El tango y sus orquestas: un panorama

XIII

Por Miguel García

El sonido del tango ha ido modificándose conforme se modifica la sociedad en que se desarrolla. La sencillez de su origen dentro de la complejidad de sus circunstancias delataba el estado de transición de un pueblo en el que apenas se empezaba a construir una estructura; se fue ampliando y enriqueciendo, siempre al margen de la cultura oficial, que lo denostaba en favor de las manifestaciones consideradas más dignas. Era obvio que las clases dominantes no aceptaran un movimiento artístico sin pretensiones, nacido, acunado y desarrollado en un ámbito marginal, de pobres, de gente trabajadora, la masa que cada generación posterga incómoda. Por eso las tentativas de callarlo, matarlo, desconocerlo, por parte de las élites adineradas y las intelectuales, ajenas a la realidad diaria de tantos que encontraron en esa musiquita bailable un reflejo, una contención, un descanso de tanta miseria en todos los aspectos de su cotidianidad.

Poco a poco fue aceptado, pero nunca del todo, sino hasta décadas recientes, en las que ha llegado a representar un valor nacional y económico de la Argentina y, además del peso en sectores populares que lo difunden, sobre todo a través del baile, de instancias institucionales que lo han colocado en el ámbito del patrimonio cultural tanto de Buenos Aires como de Argentina y de todo el mundo. Los años 50 fueron la bisagra en la que empezó esta nueva valoración. Los estudios especializados, que los expertos llamaron tangología, dejaron ver sus primeros pasos formales; asimismo, empezaron a divulgarse publicaciones periódicas dedicadas específicamente al tango y otros géneros populares, incluso algunas que habían dejado de circular desde los años 30.

Alfredo Gobbi, bien afianzado en su estilo dentro de los cánones tradicionales de la orquesta típica, de naturaleza evolucionista, aportó gran cantidad de innovaciones de carácter melódico y elementos que matizan sus interpretaciones, les dan dramatismo y densidad. Contó con la participación de excelentes instrumentistas capaces de reproducir su idea estética; de ellos, baste nombrar a Mario Demarco, Ernesto Romero, Edelmiro D’Amario, Osvaldo Tarantino, Osvaldo Piro o Eduardo Rovira. Fue, además, sobresaliente compositor, con títulos como «El andariego», «A Orlando Goñi», «Tu angustia y mi dolor» o «Camandulaje», [81] de éxito en repertorios de orquestas afines a su espíritu. Sus propiedades estéticas y temperamentales fueron inspiración y base para la conducta artística de Astor Piazzolla y músicos de las siguientes generaciones, hasta nuestros días, al grado de convertirse en uno de los fundamentales, artista ejemplar que en vida recibió el reconocimiento de sus colegas y cuya labor ha sido valorada cada vez más en los últimos tiempos.

Para esta época de los 50, seguían actuando algunos directores cuya labor se extendía varias décadas atrás. Dos de ellos, Pedro Maffia y Pedro Laurenz, enlazados a la fuerza renovadora de Julio De Caro en los años 20, se encontraban ahora en distintos caminos. Maffia se había retirado de los escenarios cuando en el ambiente tanguístico empezó a respirarse el aire dariencista y se negó a sumarse. Volvió durante la década del 40, una vez que el efecto D’Arienzo se había difuminado y las orquestas diversificaban sus estilos particulares, como acompañante del cantor Alberto Gómez, para luego perderse nuevamente; al parecer, las grandes orquestas hacían que el sonido de su bandoneón se perdiera y prefirió dejarlo así. Por otro lado, Laurenz mantenía una orquesta y luego un conjunto reducido con los que conservaba su visión del tango, menos enérgica con el paso de los años, pero insistente en los pasajes arrebatados y fraseados del bandoneón, junto con matices armónicos de alta calidad. [82]

Lucio Demare se suma a la nómina de directores activos desde los años 20. Se hizo cargo de una orquesta fiel a su propuesta original, fuera del molde estilístico de cualquier otra, desde la conducción de su piano llena de detalles virtuosos. Recordemos que Demare tocaba jazz antes de hacerse pianista de Canaro, lo cual contribuyó a la construcción de ese estilo inusual y elegante. Durante los años 50, se mantuvo activo en radio y se conservan algunas grabaciones que evidencian su proceso de madurez estética. [83]

Edgardo Donato, aquel célebre cultor de la tendencia tradicional, cuyas interpretaciones sencillas se siguen escuchando asiduamente en las milongas, durante los años 50 tuvo una reorganización iniciada la década anterior, en busca de una mayor adaptabilidad conforme a los cánones que imperaban en ese entonces. Ya no le bastaba la modalidad bailable, puesto que ese público iba cambiando para dar paso a los auditorios de escucha. Tuvo como cantor principal a Carlos Almada, con participaciones especiales de Hugo Roca, Adolfo Rivas, Roberto Morel, Raúl Angeló e incluso Alberto Podestá. Con ellos volvía a interpretar sus viejos éxitos con estética actualizada. Sus números instrumentales varían considerablemente de los de antaño, lo cual puede notarse al escuchar su versión de «El acomodo» de 1952 en comparación con la de 1933. Asimismo, intercaló la interpretación de tangos conocidos («El pollito» de Canaro, «Será una noche» de Tinelli y Ferradás) con composiciones nuevas («Sencillo pero vistoso» de Calautti). [84]

Ángel D’Agostino continuó su labor en la dirección de la orquesta que le diera tantas satisfacciones la década anterior, aunque sin el que fuera su gran atractivo para el público: la voz de Ángel Vargas, que decidió hacer camino aparte en 1946 y, para ello, se llevó a Eduardo Del Piano, bandoneón y arreglista (durante los años 50, Del Piano fue su director musical; posteriormente, lo fue Edelmiro D’Amario). A la salida del cantor, el reemplazo fue Tino García; de ahí siguieron varios otros, en la conformación de un repertorio mayoritariamente cantado, salvo excepcionales títulos instrumentales de tangos viejos como «La sonámbula» y «Gil a rayas», y la novedad de una composición propia que lo coloca en un puesto distinguido entre los compositores de todos los tiempos: «Café Domínguez», con la glosa de Julián Centeya, de una fuerza expresiva que seduce tanto a los aficionados al baile (con el cual es totalmente compatible) como a los que prefieren el hábito de la escucha. [85]

Enrique Rodríguez, con su estilo sencillo que favorecía el baile, criticado por los músicos adheridos a la vanguardia a raíz de su simpleza, siguió un camino exitoso también como intérprete de temas de diversos lugares del mundo. Al promediar la década de los 40, decidió superar aquel modo de tocar y se hizo de los servicios de arreglistas talentosos como Armando Cupo o Roberto Garza, que le dieron un sonido de mayor dinamismo melódico, aunque el público no lo reconoció, no lo identificó con aquello a lo que lo tenía acostumbrado. Con los años, volvió al estilo acostumbrado, aunque con una mayor brillantez y potencia al entrar los años 50. [86]

Alfredo de Angelis, otro de los conservadores de la interpretación sencilla y bailable, tuvo un éxito rotundo con la colaboración de sus cantores Floreal Ruiz, Carlos Dante y Julio Martel en los 40; Dante y Oscar Larroca y Roberto Florio en los 50. Su repertorio se basaba en piezas ya conocidas, temas reos y románticos. La preferencia del público por estos temas lo eternizaron en su estilo sin hacer variantes significativas ni en estilo ni en instrumentistas: un tango de fuerte marca rítmica, un piano excelentemente ejecutado, bandoneones que marcan compás, remates y variaciones combinadas entre éstos y violines, que todavía se escuchan entre los asiduos al baile. Actuó de fijo en radio y televisión, con una intensa actividad discográfica que llegó hasta los años 80. [87]

 

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