Deserotizar las redes: el mercader melancólico y el sujeto digital

Imagen: Shylock (Fernando Conde), a punto de cobrar la deuda de Antonio (Juan Gea).

Por Ángel de León[1]

“No sé por qué estoy tan triste: me agobia y tú dices que también te agobia, pero cómo se me pegó, o dónde la encontré o de qué está hecha esta tristeza, de dónde nació, lo ignoro”[2]. Palabras que podría decir un veinteañero en la azotea, entre alcohol y cigarros, mientras abajo transcurre una fiesta que ha dejado de tener sentido; las dice Antonio, el mercader homosexual y racista de la comedia más amarga de William Shakespeare. Poco después, resulta clara la causa de su tristeza: Basanio, su “amigo”, le pide dinero para conquistar a una rica heredera, lo que significa que Basanio dejará de ser su chichifo.

Podemos hurgar más a fondo detrás del deseo, acaso reprimido, de Antonio por Basanio, en la explicación que el propio Graciano ofrece a la tristeza de su amigo: Antonio está triste porque no está contento… está triste porque está triste. Como en otros protagonistas shakespearianos, el conflicto de Antonio se explica sólo hasta cierto punto por las circunstancias presentes de la obra (el duelo de Hamlet, la venganza de Yago), pues los personajes dejan entrever que su conflicto es anterior a cualquier causa y rebasa cualquier explicación. Si no fuera por la traición de Otelo, Yago encontraría de todos modos una excusa para vengarse de alguien, para destruir una vida y manipular a los otros. Esta pulsión, prexistente a los hechos, que utiliza las circunstancias de la obra como pretexto para improvisar un drama donde pueda satisfacerse, tiene en António, un nombre que recorre la historia del arte y la mística hasta llegar al territorio de la clínica: melancolía. Antonio, a punto de ser mutilado por Shylock, declara a Basanio que muere feliz con poder saldar la deuda de su amigo con su carne y con su sangre. En el masoquismo, componente esencial de la melancolía[3], el sujeto goza con el sufrimiento; su forma de amar es sumisa, tormentosa, idealista y, en una palabra, romántica. Morir frente al tribunal de Venecia dando el corazón por su amor imposible mientras éste sostiene su mano debe ser el sueño húmedo de Antonio.

Aislado este componente básico de la personalidad de Antonio, podemos acompañar al mercader en su pregunta: ¿de qué esta hecha esta tristeza? ¿Dónde la pesqué? Antonio niega con vehemencia las explicaciones ensayadas por sus amigos: no está preocupado por sus mercancías en el mar, puesto que tiene muchos barcos y no depende de uno sólo su capital; tampoco sufre por estar enamorado. En ese momento, aparece Basanio, y bien cabría aventurar que, si su negativa a la sugerencia de que sufre por amor no es más que una resistencia a admitir sus sentimientos (¿frente a los otros? ¿frente a si mismo?), tal vez su negación de cuitas económicas también sea mentira.

¿Por qué el riquísimo Antonio le pide dinero a Shylock? Al principio de la obra, frente a la petición de Basanio, Antonio le pide a su chichifo que vea lo que puede su crédito en Venecia, que toque de puerta en puerta a ver quién les presta dinero… por lo que podemos concluir que, si recurren a Shylock, su peor enemigo, es porque nadie más quiso prestarles. ¿Por qué nadie le presta al buen Antonio, el mejor de los cristianos, tan respetado y querido en Venecia?

El panorama descrito por Salarino y Salanio como posible explicación de la tristeza de Antonio parece, a primera vista, una mera expresión del carácter superficial de estos personajes, obsesionados, como todos en Venecia, con el dinero, que no le importa gran cosa al devoto (y rico) mercader. “Todo arte es, a la vez, superficie y símbolo; quien penetra el símbolo lo hace bajo su propio riesgo”, declara Oscar Wilde en el prefacio a The picture of Dorian Gray, y si penetramos el símbolo de los barcos lanzados a la ventura, cargados con la riqueza de Antonio y expuestos al ataque de las olas, el viento y los piratas, quizás encontremos la respuesta a la pregunta de Antonio, un hombre que, siendo tan opulento, tiene que pedir prestado porque, como los monarcas, nunca lleva una moneda en el bolsillo.

Los buques de Antonio naufragan y éste no puede pagarle a Shylock, y aunque la ruina del mercader parezca un mero artificio del dramaturgo para que avance la acción de la obra, si lo pensamos bien, no tiene nada de inesperada. ¿Quién, si no su enemigo, con ansias de aprovecharse de él, haría un trato con un hombre así, que se endeuda prestando dinero que no tiene, cuya riqueza, aunque enorme, es tan incierta como las olas del mar?

Dinero y amor son las dos causas que Antonio niega para explicar su tristeza. ¿Y si hubiera entre ellas una secreta conexión, de modo que no fueran dos sino una sola causa, cristalizada en las imágenes del capitalista lanzando su dinero al mar y en la del homosexual arrancándose el corazón para pagarle la boda a su amado con una mujer? Antonio deposita toda su afectividad en Basanio, tan voluble como el mar, que dilapida su fortuna lo mismo que dilapida su amor. Sólo quedan migajas para el pobre Antonio, ¿y qué puede ofrecerle al otro un hombre como él? Quien no reserva una parte de su Eros para sí mismo, se queda vacío, y un buque arruinado, un corazón seco, es lo que ve Basanio frente a él. Antonio, dándolo todo, no tiene nada que ofrecer. Si Antonio se siente tan triste es por este profundo vacío, propio del que coloca toda su afectividad en otro, en la actitud masoquista de quien se arranca el corazón para dárselo de comer al amado.

En la economía de la vida psíquica[4], nuestra energía libidinal, nuestro Eros, se reparte entre distintos objetos (amigos, familiares, actividades, ideales, etc.), y también inviste nuestro propio cuerpo y nuestro yo: de ahí nuestra estima de nosotros mismos, de ahí nuestra capacidad de gozar con el simple hecho de ser. De esta capacidad, desde luego, carece el pobre Antonio, que tiene toda su fortuna y toda su afectividad lejos de sí, en el mar su dinero y en una isla lejana, en el cuerpo de Basanio, su amor. Cuando sufrimos una pérdida, el trabajo de duelo consiste en recuperar la energía libidinal aferrada al objeto perdido, que ya no puede responder a nuestro amor; sin embargo, en el caso de un amor masoquista, como el de Antonio por Basanio, ese amor nunca tuvo respuesta, ha fluido siempre en una sola dirección y el amante, plenamente entregado al otro, se consume en su sed de amor, mientras el otro, al tener frente a sí un objeto para su posesión, se aprovecha de él. El melancólico vive una especie de duelo eterno, pues se relaciona con los objetos como si ya estuvieran perdidos de antemano[5].

Abandono ahora las calles polvorientas de Venecia para volver a la azotea, en una fiesta de drogas y música ochentera donde unos veinteañeros se preguntan, con Antonio, de dónde carajos les viene esta tristeza. ¿Dónde quedó nuestra energía libidinal? ¿Dónde están nuestros afectos? ¿Cómo recuperarlos, para que nuestro corazón vuelva a llenarse, y pueda así volver a amar con un amor que sea incremento del ser y no mutilación, un continuo fluir de ríos que se llenan siempre al vaciarse, y cuyas corrientes se funden en el mar?

Hay muchas respuestas a estas interrogantes, yo quiero ensayar una sola. Vivimos en la hiperconectividad, todo el tiempo disponibles, todo el tiempo en Whats, en Facebook, en Insta. El triunfo de la nueva forma de subjetividad producida por estas dinámicas se consuma en el aislamiento pandémico: lejos los unos de los otros, nuestra privacidad se resquebraja, pues el jefe del trabajo manda en nuestro hogar y la cámara penetra en la intimidad de nuestro cuarto, con lo que vivimos, ahora sí, como dicen los comerciales, todo el tiempo conectados.

Necesitamos, más que nunca, estar solos. Necesitamos, también, más que nunca, volver a encontrarnos, de verdad, con el otro, sin la mediación del espacio digital, que es el océano donde se vuelca nuestra energía libidinal, reduciendo nuestros cuerpos a una cáscara vacía, encorvada y consumida frente a la pantalla.[6]

El resultado de este vaciamiento del ser en el medio digital, es que la red se erotiza, pues absorbe nuestros afectos y deseos. De ahí que resulte tan difícil sustraerse de su encanto: es como el lago envenenado por la imagen de Narciso, que convierte sus aguas en un lecho voluptuoso, todo lleno de erotismo, que se replica en discursos compartidos hasta la náusea a través de la exhibición constante de la propia sexualidad, hipertrofiada e idealizada en concordancia con los valores consumistas e individualistas de nuestra época. Y así como el amante masoquista, en su duelo, debe recuperar para sí su energía libidinal, retirándola del mundo exterior, de los objetos perdidos en los que se ha alienado (en la pareja perfecta, en el padre salvador, en el Dios injusto, etc., etc., etc.), para salvarnos de la tristeza de la era digital, es necesario deserotizar las redes, reducirlas, en la medida de lo posible, a medios a nuestro servicio, y ya no dispositivos todopoderosos que nos priven de la energía vital necesaria para vincularnos con nosotros mismos y con los demás.

En la dinámica de redes, nuestro pathos melancólico, el me quiero morir pero no me quiero matar, se expande como un cáncer que se devora y se seduce a sí mismo. A través de los likes, de los shares, de las polémicas, de los memes, hasta en la espera angustiosa de que mi crush vea mi story, el sujeto digital goza de su tormento, como el Antonio que anhela la humillación de la cárcel y el apretón extático de la mano de su chichifo mientras le arrancan el corazón.

Si la energía libidinal, como dice Freud, es la fuente de todas las empresas humanas, derrocharla como Antonio que arroja su dinero al mar nos deja secos, incapaces de levantar la mano para otra cosa que no sea tomarnos selfies. Yo he pasado horas arreglando un comentario hiriente para una polémica en un grupo de compra venta, o editando una selfie con una reflexión azotada para que la vea mi crush, de manera que ya no me queda energía para escribir… ¿y si toda la energía que se vuelca en las redes se convirtiera en obra, en algo más que un comentario que se disuelve en el lago envenado por nuestro eros narcisista? ¿Y si recuperamos nuestro Eros para investir con él, no ya las difusas imágenes de Facebook, sino obras, relaciones, personas de carne y hueso?

Presos en nuestra imagen, para encontrarnos a nosotros mismos hay que apartar los ojos del espejo, hay que renunciar a esa imagen querida y alienante para hundirnos en el laberinto de nuestra alma, del que podemos, otra vez, salir, mediante el hilo de Ariadna que es el amor, entendido más allá de los límites donde hemos encasillado esta experiencia humana, en una época que se vanagloria de haber deconstruido el amor romántico, pero que sigue atrapada en sus fantasmas.

La deserotización de las redes es un paso necesario para recuperar nuestro Eros, para hacer que vuelva a correr por nuestro cuerpo (¡y ya no por la pantalla!), y que nos lleve a superar esta apatía, la que nos hace odiar la vida, la que nos hace aplazar para siempre ese libro, esa tesis, esa declaración de amor, ese viaje, ese beso, en fin, el deseo… porque el horizonte último de la melancolía, señala Slavoj Žižek, no es la pérdida del objeto de deseo, sino la pérdida del deseo mismo… y en ese abismo nos tambaleamos los sujetos digitales, esperando un Shylock que nos libere del tormento, apostando nuestro ser a las inciertas olas con la esperanza de la catástrofe. Nuestro Eros se vuelca en las redes como las cenizas de nuestro cadáver en el mar, y el deseo que nos habita se desangra.

Necesitamos la sangre para que el deseo nos mueva y no sólo nos atormente, para salir del goce suicida de Antonio frente al tribunal de Venecia con el pecho abierto para la foto. Para tomar otros riesgos, para apostarle a la vida en vez de apostar la vida.

Por una ética del deseo, hay que deserotizar las redes y devolver el erotismo a los cuerpos.

  1. Actor, director y escritor egresado de la licenciatura en Literatura Dramática y Teatro en la FFyL, UNAM, donde actualmente estudia cursos de Filosofía y Literatura Griega. Forma parte del Seminario de Ética y Artes Escénicas de la Facultad de Filosofía y Letras, coordinado por la Dra. Norma Lojero, y colabora con una columna quincenal en la plataforma digital Tríada Primate. Codirector, con Viviana E., de Vacantes Teatro, compañía dedicada al montaje contemporáneo de la tragedia clásica. Participó en el IV Encuentro de Estudios Críticos del Teatro: pensamiento-acción de 17, Instituto de Estudios Críticos, con el proyecto de investigación La juventud como tragedia: una apuesta por cambiar la forma de narrarnos. Colaborador durante un año de la revista digital Primera Página, con artículos sobre teatro, literatura, cine y psicoanálisis. Entre sus publicaciones destaca el ensayo Hacia una utopía teatral: la juventud mexicana frente al retorno de los dioses, en la antología La necesidad de una pausa, de la Cátedra Bergman de la UNAM (2020).

  2. The merchant of Venice. Traducción propia.

  3. Véase Duelo y melancolía, de Sigmund Freud, donde se desarrollan los vínculos entre duelo, masoquismo y melancolía.

  4. Remito al lector interesado en estos temas al ensayo Introducción al narcisismo, de Sigmund Freud

  5. Véase Melancholy as act, de Slavoj Žižek

  6. En El malestar en la cultura, Freud describe a Eros, junto con la pulsión de muerte, como el motor de nuestra vida anímica y nuestros actos. En oposición a la pulsión de muerte, Eros es la pulsión que nos lleva a la cohesión con los otros, al trabajo, la creación y todo aquello que contribuya a la conservación de la vida.

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