Delicatessen – Risas contra el canibalismo

Por Sergio E. Cerecedo

Hace poco más de diez años, cada nuevo trabajo de Jean Pierre Jeunet representaba escenarios elaborados y plenos de detalles —mucho tiempo pujó por ser quien adaptara “Life of Pi” que finalmente acabó dirigiendo Ang Lee—, después de algunos cortometrajes estrafalarios y que ya daban a notar la influencia de ambos por el cine y la televisión hechos con dibujos animados, saltaron al largometraje con una ópera prima trascendente, divertida e inesperada que, si le rascamos a las influencias, encuentra su brote en las fantasías más divagadas de Terry Gilliam, y pese a que últimamente anda bastante perdido y más en pos de trabajos de encargo —ya no se diga de su co-director Marc Caro que solo ha dirigido un largo en solitario—, estamos aún con esperanza de ver algo nuevo y brillante como ésta película inclasificable que vio la luz hace 30 años y que tan influyente ha sido en otr@s director@s que quieren balancear la risa con lo macabro.

Marc Caro y Jean-Pierre Jeunet (1991)

Situando el inicio de su película en una situación de postguerra o postapocalipsis que mucho debe visualmente al final de la segunda guerra mundial, se nos muestra el intento de huida de un individuo escondido entre la basura, un polizón que se quiere salvar de ser asesinado y finalmente no puede. Posteriormente, vemos a un carnicero repartiendo carne a cambio de semillas —deducimos que el dinero ya no es válido—, obviando de dónde ha venido su mercancía. El carnicero Clapet posee un edificio y en cierta manera también la aburrida vida de sus variopintos y excéntricos inquilinos alimentándolos de forma caníbal e inclemente. En medio de todo esto, llega Louison, un ex payaso decepcionado de las andanzas de la vida y con un luto peculiar que llega a ocupar el lugar vacío por el inquilino anterior y se encarga del mantenimiento del edificio, para lo que los habitantes se relamen los bigotes, aunque no saben que algo o alguien puede hacer las cosas distinto.

Igual que en todo régimen imperante existe una resistencia, que en este caso se niega a matar y comer carne humana. Nuestra “alianza rebelde” vive en las alcantarillas como una leyenda urbana comiendo solo semillas y vegetales y parece todavía conservar, pese al carácter huraño, un ambiente de camaradería de obreros bastante Marxista. El mayor logro son esos interiores, esa exageración sobre el clima social monótono y aburrido de los edificios de departamentos suburbanos.

La consecución de hechos en la historia se va dando como la de una aparente calma que no es tanto, bajo la dirección del carnicero, el edificio tenía cierto orden, pero jamás armonía al sentirse los inquilinos culpables, dependientes y encerrados hasta dentro de sus propios mundos: el hombre que ha convertido su departamento en un pantano de ranas y caracoles; la señora a quien la tubería incita a suicidarse. Su guion es tan hábil que permite el lucimiento de una puesta en cámara que va de cuarto en cuarto como husmeando en la intimidad del edificio.

También es destacable su coqueteo con ciertos géneros como lo romántico y también la picardía con la que algunas escenas que pudieran parecer de tensión sexual no lo son —la técnica que el protagonista usa para saber cuál resorte le falla a la cama— o que se ven macabras siendo algo muy cotidiano, todo con un humor fino e interesante.

El amor de Julie y Louison empieza, además de por una cita torpe e inocente, como el de la persona sensible que siente compasión por un animal que se sabe que irá al sacrificio y se encariña con él, pero evoluciona por la posibilidad que ella ve en él de un agente de cambio con quien colaborar y mover sus vidas lejos de la incertidumbre, ostracismo y paranoia que viven. Si Louison detona la simpatía y hace mirar fuera del cuadro, es Julie con su determinación de contactar a la resistencia y salvar la vida del ex payaso quien termina de cuadrar el gran acto de rebeldía que pretende hacer las cosas un poquito mejores

La estética de la película moldea su mensaje, Delicatessen no se puede pensar sin ese trabajo tan minucioso de color, composición, utilería y demás, elementos visuales que dan pie a la que probablemente es la propuesta de cámara más desbordada de Darius Khondji en la fotografía. Su imagen en movimiento contrapica, confronta, zambulle los rostros de los personajes entre ductos, interiores polvosos y apestosos —un truco que influiría en sus sucesores como Bruno Delbonnel aunque con mayor uso de humo o hielo seco para dar una sensación de densidad y niebla a la imagen —, además del tono sepia de la imagen, que Jeunet y Caro volverían a usar casi en su totalidad de filmografía. Muy recordado en Amelie, ya de Jeunet solo.

Por si eso fuera poco, para mí siempre es un placer disfrutar uno de los trabajos de sonido mejor logrados de las películas que he conseguido ver. El esmero en los efectos sonoros realizados por el mismo Marc Caro devienen en una atmósfera de texturas, que realza el clima de pesadilla no solo del sueño que tiene Julie, sino de las acciones que vemos en general: las personas muriendo de hambre, una amenaza de los rebeldes que rechazan comer carne humana que se cierne en las alcantarillas, incidentales que se convierten en efectos y regresan una y otra vez. Hay un par de secuencias que generan su ritmo en los sonidos de las acciones y usan de gran manera el tiempo cinematográfico.

 

Todas estas emociones, exabruptos y actos de heroísmo en medio de la ignominia se proyectan en la máscara única de Dominique Pinon, con unas facciones rarísimas y la gentileza velada de una persona que se ha quedado sin demasiado por qué reír y aun así se atreve a hacerlo. Incluso en las escenas más serias, Pinon imprime a Louison de una ternura ingenua, un humor físico tomado de lo circense que en ningún momento le deja en ridículo y le convierte en ése individuo lleno de vida que con una plática o un acto de ilusionismo puede convertir algo malsano o rutinario en extraordinario. La escena del cigarro y la burbuja es un hermoso ejemplo. Marie-Laure Dougnac, como Julie, le otorga ese mismo contrapeso como una persona eternamente preocupada pero cándida y tierna, éstos revulsivos aunados también a la parte de los villanos.

El ensamble actoral está perfecto encarnando al grupo de excéntricos que habitan el edificio grotesquísimo proyectado por vecinos como los Interligator con su rutina aburrida, dos hermanos y su pequeña fábrica de latas que emiten balidos de borrego y, por supuesto, la gran composición realizada por Jean Claude Dreyfus como el carnicero, ese líder facho, animal de costumbres que con satisfacer sus necesidades básicas está bien. Pero es el mismo Dreyfus quien lo llena de matices, donde lo vemos incluso reflexionar acerca de las cualidades de sobreviviente que tiene cada quien ante las circunstancias, para luego seguir igual de brutal, claro, pero humano al fin y al cabo.

Jeunet y Caro nutren a su película del humor físico heredado de la carpa y nuevamente de los dibujos animados de Warner Bros y demás referentes, resultando esto en chistes físicos y verbales sencillos pero jamás tontos, donde la crueldad de lo que sucede se contrapone a su narrativa llena de humor negro y pintoresquismo hacia sus personajes, como cuando Louison y Julie conviven y comparten su visión del mundo.

Para quienes se acercan por primera vez a este producto, es una película que equilibra ligereza con profundidad y en la que ningún personaje sobra para su discurso, un prodigio que nos recuerda esta frase que tanto ronda en el internet: “La ternura es revolucionaria”

 

 

 

 

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