenían algún sentido histórico que nos muestran algunas continuidades. Renato Garín (2017) describía que Chile, en la década de 1920, experimentó una severa crisis social y política que emergió con la culminación de una serie de movimientos sociales como consecuencia del abuso laboral contra los mineros del salitre. Así, surgía la llamada “cuestión social”. Cuarenta años después de eso, en la década de 1960, Chile volvía a experimentar un ciclo de movimientos sociales y de profundo cuestionamiento a los privilegios de la élite. En este caso, las motivaciones correspondían a la hacienda y la desigualdad económica plasmada en la propiedad de la tierra. Bajo esta lógica, la Convención Constitucional como respuesta a la crisis expresada en octubre de 2019 pretendía dar respuestas al Chile Post Pinochet.
En definitiva, en palabras de Renato Garín (2017), Chile ha pasado de escatología en escatología (la escatología es la promesa de un mundo por venir), de revolución en revolución y, más allá de lo que digan las actuales encuestas favorables a la opción Rechazo para el plebiscito de salida a realizarse el 04 de septiembre de 2022, también sería legítimo preguntarse lo siguiente: ¿la propuesta de los y las convencionales constituyentes es otra escatología? o ¿la propuesta constitucional contribuye a reformar el contrato social chileno?
Bibliografía.
Akram, H. (2020). El estallido ¿por qué? ¿hacia dónde? Ediciones El Desconcierto, Santiago, Chile.
Bohme, O. & Petersen, J. (2021). El Banco Central y la nueva Constitución: Hacia una nueva institucionalidad para el instituto emisor. Recuperado de https://static1.squarespace.com/static/5f31be959fceb35b50e59a1f/t/60d0e26ee0cf850f94eb5d28/1624302192348/Documento+de+trabajo+Banco+Central+y+nueva+Constituci%C3%B3n.pdf
Ferguson, N. (2012). La gran degeneración. Cómo decaen las instituciones y mueren las economías. Random House Mondadori, S.A., Barcelona.
Garín, R. (2017). La fronda. Cómo la élite secuestró la democracia. Santiago de Chile: Catalonia.
Garín, R. (2019). La gran colusión. Libre mercado a la chilena. Santiago de Chile: Catalonia.
Harvey, D. (2007). Breve historia del neoliberalismo. Ediciones Akal, S.A. Madrid – España.
Landerretche, Ó. (2014). La política económica y la ideología de la estabilidad. En: Sehnbruch, K; Siavelis, P. (eds.) El Balance. Política y políticas de la Concertación 1990 – 2010. Santiago, Chile: Catalonia.
Larraín, G. (2021). La estabilidad del contrato social en Chile. Fondo de Cultura Económica Chile S.A. Santiago, Chile.
Mansuy, D. (2016). Nos fuimos quedando en silencio. La agonía del Chile de la transición. Institutos de Estudios de la Sociedad, IES. Santiago de Chile.
Schneider, B. R. (2009). Hierarchical Market Economies and Varieties of Capitalism in Latin America. In: Journal of Latin American Studies, Vol. 41, N° (Aug. 2009), pp. 553-575. Cambridge University Press. London, United Kingdom.
Solimano, A. (2012). Capitalismo a la chilena. Santiago, Chile: Catalonia.
Squella, A. (2019). Democracia ¿crisis, decadencia o colapso? Editorial UV de la Universidad de Valparaíso, Valparaíso.
[1] Sociólogo y licenciado en Sociología por la Universidad de Playa Ancha (UPLA); de nacionalidad chilena, con diplomado en Desarrollo, Pobreza y Territorio (Universidad Alberto Hurtado) y especialización en Análisis de Políticas Públicas de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL). Cuenta con experiencia en el ámbito de las políticas públicas, relacionadas a la superación de la pobreza y la prevención al consumo de alcohol y otras drogas. También, posee experiencia laboral a nivel de consultoría en Colombia.