A la mitad

Por Diana Meza

“Yagé […] Etimológicamente, en lengua quechua —aya (muerto, espíritu) y waska (soga, cuerda)— significa “soga o liana de los muertos” porque, para los nativos amazónicos, la ayahuasca permite que el espíritu salga del cuerpo sin que este muera”.

 

Salí del ensueño una mañana soleada. El ventilador de la esquina no era suficiente para erradicar el calor que había convertido el cuarto de hotel en un desierto, donde mi cuerpa y frente perlada se deshidrataban gota a gota, dejando marcas mojadas en la almohada y en la mano con que limpiaba mi frente. Faltaba una hora para salir rumbo a Puyo de la estación de autobuses de la ciudad de Guayaquil. Impulsada por la prisa sacudí la pereza junto con las sábanas, caminé al baño, lavé mi rostro y me vestí para dirigirme a la recepción del hostal y solicitar información sobre cómo llegar a mi destino.

No dejaba de estar inquieta, pues mi visita al amazónico lugar tenía un objetivo específico: encontrarme con la Ayahuasca, el elixir preparado con plantas de raíces inmemoriales. Aunque antes me había informado y preparado de acuerdo con las limitaciones derivadas de mi condición de mujer occidental, nada evitaba que yo sintiera miedo, pero ¿a qué?, ¿a la naturaleza?, ¿a la selva?, ¿a la introspección? ¿Cómo explicar este temor a explorar mi propia conciencia fuera del plano común? Mientras devanaba mis sesos con estas disertaciones, ya había llegado el taxi que me transportaría a la central; cargaba a mis espaldas, como una joroba llena de ilusiones, una enorme mochila con todo lo necesario para adentrarme en las entrañas selváticas: pasaporte, libreta, pluma, repelente.

El traslado fue rápido, en cuestión de minutos ya estaba en la sala de espera rodeada de gente extraña. Ví rostros morenos y cabelleras negras como la mía, oí voces cantadas con acento tropical, torsos sudorosos, oscuros y bronceados a punto de abordar el camión que nos llevaría a la misma dirección.

De repente, el aire se llenó de un olor frutal y comencé a añorar a mi madre. Ésta sería la primera vez que pasaría el año nuevo lejos de ella y de las mías. Entre melancólicas lágrimas derivadas de la añoranza hogareña, ocupé un asiento con ventana, donde, para mi fortuna, había aire acondicionado. El camión empezó a rugir, pronto arrancaría hacia la región amazónica de Ecuador.

Eran las 7 de la mañana cuando abrí los ojos y me vi rodeada de valles y montañas, cuyas verdosas pieles me hacían recordar las musgosas rocas del fondo de un lago. Era imposible no sentirse abrazada, absorbida por tanta majestuosidad que vestía los ojos de árboles frondosos. En ese momento empecé a cuestionarme si valdría la  pena continuar hasta el pueblo amazónico, pero una extraña sensación me hacía sentir profundamente segura de que mis pasos eran certeros.

Había transcurrido una hora cuando el chófer del camión gritó con voz de megáfono “Puyo”. Acelerada, me puse de pie y tomé mi fardo de campista, estorboso y pesado, y empecé a caminar con presteza hacia la salida. Una señora morena, de pómulos prominentes, miraba mi andar y dijo: “No corra, aquí nadie trae prisa”, de inmediato le respondí con una sonrisa y bajé las escaleras: Ya olía a selva.

Mientras mis riñones estaban a punto de estallar, esperaba a quien me recogería para adentrarme en el inhóspito lugar. Comencé a revolotear con la mirada y dos detalles llamaron mi atención: el cielo estaba gris, llovía una fina brizna que no alcanzaba a humedecer mi camisa ni mis ideas. La ausencia de sol no aseguraba un clima fresco, comprobaba esto cuando vi que no paraba de sudar, cántaros enormes se deslizaban por mi espalda pero no alcanzaban a llegar al coxis. Cada parte de mi cuerpa exudaba agua.

La llegada de mi guía y su estruendosa voz me hicieron perder el canto de las aves, aunque 10 minutos después mi vejiga agradeció esa presencia en pantalón caqui y camisa verde militar. Caminamos 3 cuadras y llegamos a un pequeño hostal con fachadas color arena, puertas desvencijadas y muchas plantas. Entré al baño que después convertí en vestidor; había en la sala de estar un enorme mapa donde se podían apreciar las dimensiones del Río Pastaza que recorre zonas fronterizas de Perú y Ecuador, así como la flora y fauna nativas y, sobretodo, el mensaje: “No queremos mineras ni petroleras, amamos nuestra selva”.

Transcurrida media hora, comenzamos a dialogar sobre cuáles eran mis principales motivaciones para estar en una ceremonia de Yagé (así le conocían a la Ayahuasca los nativos), y no dudé en responder: “Necesito reconectarme con la naturaleza y ahondar en mi conciencia desde otros planos”. Me respondió: “Primero iremos a la cascada del Chamán para limpiarte de tanta ciudad. Los ritos se hacen en la noche. Una pregunta ¿si hiciste ayuno?”. Asentí con la cabeza, mientras las tripas me rugían.

            Luego de un intercambio de miradas, mi interlocutora me explicó que caminar por la selva durante 2 o 3 horas era una forma de tranquilizar a los espíritus de las lianas, planta base del brebaje, decía: “si te conocen es más fácil que dejen regresar a salvo a tu espíritu”. Asentí, no como expresión de sumisión, sino como quien escucha hablar  a una sabia. Estaba lista para partir directo al corazón de la selva.

Mucho tiempo había transcurrido, nunca me sentí cansada de ir por los senderos accidentados repletos de lodo, caminando sobre hojas que un día formaron parte de la cabellera de los árboles, mirando fijamente sus raíces indefinidas, escuchando a las aves, sintiendo ese ambiente húmedo que se insertaba hasta los bronquios. Ya no me sentía como invitada en esa matriz de vida verde. A lo lejos oía caer el agua de la cascada como un galopar de caballos en tropel, aprecié el largo velo blanco y espumoso, las piedras que parecían pretender el andar de los equinos acuosos, los peces luciendo sus bruñidas escamas multicolor. Tardé un minuto en retirar las ropas que ya me estorbaban y, de inmediato, fui a bañar mi cuerpa en esa gélida agua, venida de las altas montañas ecuatorianas. Bailé debajo de la superficie dejando que la corriente lamiera mi espalda, entrara en mi vulva y siguiera su curso.

Eran las 4 de la tarde cuando decidí partir con la mujer de la comunidad que nos daría hospedaje en su casa para recibir el trago de ayahuasca. Doña Carmen nos recibió con mucha alegría, se acercaba lentamente, con pasos concisos y pacientes. Era de avanzada edad, delgada, pequeña, morena con pómulos prominentes, vestía un largo vestido blanco y hablaba con fuerza, no usaba calzado y llevaba cargado un diminuto can de ojos vidriosos que de inmediato ladró. Me dijo: “Hola, bienvenida”. Enseguida me mostró el lugar donde pasaría la noche, aconsejándome darme un baño y descansar, mientras ella terminaba la preparación de hierbas.

La noche había caído cuando la anciana fue a tocar mi puerta y con mucho cariño me dijo “es hora”. Salí, la selva me envolvía con su manto, la oscuridad estaba adornada con algunas estrellas. Al lado mío había una silla color marrón y doña Carmen dijo: “tendrás que estar sentada, se te va a mover el piso cuando tu espíritu salga. Fíjate bien en el cielo, siente las piedras en tus pies, mira bien los árboles”. Sacó un vaso pequeño, libé de varios sorbos el preparado amargoso de consistencia arenosa, mas no desagradable. La mujer tocaba una flauta que emitía notas musicales al ritmo del viento.

Pasaron algunos minutos cuando, bajo mis pies, sentí latir la tierra, el aliento de los árboles despeinaba mis temores; algo había salido expulsado desde mis hombros, subió a las ramas y jugaba con las serpientes que parecían ser los dedos de un par de manos. Por los alrededores brincaban seres parecidos a monos oscuros y mudos que danzaban debajo de la luna; empecé a pensar que todo lo que sucedía en la naturaleza tenía una razón, mas no una explicación. Mis entrañas ardían junto con el andar de las hormigas, las nubes bajaban de su azotea, los murciélagos chillaban transportándose sobre el lomo de la noche, el tiempo había dejado de existir mientras yo hablaba con las flores que adornaban mi presencia en ese otro lado, a la mitad del mundo, en medio del universo.

 

 

 

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Un comentario

  1. A la mitad -Empoli es bonito y entretenido me hizo transportarme al lugar y sentir las emociones de la autora como si yo estuviera ahí ☺️

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