La paradoja de la felicidad: ser feliz, ¿para qué?

Por José Santiago Macías Cabrera[1]

“Si nos preguntamos en qué consiste ese estado ideal
de espíritu denominado felicidad, hallamos fácilmente
una primera respuesta: la felicidad consiste en encontrar algo
que nos satisfaga totalmente”.
-José Ortega y Gasset, filósofo vitalista español.

La felicidad es, sin lugar a dudas, una de las abstracciones más difíciles y complicadas para definir; aunque ciertamente el uso de su concepto se haya popularizado entre el vulgo y la cotidianidad. A lo largo de la historia del pensamiento son muchas las acepciones por las que ha transitado: empezando por los metafísicos griegos, pasando por las escuelas medievales e incorporándose más tarde a las corrientes de pensamiento surgidas en los siglos más recientes.

Por otro lado, definir rigurosamente el concepto de “felicidad” resulta evidentemente imposible dada la tendencia puramente subjetiva e individual por la que se inclina, es decir, cada sujeto posee una manera particular de vivir, hacer y concebir la felicidad; sin embargo, estas particularidades tienen límites intrínsecos. El mismo Aristóteles, metafísico griego de la Antigüedad, conocido por sus amplias contribuciones a diversas ramas del pensamiento, reconoció la tesis anterior dentro de su Ética Nicomáquea (lib. X, 5, 35, 1176 b) afirmando que “la felicidad no es un modo de ser […], [sino que] se ha de colocar entre las cosas por sí mismas deseables y no por causa de otra cosa, porque la felicidad no necesita de nada; se basta a sí misma”.

Para el pensador, la felicidad es el fin último de la vida del hombre, que se alcanza únicamente a través de la virtud, incluso, la filosofía aristotélica —que es teleológica en su totalidad, dado que cada virtud tiene un fin específico y una razón de ser— no ofrece una respuesta específica que pueda responder a la intrigante pregunta de ¿qué es la felicidad?, sino que, más bien, se aproxima al concepto en sí a través de abstracciones (o virtudes) que se relacionan lógicamente con éste y permiten llegar al mismo. El argumento sobre la felicidad que desarrolla Aristóteles es muy similar al del primer motor inmóvil, puesto que sigue la misma estructura lógica; sin embargo, en este caso no se concluye un silogismo general o una ley universal, por el contrario, formula una nueva acepción desprendida de la primordial: la denominada eudaimonía.

Etimológicamente, este término se compone de dos vocablos: eu (bueno) y daimon (espíritu), y generalmente se traduce como bienestar, buena vida o prosperidad —traducción más precisa según los filólogos—. Guarda estrecha relación con otros conceptos como la areté (virtud o excelencia) o la phronesis (la ética, sabiduría práctica o también prudencia); a su vez, se contrapone a la hibris (desmesura o arrogancia).

En el mismo tratado, el filósofo continúa explicando que “la vida feliz […] se considera que es la vida conforme a la virtud, y esta vida tiene lugar en el esfuerzo, más no en la diversión […] pues se dice que son mejores las cosas serias que las que provocan risa” (EN lib. X, 5, 1177 a), más adelante expresa: “[que] los hombres ociosos, por no haber buscado un placer puro y libre, recurran a los placeres del cuerpo no es razón para considerarlos preferibles, […] porque la felicidad no está en tales pasatiempos, sino en las actividades conforme a la virtud” (EN lib. X, 20, 10, 1177 a).

Estos aforismos son similares a las sentencias de Epicuro de Samos —quien fundó la Escuela Hedonista o Epicúrea—, que postuló el principio en el cual el equilibrio y la templanza son lo que da lugar a la felicidad, argumentando que “Nada es suficiente para quien lo suficiente es poco”; así como a las máximas de los pensadores pertenecientes a la Escuela Estoica, para quienes la felicidad consistía en convertirse en un espíritu elevado, un sabio, alejado de la materialidad banal y cercano a la virtud. Marco Aurelio, el emperador filósofo, sentenció en un soliloquio: “La felicidad del ambicioso depende del otro; la del lujurioso, de sus pasiones; la del sabio, de sus acciones”. De la misma forma, el filósofo grecorromano Epicteto de Frigia afirmó que “es la naturaleza de los sabios resistirse a los placeres, y la de los tontos ser esclavo de ellos”.

En ese sentido, buena parte del concepto de la felicidad presente entre los estoicos proviene de la virtud, entendida ésta como la medida de todas las cosas, que es el fin último del ser humano; considerando la felicidad misma sólo como un medio para llegar a la virtud, que también denominan sabiduría. Un hombre feliz es sabio, prudente,  frugal y desapegado de los excesos que manchan la virtud, según lo plantea el moralista romano Séneca: “Un hombre sabio se contenta con su suerte, cualquiera que ésta sea, sin desear lo que no tiene”.

Siglos más tarde, durante la Baja Edad Media Europea, las corrientes de pensamiento surgidas de la tradición teológica de la Iglesia Católica Romana recuperarían el saber aristotélico y estoico orientado hacia la vida cristiana, que mantenía importantes paralelismos con la vida virtuosa que predicaban los maestros moralistas griegos y romanos. Esta nueva visión filosófica, tanto moral como natural, daría origen a las Escuelas Escolásticas Medievales: la tomista, fundada por Tomás de Aquino (1225-1274) y de base aristotélica; la voluntarista (o escotista), expuesta por el teólogo franciscano Juan Duns Escoto (¿1266?-1308); la nominalista, representada por Guillermo de Ockham (¿1285?-1349); y la empirista (o naturalista) fundada por Roberto Grosseteste (¿1175?-1253) y expuesta por el franciscano Roger Bacon (1220-¿1294?).

Los teólogos escolásticos añaden un nuevo condicionante para la felicidad: ésta viene de Dios y es, en parte, Dios mismo; por lo tanto, es necesaria para la buena vida del hombre —observación que ya hacía Tomás de Aquino en la Suma de Teología—; síntesis similar a la presentada por Duns Escoto en su tratado Cuestiones sobre la Metafísica de Aristóteles (op. cit. lib. IX, q. 15, nn. 44-45, pp. 55-56) en donde afirma: “[…] Scilicet quomodo perfectionis est in Deo nihil necessario causare” [En Dios constituye una perfección el no causar nada necesariamente].

Por estas razones, concebir la felicidad como una virtud dada gratuitamente al ser humano, en su calidad de ente razonable o res cogitans, como lo denominaba Descartes, por voluntad de un ente superior, divino y perfecto, lleva por consiguiente a una demostración formal de que, en efecto, tal ser existe para que entonces, por causalidad, pueda existir la felicidad. Ahora bien, siendo la virtud en cuestión una cualidad metafísica, ésta es únicamente percibida por el alma, específicamente por el espíritu, más no por el cuerpo, dado que la primera tiene el control sobre el último (de forma contraria, el ser humano sería instintivo y bestial, por tanto, incapaz de obtener felicidad, sólo saciedad). Conclusión relevante a la que también llega el neoplatonismo y la teología agustiniana —platonista de facto—.

Por otro lado, la felicidad se comprende también como una cualidad deontológica, es decir, es un principio o deber para sí (yo) como para con los demás (quienes no son yo). De este modo es como se presenta dentro de la ética kantiana. Para Kant, la felicidad es la satisfacción de todas las inclinaciones y dentro de su pensamiento, en cierta contraposición a los postulados estoicos, la materialidad brinda las condiciones necesarias para proveer sensibilidad y, por ende, ser feliz.                              

Llevar la felicidad a la práctica constituye un problema más para ésta paradoja. En una aproximación a esta contradicción, Kant propone la vinculación entre necesidad y felicidad; la conjunción de ambas deviene en solidaridad, ley universal que es al mismo tiempo parte del imperativo categórico kantiano e inherente al género humano.

En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (q. 453, § 30), el filósofo refiere: “Hacer el bien, esto es, ser activos en conducir a otros seres humanos en necesidad a su felicidad, sin esperar nada por ello y según se sea capaz, es un deber de todo ser humano”, así pues, se es feliz haciendo el bien por máxima universal (costumbre o voluntad) o bien, por ley trascendental (es decir, que obedezca a los mandatos divinos, tal como argumentaban los escolásticos). En conclusión, mi felicidad se hace presente cuando los sujetos semejantes a mí son felices también: esta tesis retorna evidentemente a la eudaimonía aristotélica.

En esta misma línea, Kant distingue la concepción hedonista de la concepción teleológica de la felicidad: la felicidad hedonista no va más allá del sentido práctico, funciona simplemente para satisfacer una necesidad corporal o material, es decir, sólo para saciar una inclinación poco profunda; a diferencia de la felicidad teleológica, que se manifiesta como un fin más elevado incluso capaz de satisfacer un vacío superior o existencial. Aristóteles mencionó que “la felicidad perfecta es contemplativa, pues el hacer lo que es noble y bueno es algo deseado por sí mismo” (EN lib. X, 5, 11776 b). Quien actúa con maldad no es noble ni bueno, entonces, tampoco es feliz ni podrá serlo nunca, dado que la felicidad no radica en el mal.

Finalmente, la última condición para la felicidad es la autarquía —autosuficiencia o autonomía—, bajo la cual es posible ser feliz en soledad, según lo refiere el pesimista Arthur Schopenhauer: “el hombre inteligente busca una vida tranquila, modesta, defendida de infortunios; y si es un espíritu muy superior, escogerá la soledad”, o serlo aún más disfrutando prudentemente la fugacidad de la vida con seres que son igualmente felices; tal como Platón sentenció: “el hombre sabio querrá estar siempre con quien sea mejor que él”.

Entonces, ¿Para qué soy feliz? Soy feliz porque vivo, vivo por tanto existo, existo para dar sentido a mi vida aunque esta no la tenga; luego soy feliz para vivir.

 

 

 

Bibliografía.

Aristóteles, Ética Nicomáquea. Madrid: Editorial Gredos, 1994.

Arthur Schopenhauer, El Mundo como Voluntad y Representación I. Madrid: Editorial Trotta, 2004.

Epicteto de Frigia, Enquiridión. Madrid: Editorial Gredos, 1995.

Immanuel Kant, Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres. Madrid: Alianza, 2012.

Lucio Anneo Séneca, Epístolas morales a Lucilio. Madrid: Editorial Gredos, 1986.

Juan Duns Escoto, Quaestiones super Metaphysicorum Aristotelis [Cuestiones sobre la Metafísica de Aristóteles]. (ed. bilingüe castellano-latín), España: Universidad de Navarra, 2007.

Marco Aurelio Antonino, Meditaciones. Madrid: Editorial Gredos, 1977 (ed. rev. 2005).

Platón, Diálogos III (Fedón, Banquete, Fedro). Madrid: Editorial Gredos, 1986 (ed. rev. 1988).

Tomás de Aquino, Suma Teológica. (ed. abreviada de P. J. Kreeft), Madrid: Editorial Tecnos, 2014.

 

 

[1] Estudiante de bachillerato desde 2021. Aficionado y cercano a las ciencias sociales y humanidades, sus líneas de investigación y reflexión giran en torno a la filosofía moral, política, historia y antropología social. Certificado en antropología y teoría social por la STPS del Gobierno de México y en Historia de México por la Academia Mexicana de Ciencias, es colaborador activo en proyectos locales de innovación y tecnología social.

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