Muerte Y Libertad Femenina En La Amortajada De María Luisa Bombal

Por Aranza Hernández[1]

María Luisa Bombal se erige como una de las autoras que, con su talento y estilo, ha logrado ocupar un espacio muy importante en la literatura latinoamericana y en la narrativa del siglo XX. Su escritura se alejó de los paradigmas establecidos para representar, en su lugar, el papel de las mujeres en la sociedad y los conflictos a los que se enfrentaban. En su obra destaca la introspección; una mirada subjetiva que expresa los sentimientos y emociones más íntimos de sus protagonistas: mujeres en busca de su identidad, felicidad y libertad.

En este sentido, el presente texto busca analizar la importancia de la muerte en La amortajada, enfatizando los rasgos que mantenían a la protagonista sujeta a las normas del patriarcado. Se mostrará cómo su fallecimiento corporal le permite liberarse de los prejuicios y, en general, de la sociedad patriarcal, pues la muerte es presentada no solo como una mera partida terrenal, sino como un espacio íntimo de reflexión y liberación de lo que se experimentó en vida. Es la salida que despoja a la protagonista de toda opresión, de todo odio y de todo aquello que la lastimó, pues durante ese estado entre la vida y la muerte, ella tomará conciencia, según lo que ha experimentado, de su posición como mujer oprimida, cuya existencia se encuentra siempre ligada a una figura masculina, necesaria para sentirse mujer.

La novela presenta una narración dividida temáticamente en dos partes: una muerte corporal y una muerte del pensamiento patriarcal. Por un lado, Ana María, la protagonista, experimenta una muerte carnal, el término del mundo de los vivos y, por otro lado, una muerte psíquica. Esto debido a que durante su existencia había aceptado, inconscientemente, las normas estipuladas por la sociedad patriarcal en la que se encontraba. Aceptó desaparecer su identidad, por lo que el “el ritual del velatorio es la zona de pasaje que permite purificar y liberar el trauma de una memoria de género” (Vásquez, 2015, p. 292). Ello porque “la catarsis sólo puede tener lugar, en un no-lugar, fuera del/os lugar/es o posiciones que ocupaba Ana María en el sistema de las relaciones genérico-sexuales y de parentesco de su estructura familiar” (Vásquez, 2015, p. 292).

De este modo, Ana María iniciará un viaje introspectivo, recordando, especialmente, sus relaciones sentimentales, además de ir puntualizando algunas reflexiones relacionadas con su entorno e identidad en la vida que está dejando. Una de las interrogantes más relevantes que se hace así misma es “¿por qué la naturaleza de la mujer ha de ser tal que tenga que ser siempre un hombre el eje de su vida?” (Bombal, 1941, p. 74).[2] Lo que sucede es que “el ideal que le ponen ante los ojos es el ideal de la dicha” (Beauvoir, s.f., p. 226), el único que conoce. Así, se le exige una constante renuncia de sí misma: la muerte de su esencia y su libertad.

Desde que nace parece que la mujer está condenada a ser rechazada, disimuladamente o no, de la sociedad, excluida, incluso, de cualquier afecto que pueda poner al sexo masculino en un estado vulnerable. El padre de Ana María, por ejemplo, rechaza a su hija cuando ella le muestra su cariño, especialmente porque él siente la necesidad de evadir cualquier signo que demuestre debilidad o fragilidad: “Los ojos de su padre se habían llenado de lágrimas; y, como ella se le arrimara instintivamente, él la había rechazado (…) — Eres una tonta — le había dicho; luego había dejado el cuarto dando un portazo” (p. 33).  Lo mismo sucede con las relaciones amorosas de la protagonista.

“La identidad masculina patriarcal, sugiere la narradora, es como una cárcel, una tortura que el hombre está condenado a sufrir ‘mudo’ y a solas, y que, en consecuencia, lo convierte en víctima” (Melgar, 2006, p. 241). En este sentido, “las características que configuran la masculinidad en la sociedad patriarcal parecen conformar un orden determinista del que el hombre no parece ser capaz de liberarse” (Melgar, 2006, p. 241). A su vez, se orilla a la mujer a un modo de vida en el que debe ser pasiva, sumisa y obediente. Se ignora que ella también es un sujeto, pero posicionarla en ese lugar sería para el varón una desventaja, porque necesita sentirse superior para ejercer poder.

En el caso de su relación con Ricardo, amor primero y más grande que cualquier otro, se puede notar una admiración hacia el sexo masculino, hacia la figura de un hombre tirano que produce fascinación. Ana María lo describe así: “Eras un espantoso verdugo y, sin embargo, ejercías sobre nosotras una especie de fascinación. Creo que te admirábamos” (p. 11). Aquí ya comienza a existir “la semilla del papel diferenciado de los sexos en el patriarcado: el niño presenta el rol de dominador con respecto a la niña, y ésta le profesa admiración a aquél, roles que (…) sientan las bases de una relación desigual” (Melgar, 2006, p. 242).

De esta manera, con toda la admiración y fascinación que le demostraba Ana María a Ricardo, se entregó a él, pero, a pesar de pasar algunas vacaciones juntos, el joven termina abandonándola, la protagonista entonces se pregunta: “Aquel cobarde abandono tuyo, ¿respondió a una orden perentoria de tus padres o a alguna rebeldía de tu impetuoso carácter? (…) Nunca lo supe. Sólo sé que la edad que siguió a ese abandono fue la más desordenada y trágica de mi vida” (18-19). No obstante, conservaría latente el recuerdo de Ricardo, además de una nueva presencia en su cuerpo.

Cabe resaltar que en ese momento parece estar destinada a conocer sólo un placer específico: el proporcionado por Ricardo, pero no uno individual, suyo, y ese placer, por lo tanto, la priva de su esencia misma, pues se le exige desprenderse y renunciar constantemente a su deseo, a su felicidad, reduciendo su vida a una abnegación. En el texto se menciona el poder que él tiene sobre ella, aún lejos: “Me habías marcado para siempre. Aunque la repudiaras, seguías poseyendo mi carne humillada, acariciándola con tus manos ausentes, modificándola” (p. 21).

Posteriormente, Ana María acepta a Antonio como marido, “como única salida posible, por acatar los deseos de su padre y por despecho hacia Ricardo. Sin embargo, no lo ama, y en el seno de su unión con él no puede sino sentirse como asfixiada” (Melgar, 2006, p. 244). El matrimonio significa la “liberación” de la protagonista; supone el único medio por el que puede reconocerse a sí misma, sin embargo, el costo es muy alto, pues debe permanecer subordinada a su esposo y a la cultura patriarcal para sentirse viva, aunque, paradójicamente, desaparezca en la figura masculina.

Acepta el trabajo doméstico y se compromete a los “deberes” que le corresponden como esposa, pero en realidad el matrimonio no va a hacer más que suprimirla en la inmanencia y la repetición. “Una dorada mediocridad, sin ambición ni pasión, días que no llevan a ninguna parte y que recomienzan indefinidamente una vida que se desliza suavemente hacia la muerte” (Beauvoir, s.f., p. 226). Cabe señalar que lo mismo sucede en los momentos íntimos. En general, la mujer busca “en el matrimonio una expansión, una confirmación de su existencia, pero no el derecho mismo de existir” (Beauvoir, s.f., p. 208).

El hombre, en cambio, si trasciende a lo universal, posee el derecho de disfrutar plenamente su sexualidad antes de contraer matrimonio e incluso durante su vida conyugal, ya que su “supremacía” de hombre le permite “elegir” a una mujer para satisfacer sus necesidades. Antonio, aun estando casado con Ana María, busca a otras mujeres y, frente a este hecho, ella no tiene más remedio que aparentar que es feliz. No obstante, “cada día de la rutina hogareña no es sino frustración, búsqueda insatisfecha del amor en una sociedad que ha aniquilado sistemáticamente los impulsos sexuales de la mujer para reafirmar el principio de la propiedad y la instauración del núcleo familiar” (Guerra, 1985, p. 96). En un momento determinado, él “no vacilará en infligir un régimen debilitante, en negarle toda cultura, en embrutecerla, con el solo propósito de salvaguardar su honor” (Beauvoir, s.f., p. 216).

En este momento Ana María está sujeta al control total de su marido, inconscientemente se vuelve parte de él. Es claro que los pensamientos y acciones de Antonio están regidos por un sistema donde el hombre debe dominar al sexo femenino. La vocación del varón “es la acción; necesita producir, combatir, crear, progresar, superarse hacia la totalidad del universo y lo infinito del porvenir; pero el matrimonio tradicional no invita a la mujer a trascenderse con él, sino que la confina en la inmanencia” (Beauvoir, s.f., p. 226). La muerte, entonces, significa el único espacio donde Ana María podrá recuperar su propia voz, liberarse de la imposición masculina, de una tradición que permite a los hombres poner su pasión en otras cosas, pero donde “el destino de las mujeres es remover una pena de amor en una casa ordenada, ante una tapicería inconclusa” (p. 74).

“No se nace mujer: se llega a serlo. Ningún destino biológico, psíquico o económico define la figura que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana; es el conjunto de la civilización el que [la] elabora” (Beauvoir, s.f., p. 109). Empero, la muerte, ahora, le otorga a Ana María la esencia perdida en vida, le ofrece una nueva visión sobre sus sentimientos, sus relaciones amorosas e incluso le permite volver a nacer como mujer libre, independiente de la sombra masculina y con una identidad propia. Ha dejado atrás “una armonía quebrantada en vida por el orden burgués que le impuso espacios cerrados y rígidas regulaciones de carácter ético-sexual” (Guerra, 2012, p. 97).

Se siente libre y no juzgada como cuando vivía, cuando sus “hijos parecían no querer reconocerle ya ningún derecho a vivir, sus hijos, a quienes impacientaban sus caprichos, a quienes avergonzaba sorprenderla corriendo por el jardín asoleado” (p. 7). Ahora es ella quien cuestiona, por ejemplo, a Alberto, quien mantiene encerrada y alejada a su esposa María Griselda por su belleza, por sus celos y su miedo a ser engañado.

“La invade una inmensa alegría, que puedan admirarla así, los que ya no la recordaban, sino devorada por fútiles inquietudes, marchita por algunas penas y el aire cortante de la hacienda” (p. 7). No es gratuito que sea en ese momento cuando tome conciencia de sus relaciones amorosas. La presencia de Ricardo es justamente la que inaugura una serie de reflexiones que se planteará Ana María, las cuales resarcirán en ella el daño causado por el amante y las repuestas a su abandono: “¿Era preciso morir para saber ciertas cosas?’ Ahora comprende también que en el corazón y en los sentidos de aquel hombre ella había hincado sus raíces; que jamás, aunque a menudo lo creyera, estuvo enteramente sola; que jamás, aunque a menudo lo pensara, fue realmente olvidada” (p. 30).

En el caso de Fernando, enamorado y confidente, Ana María presentía que él “se alimentaba de su rabia o de su tristeza; que mientras ella hablaba, él analizaba, calculaba, gozaba sus desengaños, creyendo tal vez que la cercarían hasta arrojarla inevitablemente en sus brazos” (p. 40). Fernando es el único que es retratado a manera inversa de los dos amantes de la protagonista. Él parece ser el único que comprende lo que siente y pasa Ana María durante su matrimonio con Antonio, aquello que sus hijos tachan de celos y manías. Inclusive se encuentra alejado de los principios masculinos que dicta la sociedad, pues se muestra vulnerable ante el sexo femenino, no imponiendo su autoridad. El amor es lo que lo forma de esa manera: “Por ti, sólo por ti, Ana María, he conocido el amor que se humilla, resiste a la ofensa y perdona la ofensa. ¡Por ti, sólo por ti!” (p. 44).

Así, para Fernando, la muerte de Ana María también significa su “liberación”. De la vulnerabilidad pasa a formar parte de “la ‘protección’ que representa la definición normativa de hombre que ella le había ‘forzado’ a abandonar, es decir, le permite volver a adoptar los atributos de masculinidad ideal del entramado social en que vive, con lo que se siente renacer” (Melgar, 2006, p. 249). En el texto se menciona: “Volveré a gozar los humildes placeres que la vida no me ha quitado aún y que mi amor por ti me envenenaba en su fuente (…) ¿Me sabías egoísta, ¿verdad? Pero no sabías hasta dónde era capaz de llegar mi egoísmo. Tal vez deseé tu muerte, Ana María” (p. 58).

No obstante, quizá del peso que más se libera Ana María con su muerte es el del matrimonio y sumisión provocados por Antonio, debido a que los años fueron hostigando su irritación hasta la ira, “convirtieron su tímido rencor en una idea bien determinada de desquite. Y el odio vino entonces a prolongar el lazo que la unía a Antonio. El odio, sí, un odio silencioso que en lugar de consumirla la fortificaba” (p. 75). Este odio viene a reemplazar el sufrimiento y el amor que antes sentía por Antonio. “Así, la amargura de Ana María acaba por alejarla notablemente del estereotipo de la mujer casada que se subordina incondicionalmente al marido y lo venera como si fuera una divinidad” (Tokić, 2018, p. 54).

Cuando Antonio se acerca a verla en su lecho, Ana María se da cuenta de que aquel hombre que se mostró siempre fuerte e inmune frente a ella era en realidad alguien frágil, endeble al paso del tiempo y, por tanto, muy lejos de la inquebrantable figura masculina que la sociedad le había mostrado. Ahora él le llora

y, entonces, a medida que las lágrimas brotan, se deslizan, caen, ella siente su odio retraerse, evaporarse. No, ya no lo odia. ¿Puede acaso odiar a un pobre ser (…) destinado a la vejez y a la tristeza? No. No lo odia. Pero tampoco lo ama. Y he aquí que al dejar de amarlo y de odiarlo siente deshacerse el último nudo de su estructura vital. (p. 78)

La muerte ha tomado una extraña fuerza, por fin Ana María se ha liberado completamente. Este es el primer momento que marca el nuevo nacimiento de la protagonista, el segundo será cuando se haga una misma con la naturaleza.

Por otro lado, es importante destacar que Ana María se resiste a ser parte de ciertos ritos, no deja apropiar su cuerpo “por el simbolismo del ritual católico, de la cultura patriarcal” (Vásquez, 2015, p. 296) sino que “se apropia su cuerpo femenino desde un lugar alternativo a la normativa de la cultura patriarcal católica” (Vásquez, 2015, p. 298). A diferencia, por ejemplo, de su hermana Alicia, quien se encuentra íntimamente ligada a los principios que exige la iglesia; fiel a su marido a pesar de su brutalidad; fiel a un Dios que le arrebató a su único hijo y la mantiene sumisa, en decadencia, como lo expresa Ana María: “Que no daría, sin embargo, mi pobre Alicia, porque te fuera concedida en tierra una partícula de la felicidad que te está reservada en tu cielo. Me duele tu palidez, tu tristeza. Hasta tus cabellos parecen habértelos desteñido las penas” (p. 35).

Ana María, por el contrario, gracias a esta muerte, se ha desligado de cualquier imposición determinada por la sociedad patriarcal. Ella desea que Alicia algún día encuentre y experimente la libertad. Ahora bien, en vez de ser un viaje de ascensión “como el de Cristo hacia su padre, el de Ana María es un viaje a las raíces, a las entrañas de la tierra. Más que a un orden trascendente, (…) viaja a un caos incondicionado, a una indiferenciación de lo orgánico y lo humano” (Vásquez, 2015, p. 299). Se une con la naturaleza, en la que finalmente ve culminada su liberación: “Nacidas de su cuerpo, sentía una infinidad de raíces hundirse y esparcirse en la tierra como una pujante telaraña por la que subía temblando, hasta ella, la constante palpitación del universo” (p. 91).

Como podemos ver, en La amortajada el fallecimiento corporal se manifiesta como un acto de vida que le permite a la protagonista liberarse de la muerte constante que sufrió con el abandono de Ricardo; el matrimonio con Antonio y su vida de casada; los sentimientos de Fernando; y sus conflictos internos. Ana María renace fuera de los paradigmas de la sociedad patriarcal, es un ser que ahora rechaza “las normas de vida que se han introducido en el mundo, tanto más cuanto que han sido los hombres quienes las han elaborado” (Beauvoir, s.f., p. 215). La muerte finalmente la ha metamorfoseado, hecha una misma con la naturaleza, ha experimentado la verdadera existencia de la mujer, autónoma, poderosa, libre al fin.

 

 

 

Referencias

Bombal, M. L. (1941). La amortajada. Nascimento.

De Beauvoir, Simone. (s.a). El segundo sexo. Siglo Veinte.

Guerra, L. (1985). Visión de lo femenino en la obra de María Luisa Bombal: Una dualidad contradictoria del ser y el deber-ser. Revista Chilena De Literatura, (25), 87-99.

Guerra, L. (2012). La amortajada: el retorno a las raíces primordiales. Mujer, cuerpo y escritura en la narrativa de María Luisa Bombal (pp. 77-97). Ediciones UC.

Melgar, Y. (2006). La masculinidad en La amortajada de María Luisa Bombal. Hispanic Research Journal, 7(3), 237–250.

Tokić, A. (2018). Lo femenino en la obra de María Luisa Bombal [Tesis de licenciatura]. Universidad de Zagreb.

Valenzuela, L. (2018). Peligrosas palabras. Océano.

Vásquez, M. M. (2015). Memoria de género y muerte auténtica en La amortajada de María Luisa Bombal. Chasqui, 44(2), 285–304.

 

 

 

[1] Aranza Hernández (Hidalgo, México, 2000) es licenciada en Letras hispánicas por la Universidad Autónoma Metropolitana; diplomada en literatura latinoamericana contemporánea por el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL) y profesora a nivel medio superior. Ha participado en distintos congresos de didáctica y literatura. Asimismo, ha colaborado en diferentes revistas con textos afines a su área de estudio. Desarrolla, de manera independiente, talleres de lectura y redacción, además de encuentros de escritura creativa para niños y jóvenes.

[2] A partir de este momento citaré el texto base entre paréntesis, indicando sólo el número de página.

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