Cuando se nos niega el derecho de poner nuestros límites

Por Alejandra Libertad[1]

En días anteriores, platicando con una amiga, me explicó que se encuentra llegando a su límite con su actual pareja, debatiéndose entre continuar o terminar, porque se ha dado cuenta que es una relación violenta. De inmediato empaticé con ella, ya que el tema de los límites me ha quitado varias veces el sueño, pues reconozco que me es difícil identificarlos y mantenerlos, sobre todo con personas que estimo.

Hablar de límites me transporta a las clases de geografía y a esas líneas divisorias reales o imaginarias para demarcar una entidad o territorio, pero también a los diálogos cotidianos donde se evoca ese umbral que define “hasta donde tú puedas llegar o aguantar”.

Cuando pienso en mi cuerpa, identifico límites físicos pues por más que lo desee no puedo saltar de un techo de 4 metros o aguantar una extracción de muela sin llorar. También hay límites psicológicos o emocionales, porque no me puedo obligar a sentir cariño por alguien, o a estar en un grupo de trabajo por más de 11 horas al día, con una jefa o jefe que me grite constantemente. Pero hablar de límites en relaciones interpersonales pareciera ser sumamente complejo. No solo me refiero a parejas sentimentales, sino a amistades, a compañeras y compañeros de escuela o trabajo, a familiares, o cualquier persona que, ya sea con buena o mala intención, realizan actitudes que terminan incomodándonos o lastimándonos.

Seguramente has escuchado las frases de: “estoy al límite de mi paciencia” o “estoy al límite de mi desesperación” y al igual que yo te preguntarás: ¿por qué es necesario llegar a esa gota que derrama el vaso? Llegar a nuestro máximo límite para decir ¡ya basta! Y, ahora bien, ¿qué pasa cuando ese límite que creemos ‘aguantar’ ya afectó a nuestro bienestar? o peor aún ¿qué sucede cuando ni siquiera se reconocen los límites y terminan con nuestra vida?

Desde pequeñas nos es difícil establecer fronteras con personas que queremos, por ejemplo, cuando no deseamos bailar con el tío en la fiesta familiar, cuando recibimos menosprecios de profesores(as), cuando se nos exige dar lo máximo de nosotras para sacar 10 de calificación. Y de niñas a adultas, los límites entre lo que deseas y lo que otrxs esperan de ti son difusos.

Pero si hablamos de límites de violencia, la situación es preocupante, ya que ni siquiera podemos distinguirlos, porque vivimos, respiramos y oímos violencias y opresiones en cada momento y pasos de nuestra vida, por algo el sistema patriarcal, capitalista y colonial está vivo y despedazando a cualquiera que intente rebelarse.

En nosotras, además, las creencias patriarcales y judeocristianas nos reiteran que somos las que más aguantan, las que soportan dolor por verse bien, que aguantan por amor, que toleran al familiar violento porque la sangre es lo más importante.  Así que los limites psicológicos y emocionales que podríamos considerar personales corresponden más bien a límites sociales respecto al umbral de qué sí se debe y no soportar. Se nos educa desvergonzadamente en la sumisión, en la complacencia y en la obediencia, que tendemos a normalizar la violencia.

Siempre se nos ha negado el derecho a poner nuestros propios límites y a adoptar los que ellos dicen que sí son. Tanto es así, que creemos que el nivel 1 de violencia se puede aceptar, pero un número 5 ya no. Por ejemplo, los violentómetros difundidos por las mayores campañas a nivel mundial de “prevención de violencia de género” van desde el 0 con bromas hirientes hasta el 30 la muerte. Que si bien ejemplifica los diferentes tipos de violencia, aconseja que ante las primeras señales “tengas cuidado”.

Nuevamente reitero, ¿Cuál es el límite para alejarte de una persona? ¿Llegar al 30?  No digo que estas herramientas no coadyuven a señalar que la violencia no es solo física, pero sí que esta forma tan occidental y patriarcal de cuantificar y medir lo inmedible crea umbrales neutros y laxos ante situaciones que desde la primera señal de agresión a nuestra persona se debe poner un alto y actuar en consecuencia. 

Si no, llegaremos al síndrome de la rana hervida, una horrible analogía, sí, pero que describe perfectamente cómo podemos ir ascendiendo de límites, aguantando un poco más y un poco más, sin darnos cuenta, hasta que termina con nuestra vida. Y ojo con esto, pues también es una forma de culpabilizar a la víctima, “ella tuvo la culpa de aguantarse”, “el hombre llega hasta donde la mujer se lo permite”.

Por eso, planteo que hablar de límites para referirnos a la violencia encubre un posicionamiento donde violencias son aceptadas y otras no. Por ello, desde cambiar el léxico y hablar de barreras o de altos nos brinda en el imaginario social e individual la idea de detenerse, de pensar, de reflexionar y decidir conscientemente el siguiente movimiento, como salir huyendo, enfrentar, dialogar o denunciar.  

Requerimos además un profundo autoconocimiento y trabajo personal para prestar atención a las violencias y opresiones que nos atraviesan, para ser conscientes del dolor que muchas veces evitamos enfrentar y, por ende, lo ignoramos. ¿Cómo llegaremos a eso? A través de una lucha constante que brinde educación para quitarnos la venda de los ojos y entender lo grotesco del sistema patriarcal, pero sobre todo establecer nuestras propias barreras, nuestros altos, nuestra frontera política para defender con uñas y dientes nuestro territorio.

  1. Amante de la naturaleza, soñadora, curiosa, rebelde.

 

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