Implicaciones de la mirada masculina sobre lo femenino

Una disputa entre la imagen y la construcción del deseo en la mujer moderna

 Por Juliana Gómez

 

A todas las mujeres
con quienes nos hemos permitido
reflejarnos para construir un nuevo Nosotras

 

La pregunta sobre la experiencia femenina tiene infinitas formas de responderse, podría corresponder a tantas verdades como personas hay en el mundo. Sin embargo, las formas en las que nos acercamos y afirmamos en las identidades de lo femenino son siempre el resultado de una interacción social que produce imágenes, que dibuja arquetipos y que idealiza patrones pensados desde el dominio masculino[1]. La experiencia de lo femenino se encuentra íntimamente construida por las formas subjetivas en las que reafirmamos, transgredimos, aceptamos, negamos y creamos nuevas formas de mirarnos a nosotras mismas y de dejar a esas miradas guiar y moldear nuestros deseos y acciones.

Este ensayo no tiene la intención de agotar lo que puede ser la experiencia de lo femenino, no busca establecer totalidades, ni validar esta experiencia subjetiva como el entendimiento del amplio, diverso y complejo universo de lo femenino en el mundo; es más bien una reflexión que se sustenta en mi propia experiencia, en las formas en las que he transitado el mundo con un cuerpo que, a pesar de sus cambios permanentes, se acomoda en los estereotipos de lo femenino en la sociedad moderna y ha marcado las formas de relacionarme con el mundo y los seres que lo habitan.

Pensar la experiencia de lo femenino desde el propio cuerpo es mucho más que un desahogo personal: es una crítica al orden simbólico del patriarcado, un cuestionamiento encarnado sobre la producción de imágenes que construyen el deseo y que han hecho de las diferencias un sistema de dominación y jerarquizaciones que estamos constantemente desafiando o adoptando en el entramado de las relaciones sociales que construimos. Cuando escuché hablar a mi profesora Raquel Gutiérrez sobre la mediación patriarcal hicieron sentido muchas cosas en mi cabeza. Ella la definía como “la manera cotidiana y reiterada de producir y fomentar separaciones entre las mujeres, al instalar una y otra vez algún tipo de mediación masculina entre una mujer y otra y por tanto entre cada mujer y el mundo” (Gutiérrez Aguilar et al., 2018, p. 3); a lo que yo agregaría entre cada mujer con ella misma.

Al escucharla y leerla pude darle forma a mi experiencia concreta y entender cómo existen una serie de mediaciones masculinas que nos empujan a desatender y desconocer nuestros propios deseos para satisfacer los ajenos, que nos arrinconan en definiciones e identidades binarias, que reducen nuestra complejidad, que nos obligan a acomodarnos o a pagar el costo del desacato a la norma, a producir defensas que nos permiten transitar el mundo, pero que después se convierten en cárceles, las mismas cárceles que produce el entendimiento del mundo desde los binarismos que producimos.

Son infinitas las identidades fijas y estereotipadas que han constreñido el ser mujer en definiciones limitantes y reductivas en la sociedad moderna. Yo hablaré solamente de las construcciones estéticas que se han erigido como tipos ideales en los que se me ha puesto, en los que me he puesto, que he roto, que he negado, que he desbordado y que también, por qué no decirlo, he deseado. Hablo, entre otros, del binarismo entre la chica “buena” y la chica “inteligente” que me redujo y me encerró, que me llevó a desentender mi propia complejidad y que por mucho tiempo determinó mi forma de relacionarme.

Es probable que haya mucho más que decir, que haya mucho camino atrás que no logro poner en este ejercicio y que muchas reflexiones actuales sobre ese transitar se queden por fuera. Por ahora solo puedo empezar por mi cuerpo. Aunque había pensado muchas veces sobre él, fue hasta que encontré en la experiencia compartida con mis amigas la posibilidad de darle forma a mis reflexiones. Con ellas encontré el espacio para hablar abiertamente de cómo me sentía, cómo me veía, cómo me veían, ellas y los otros, y empecé a andar un camino que no tiene vuelta atrás, el camino de los feminismos, porque como decía una de ellas, no hemos conocido a la primera mujer que renuncie a dignificar su propia historia.

Parto entonces de mi cuerpo, con la imagen de mi cuerpo, la propia y la impuesta. La imagen, esa que habla de la carga significativa que se ha impuesto sobre las mujeres como receptoras de lo que se ha definido alrededor de la belleza, como si una palabra tan profunda y espiritual pudiera ser contenida en una construcción estética jerarquizada. La imagen, esa que de maneras diversas, a veces casi opuestas, ha construido una herida profunda en la vulnerabilidad física de las mujeres y con ella en la construcción de su propio deseo. Yo siempre he tenido un “cuerpo voluptuoso”, siempre he sido una mujer tetona y culona y, contrario a lo que la mayoría de la gente pensaría sin reflexionarlo mucho y al mandato de ser algo “deseable”, ha sido difícil transitar este mundo en un cuerpo que ha sido constantemente objetivizado, que también ha sido idealizado y sobre el que se ha construido una idea de la sensualidad que no necesariamente corresponde con lo que una piensa y siente sobre sí misma.

Tener un cuerpo voluptuoso me llevó a querer alejarme de la posibilidad de que la mirada ajena y, sobre todo, la mirada masculina, me sexualizara. Jamás quise ser una de las chicas populares de la escuela que llamaban la atención de los compañeros. Las chicas que muy tempranamente empezaban a tener parejas y que sobre su físico posaban la soberbia con la que trataban a las otras. Me decanté por ser la diferente, la que lee, la que gusta del cine, la que escucha música y tiene otros intereses, la que cuestiona: la revoltosa. Probablemente porque, en efecto, mi espíritu rebelde me estaba diciendo que no quería reducirme a ser el objeto de deseo de otros, porque mi propio cuerpo y mi consciencia me llevaban a ver algo injusto en acomodarme en un molde de mujer que no quería para mí, no quería ser la chica objetivizada, tampoco quería ser la chica “buena”, bien peinada y bien vestida que no desordena y que se acomoda.

Así atravesé la adolescencia, una época que, como su nombre lo indica, está cargada de dolores. Yo encontré un lugar para mí en oposición a la chica popular, me fui resolviendo en no ser la chica objeto del deseo masculino y tampoco ser la chica bien portada que nunca desordena. Mi rebeldía y la incomodidad en adoptar identidades impuestas me permitieron explorar otras formas de ser mujer, me llevó a despertar mi curiosidad en intereses que atrapaban mi tiempo y en el que mi espíritu se nutría de formas artísticas y estéticas que con prepotencia me ponían en el lugar que la inteligencia también suele ofrecer. Sin embargo, esta decisión no necesariamente fue una elección completamente libre, probablemente no lo elegí, quizás tampoco podía ocupar otro lugar, y mentiría si digo que no existe en nosotras una curiosidad por las relaciones erótico afectivas que todas y todos deberíamos experimentar sin la crueldad que generan las alineaciones a los estereotipos.

Quizá en el fondo hubiera querido poder haber elegido el lugar de la bonita de una manera menos mediada por la mirada ajena y más por la propia, con la libertad que puedo hacerlo ahora; también me hubiera gustado poder dejar de pelearme con la idea de volverme un objeto receptor de deseo y poder experimentarme como una persona libremente deseante, como una mujer que no solo “está buena”, sino que es bonita, que tiene cosas que decir, que piensa, que siente, que se inquieta con el mundo, que cuestiona su lugar.

Crecí acompañada de una presencia masculina bastante amplia. Por supuesto que escuchar sus disertaciones sobre las mujeres me generaba reflexiones importantes. En ese momento, la dicotomía que se dibujaba para mí versaba sobre una cualidad que con los años he aprendido a querer y hacer mía, pero que en ese momento marcó una separación en la que lograba ubicarme al ver mi cuerpo. La buena y la bonita.

Muchas veces escuché a mis amigos decir: “a la bonita se presenta en casa y a la buena te la comes”. Con esa lupa se construían muchas de las relaciones sociales que nos atravesaban en la adolescencia y probablemente siguen siendo un parámetro para muchas personas sin importar su edad. Pensar en el despreció con el que los hombres hablaban de la bonita y de la buena versaba, sobre todo, en otra de las premisas del amor romántico: debíamos ser elegidas, ser elegidas para una u otra cosa, pero como buenas mujeres siempre deseando ser la de llevar a casa, la oficial, la de mostrar.

¿Cómo construimos entonces nuestro propio deseo?, ¿cómo podemos entonces construir relaciones con esos compañeros sin sentirnos en un universo de competencia atravesado por la mirada jerarquizada y masculinizada sobre lo elegible y lo descartable?. ¿Cómo poder vernos al espejo y dejar de sentirnos insuficientemente delgadas, insuficientemente sensuales, incluso insuficientemente inteligentes? ¿Cómo vernos en el espejo y concentrarnos en la belleza con la que nuestros ojos curiosos conocen el mundo sin pasar por la lupa de los rasgos finos, casi siempre con ganas de emular una belleza propia de los países del norte? ¿Cómo despojar nuestra propia mirada de esa mitológica elfa a la que nos obligan emular?.

Mi cuerpo ha sido ese, el voluptuoso, a veces más o menos delgado, pero siempre voluptuoso. Eso me ha puesto en el lugar de la chica que está buena, lugar que pude esquivar con las herramientas que otorga la intelectualidad y siempre con la herida de que la mirada ajena pasara primero por la sensualidad que se adjudicaba a mi cuerpo mientras mis rasgos no se acomodaban a la belleza elfica perseguida. Se me otorgó el lugar que fácilmente se le da a la sensualidad latina, colombiana. No me quejo, ahora, dueña de mi propio cuerpo y mi propio deseo agradezco profundamente a ese cuerpo que me ha permitido experimentar el mundo, pero reconozco que no fue un proceso fácil y que aún hoy sigo debatiéndome con la delgadez que puede alcanzar.

Cargar con las tetas grandes pareciera para muchos un premio. Un día nos dijeron que sin tetas no hay paraíso y lo creímos. Muchas veces mientras me quejaba del dolor en mi espalda, mientras los músculos de mi espalda se hacían perezosos por sostener siempre una postura jorobada, me dijeron: “cuántas mujeres no pagan para tenerlas como tú”, ¿qué se supone que tenía que sentir con eso?, ¿tenía que aguantar el peso de mis tetas solamente para cumplir con el estereotipo que me correspondió?, ¿tenía que sentirme afortunada por tener un cuerpo que el deseo masculino ha objetivizado sin pensarnos como sujetas deseantes o incluso pensantes?.

El otro de los lugares que me dejaba la voluptuosidad de mi cuerpo era el de la femme fatael. Alguna vez una amiga me dijo: “tu podrías ser una femme fatale y hacer lo que quieras con los hombres y tu cuerpo, pero eres demasiado dulce para eso” (claro, su mirada estaba atravesada también por el amor con el que sus ojos me veían). Cuánta razón tenía, no sé si ahora yo lo pondría en esos términos, no sé si soy demasiado dulce para eso, o si nuevamente mi espíritu rebelde rechazaba asumir un comportamiento tan patriarcal disfrazado con el cuerpo femenino. Sea como sea, nunca fui y nunca quise. Siempre me he decantado por destruir todas las formas de dominación y hacerme cargo de las que me corresponden, no hay otra forma de transitar este mundo para mí. Pero entiendo perfectamente los privilegios que me habría dado alinearme a la lógica patriarcal de la seducción manipulada.

Con el tiempo decidí operarme para reducir el tamaño de mis tetas. Sin embargo, tomar esta decisión no fue nada fácil, una operación es una operación y, sin duda, me daba miedo. No solamente me daba miedo el proceso quirúrgico al que me iba a someter, me daba miedo la cicatriz que me iba a quedar y me aterraba la idea de modificar mi cuerpo. Me dolía la espalda, mis senos estaban caídos, como era de esperarse, la fuerza de la gravedad hace su efecto y sostener un peso descolgado es más difícil, aun así, me daba miedo que ese cuerpo con el que me había reconocido por tantos años cambiara. Cualquiera podría pensar que si me dolía la espalda no había mucho que pensar, pero claro que el cuerpo que había cargado y había visto en el espejo era el cuerpo con el que me reconocí toda la vida y que también quería.

Hablo de lo difícil que fue tomar la decisión ahora que se ha hecho mucho más popular el tema con el Síndrome de Asia que causan las prótesis en los senos. Ahora puedo ver los parámetros tan fuertes con los que nos acercamos a juzgar las decisiones de las otras, puedo ver las cárceles que como sociedad construimos constantemente para nosotras, porque sea cual sea la decisión que las mujeres tomemos sobre nuestros cuerpos, estas decisiones serán cuestionadas.

Es como si el monopolio de la belleza y la estética estuviera siempre fuera de nosotras, ahora no sólo se le juzga a una mujer por haberse puesto tetas para encajar en un modelo mediado por la mirada masculina, ahora también dudar al retirarlas es motivo de condena, pensamos: cómo puede preferir lo estético a la salud, y nos olvidamos que las decisiones estéticas sobre nosotras mismas responden a heridas emocionales profundas. Ya Naomi Wolf lo advertía en El Mito de la Belleza, “las identidades de las mujeres deben basarse en la premisa de la belleza para que permanezcamos vulnerables a la aprobación externa, llevando el órgano vital de la autoestima expuesto al aire” (Wolf en Rosales Altamar, 2021, p. 197). Ese es el que siempre lastimamos, nuestra autoestima. Entonces, ¿cuándo somos realmente dueñas de nuestro propio deseo?, ¿cuándo respondemos a nuestra propia consciencia de lo bello?.

Finalmente me operé, la seguridad que me dio el doctor cuando lo consulté fue lo último que necesité  para decidirme, él, sin tener un cuerpo de mujer, entendía cómo me sentía, sabía cómo se sentía mi espalda y como era cargar unas tetas que, aunque bellas, eran un poco grandes para mi complexión, sabía cómo estaban los músculos de mi espalda y lo difícil que sería retomar una buena postura incluso después de la operación, y me animé a hacerlo.

Salir de una operación es extraño, ver tu cuerpo cortado, inflamado, cosido y sentir el dolor de las cortadas era una sensación nueva para mí, fue miedoso, fue doloroso. Afortunadamente yo siempre estuve sostenida por una red de apoyo que me llenó de cariño y de cuidados, pero tuve que esperar varios meses para ver cómo iba a quedar mi cuerpo, para recuperar sensibilidad, para que bajara la inflamación y para ver cómo se van desvaneciendo las cicatrices que al principio me preocupaban tanto.

Recuerdo el proceso de recuperación, al principio sentí que no me habían quitado nada, estaban súper inflamadas, los cortes cosidos hacían que las areolas se vieran deformes y tenía miedo que así quedaran al final; le preguntaba al doctor si volverían a tomar su forma circular y él me tranquilizaba diciéndome que sí y que tenía una muy buena cicatrización, algo que yo no podía ver porque tampoco tenía con qué comparar. Cuando se fue bajando la inflamación ellas fueron asumiendo su forma nuevamente y la caída natural de siempre ahora me molestaba. Tenía miedo que se fueran cayendo nuevamente y casi nunca andaba sin brasier, cuando fueron pasando los meses me parecía que la cicatriz era enorme, aunque los médicos siempre que me veían se sorprendían de lo bien que había cerrado el proceso. Antes pensaba en las opciones que tendría para borrarlas, ahora solo las veo y son un recordatorio de la increíble capacidad de mi cuerpo para recuperarse, todo un proceso re-conocer mi cuerpo.

No me quitaron mucho, como le pedí al doctor para no ver una alteración tan grande en mi cuerpo, pero todo en él fue cambiando, mi forma de pararme, reconocer músculos, sentir cómo se re-conectan los nervios, ver cómo se va desvaneciendo la cicatriz, poder andar sin brasier y sentirme tranquila, ponerme toda la ropa que me quiero poner sin pensar en que es demasiado, poder se dueña nuevamente de mi cuerpo.

Todo este proceso, sentirme feliz con mi cuerpo, quererlo, amarlo, incluso con sus cicatrices. Entrar en el juego de la estética, de la ropa, me ha proporcionado de un nuevo lenguaje, poder decir abiertamente que me preocupa lo estético, que me encantan los rasgos de mi cara, mi pelo, mi piel, construir un lenguaje en el que juegan los colores, las texturas, los cortes, me ha llevado a un lugar de reflexión profundo. Antes les comentaba que en las dicótomas establecidas me decanté por la intelectual, ahora puedo ver cómo ese lugar también lo hicimos cárcel.

Ser la chica popular a la que rechacé también suponía ser la tonta. Cuántas veces hemos visto cómo a las bonitas las nombramos huecas, cómo las ponemos a competir en un certamen de belleza en el que muchos esperan el momento de las preguntas para reafirmar un lugar de superioridad y agrandar la separación que construye la mediación masculina.

Yo me adentré en el universo de las ciencias humanas, un universo que me ha dado muchas lupas para ver y ser en el mundo, que me ha permitido cuestionar y que, en parte, hoy me posibilita escribir este texto, que me ha permitido construir las grandes reflexiones sobre las que he tomado mis decisiones de vida, que me ha dado aparatos teóricos, no solo para entender las diferencias y las desigualdades, sino para levantarme en contra de ellas, para reconocer los propios privilegios. Ese mundo me ha abierto las puertas a otros países, a mentes brillantes, a construir una red de gente estimulante y vibrante, pero ese es un mundo que juzga lo mundano, que a lo diferente lo puede llamar banal y hacer a un lado. Es un mundo en el que necesitas una estética despreocupada para que tus ideas sean tenidas en cuenta como una mujer que piensa y, entonces, nuevamente, dónde queda nuestro propio deseo, dónde queda la mirada libre que podemos tener sobre nosotras mismas, dónde queda ese lugar de exploración que cada una de nosotras queremos tener con nosotras mismas.

Claro que la chica intelectual e inteligente también ha querido ser muchas otras, claro que todas hemos querido ser alguna vez el objeto de deseo de la mirada masculina, claro que a todas nos gusta jugar con los colores, el maquillaje, las ropas, sentirnos sexys, sentirnos bonitas, sentirnos deseadas, sentirnos deseantes. Claro que todas queremos explorar todas las formas de mujer que podamos ser, ser dueñas de nuestro deseo, despertar el deseo ajeno, por muy políticamente incorrecto que suene, sobre todo en nuestro medio. Vanessa Rosales logra explicar la violencia de esta dicotomía en la construcción de su propia hibridez como mujer historiadora interesada en el estudio de las modas de la siguiente manera:

Un interés excesivo y dedicado casi enteramente a los asuntos de la apariencia puede traer como             consecuencia ciertos sesgos o deficiencias en la experiencia de ser mujer. Pero la abdicación de la cultivaciones estéticas, la renuncia a lo femenino, el rechazo a aquellos aspectos que se fueron esculpiendo como asuntos de mujer, presuponen también una violencia, un modo de supresión que se ampara en lógicas establecidas por las miradas masculinas. Es una trampa sin respuesta. Una herida sin salida (Rosales Altamar, 2021, p. 369).

Pensarme a través de mi experiencia y de la experiencia compartida con todas las mujeres con las que he podido hablar, me ha dado herramientas para escribir esto y sentirme cada vez más dueña de mí, me ha permitido entender heridas y re-significarlas, pero, sobre todo, me ha abierto las puertas a una exploración propia y libre sobre mí misma. Me ha dejado acercarme a otras mujeres e intimar con ellas para ver sus profundidades como seres humanos, me ha permitido ver mi propia profundidad , verme al espejo y amar todo lo que veo, en ocasiones, también caerme mal, no todos los días me tengo que gustar, sin embargo, la mayor parte del tiempo puedo ver belleza en todo lo que me hace única, me ha permitido jugar con todos los tipos de mujer que puedo ser y crear desde y para mí. La bonita, la sensual, la intelectual, la divertida, la inteligente, la sensible, soy yo en todas ellas.

Mi propio andar en el mundo me ha permitido concluir que la belleza no es comparable, es su unicidad lo que hace posible alcanzar lugares estéticos sublimes. He aprendido a abrazar las diferencias, aunque no todas las veces me sale bien y, he logrado, no solo querer mis propias diferencias y particularidades, sino a sorprenderme todos los días con ellas. Claro, unas veces más amorosamente que otras.

Reflexionar sobre esto me ha permitido entender-me, entender algunas de las mediaciones patriarcales que me atraviesan, algunas de las que reproduzco y, particularmente, en este momento me ha permitido ver cómo he construido defensas para sobrevivir este mundo y cómo ahora quiero quitarlas para poder fluir más libremente, me ha permitido reconocer la belleza de las humanidades como un lugar de conocimiento que me ha dejado habitar el mundo y cómo en su doble disensión también logra encerrarme, me ha dejado llegar hasta acá hoy para celebrar mi complejidad, mi contradicción y para explorar formas de sentirme a gusto en ella.

Si, nosotras queremos descubrir nuestras propias formas de ser mujer sin pensar en la mediación masculina que nos separa de otras mujeres, del mundo y de nosotras mismas. Queremos, en ocasiones, deleitarnos con lo banal, otras queremos ocupar el lugar que da la intelectualidad, otras veces queremos jugar a la femme fatale, la mayoría de las veces descubrir nuevas y propias formas de ser mujeres para nosotras, que las relaciones no se medien por la mirada ajena, que nuestro deseo tampoco esté atravesado por los estereotipos que ustedes hombres también tienen que cumplir, queremos quitarnos las cárceles, queremos ser dueñas de nuestro deseo, de nuestro cuerpo, para abortar, para vestirnos como queramos, para leer por horas, para explorar libremente nuestra sexualidad, para transitar libremente por ella, para no mediar nuestras relaciones por ello, para andar tranquilas en la calle, para dejar de tener miedo.

 

 

 

Bibliografía

 

 

Gutiérrez Aguilar, R., Sosa, M. N., & Reyes, I. (2018). El entre mujeres como negación de las formas de interdependencia impuestas por el patriarcado capitalista y colonial. Reflexiones en torno a la violencia y la mediación patriarcal. Revista Heterotopías del Área de Estudios del Discurso de FFyH., 1(1).

Rosales Altamar, V. (2021). Mujer incómoda: Ensayos híbridos (1. ed). Lumen.

 

 

 

[1] No quiero decir con esto que no existan formas de experimentar el mundo desde lo femenino que empujan en contracorriente de la mediación patriarcal. Al contrario, entender las formas en las que la mediación patriarcal establece patrones y lugares fijos de identidad como separaciones, nos permite leer y encontrar formas renovadas de romper la mediación y las separaciones que busca la dominación patriarcal.

 

 

 

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