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Pollito: una cartografía del dolor

Fotos de Luís Quiroz

Por Anahí GZ

¿Lloran los pollitos?, me pregunto, y hablo de esos pollitos con alas rotas, los picos aplastados y la muerte en el pescuezo.

Sí, claro que lloran.

Sus cuerpos son una breve cartografía de la vulnerabilidad, recorren las calles con los ojillos clavados en el suelo. A veces los he visto esconder sus rostros en bufandas de lana, avergonzados porque otra vez tienen miedo. Dicen que les aterran los espejos. Dicen que les cuesta caminar solos.

Es difícil ser un pollo en un mundo como el nuestro, tan hambriento por comérselos en caldo, por mordisquear sus huesos hasta dejarlos hechos trizas. Lo cierto es que son animales introspectivos. Se pierden en su cosmos interno y, tal vez por su aire soñador, entregan el corazón muy rápido. Debe ser por eso que tienden a sentirse vacíos.

La directora Micaela Gramajo y la dramaturga Talia Yael se encargaron de investigar a fondo la anatomía de estos seres tan peculiares. El resultado es Pollito, una obra que se planta en la herida primordial y realiza un mapeo del dolor. Una pieza escénica que reflexiona en torno a las violencias que nos atraviesan como mujeres, es un pozo donde la infancia espera al fondo, en el territorio de lo ominoso.

Para que se entienda mejor lo que trato de explicar, iré paso a paso por algunas partes esenciales del cuerpo de este animalito.

1: piel

El pellejo de los pollos es como los pesares de la escritora Isaura Leonardo. Ella, en un arranque de poesía, asegura que su mal es parecido al amarillo, casi como cantar el llanto. A mí me hace mucho sentido. Siempre me ha parecido el tono más cercano a la enfermedad.

En Pollito, este color se aferra al vestuario, se convierte en capas, flores y luces. Hay un tono patológico pululando por toditas las partes de la obra. Y es que el amarillo se expande. Es el vigor de la náusea. Cuando mi tía moría de cáncer su dermis era amarilla, yo me preguntaba si llevaba puesto un disfraz macabro, uno que la protegía de las amenazas exteriores. La verdad es que el enemigo estaba en su vesícula, y era color mango. Las geografías dolientes se cubren de ese cariz; a simple vista parecen vivas, pero se pudren.

La ictericia, por ejemplo, es algo así como una alerta sísmica. Cuando llega, es porque las cosas marchan mal. Entonces una se asusta y llora a escondidas, porque así nos enseñaron. El dolor se lleva con vergüenza, solamente ciertas valientes se visten con él. Lo mismo sucede con el matiz de los plátanos, por eso mi abuela decía que usar prendas amarillas es un acto de bravura.

Quizás la obra dirigida por Micaela Gramajo es también un estudio acerca de este color. Amarillo virus. Amarillo llaga. Amarillo infancia. Amarillo pollo.

Imagen que contiene interior, foto, diferente, tabla

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2: corazón

La madre siempre se lleva en el corazón, pero muchas veces, también se la carga en la llaga. Ver Pollito es enfrentarse a la carencia propia, asomarse a la relación con mamá y mirar de cerca las heridas que pueblan uno de los lazos más sacralizados. La puesta lleva a las últimas consecuencias esta relación, de tal suerte que en escena se aparece una madre devoradora que infantiliza a su hija hasta extremos asfixiantes. Su cría anda por la vida con un nombre asexuado, una identidad extraviada y un océano de puro llanto colmándole el cuerpo. Alguna vez mi terapeuta me hizo saber que la sobreprotección es una forma velada de violencia, porque quien la ejerce se encarga de anular a la otra persona. Con razón Pollito se atreve a pronunciar: “Mamá sabe desplumarme”.

La obra nos presenta una progenitora que humilla, hiere y menosprecia: primero, para ganar el amor del padre y ser la única vencedora; luego, para depositar sus frustraciones en un recipiente vacío, pequeñito, fácil de reutilizar. La hembra alfa se relaciona desde la falta y decide aplastar para reafirmarse. Si deja que la niña crezca, entonces la soledad será absoluta. Ella necesita de alguien que se enrosque con su cuerpo y le devuelva el calor extinto.

Conforme avanza la historia, el público es participe del dolor que la madre supura. Francamente, a mí me resultó insoportable sentir el peso de su angustia. Sin duda el desamparo la deja a una incapacitada, dispuesta solo para destruir aquello que se ama. En palabras de Rosario Castellanos: “Matamos lo que amamos. Lo demás no ha estado vivo nunca”.

Hace poco tiempo alguien me dijo que la madre es nuestra primera violadora. Pienso que es verdad en muchísimos niveles. Con la progenitora hay un rompimiento constante de límites, y también un silencio enorme, pues se supone que no debe sentirse remordimiento hacia quien te dio la vida. Pero la ambivalencia es real. Ocultarla no sirve de nada. Las madres también lastiman, muchas veces lo hacen sin intención, otras tantas con la total conciencia del cuchillo que empuñan.

Lo mismo sucede del otro lado. Las hijas rompemos a nuestras madres de mil formas. A veces nuestro sadismo es evidente. Esto es algo que la puesta en escena obliga a mirar: entre mujeres nos dañamos. Hemos aprendido en un sistema patriarcal y mordaz, absorbemos muchas de sus enseñanzas más crueles, luego las repetimos, una y otra vez.

Pienso en Apegos Feroces de Viviane Gornik, un libro que narra los fantasmas que emergen cuando se habla de la dadora de vida. Igual viene a mis recuerdos Sonata de Otoño de Bergman, una película sobre la rabia y la envidia que sobreviven entre una mujer y quien la ha gestado. Uno de los mensajes más poderosos de estas piezas es que cada hija, tarde o temprano, debe traicionar a la madre para encontrarse con una sexualidad y un cuerpo autónomo. Cortar el cordón umbilical es uno de esos pasos que desgarran la carne.

Por eso Pollito intenta escribir sus propias metáforas, aunque finalmente se convierte en la protectora designada. Entonces me pregunto: ¿Será que tarde o temprano a toda mujer le toca amamantar a su madre? ¿Con el tiempo se suman en una misma geografía las cicatrices de ambas?

Solo sé que un día, aún con todas las resistencias, una se mira al espejo y se encuentra con el rostro de mamá.

 

3: panza

La violencia de todos los días va directo al estómago. Gastritis. Colitis. Reflujo. Vientres como pelotas de lumbre. Parece que el ardor es el único idioma válido. Y estamos nosotras, las que intentamos sobrevivir en un sistema que nos quiere muertas. Contra todo pronóstico seguimos acá; resistimos la brutalidad, entretejemos nuestros cabellos en una masa enorme que nos cubre el cuerpo. Nuestras cartografías se rompen y, poco a poquito, las volvemos a pegar. Hemos aprendido que “frágil” es una palabra llena de potencia. Tal como lo afirma la poeta Adriana Bertran Anía:

Miedo, muchísimo miedo, pero sin embargo sospecha

de que éste no es un mundo de fuertes.

De que si yo vivo en una caja

(MUY FRÁGIL, MUY FRÁGIL, MUY FRÁGIL)

es porque no cupe

en la coraza.

De pronto se vuelve inminente repensar genealogías, preguntarnos cuándo fuimos intoxicadas, desde qué momento cargamos con el horror de pertenecernos. Samantha Schweblin asegura que abandonamos el útero ya envenenadas. Pollito, por su parte, se pregunta: “¿Por qué nacemos quebradas?”

La obra explora las heridas congénitas, vuelve la mirada hacia las ancestras para reflexionar en torno a los abusos patriarcales que nos atraviesan desde hace siglos. Abuelas, madres, hermanas e hijas con la saeta bien clavada. Estirpes enteras de mujeres sometidas por cabrones de poca monta. Revictimizadas hasta el cansancio. Heridas desde bebés. Cosificadas y convertidas en chatarra porque hay una geopolítica de la vulnerabilidad que nos nulifica.

Me queda claro que esta pieza escénica es profundamente política… Y dolorosa.

Imagen que contiene interior, niña, elefante, tabla

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4.-pies

Cuando pienso en mis pies la palabra “escape” resuena en mi cabeza. Sí, el ideal es huir del odio y soltar la vergüenza que me inunda, para un día, tal vez, hacerme un cuerpo sin órganos, o volverme una ciborg aullante, lejos de las narrativas violentas que todavía me escriben.

Pollito cuestiona: “¿Cómo dejar de ser lo que me han dicho que soy?”

Habrá que parar de buscar validación en la mirada masculina. Por eso deseo concebirme sin la constante aspiración por ser un objeto de deseo. ¿Qué pasaría si un día respiro? ¿Si alguna vez me miro y soy suficiente? ¿Qué sería de mí sin todos los adjetivos horribles que me adjudico?

También busco la despollización. El vuelo alto, lejano. Me imagino con los pies descalzos y el paso ágil. Me veo corriendo, sin pausa. El sudor y la velocidad. La electricidad que dobla los huesos. La fuerza que impulsa el alma que una vez estuvo enferma. Fantaseo con escribirme monstruo, ruptura que libera.

Esta obra se vincula con las espectadoras desde la doloridad, porque, como diría Pizarnik, todas estamos heridas. La puesta en escena es una fisura que busca acompañar a las asistentes en su llanto. Es una catarsis, en la acepción más pura del término. Al mismo tiempo Pollito es Hécate, la tres veces diosa; Pollito es entender que la llaga es un espejo.

Con esta pieza queda claro que el “pio, pío”, también es un lenguaje de la sombra.

 

Esta obra se presenta los viernes (20 h), sábados (19 h) y domingos (18 h) en el Teatro Helénico. Permanecerá en temporada hasta el 27 de junio. Si te interesa ir a verla puedes adquirir tus boletos directo en la taquilla o en el siguiente enlace:  https://helenico.sistemadeboletos.com/eventperformances.asp?evt=135

Para más información consulta la página: helenico.gob.mx

 

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