Belen Carvente | Mordaz

Belen Carvente Mendoza es estudiante de doctorado en astrofísica y docente de matemáticas.

 

Mordaz

I

El odio se metió tanto entre los dientes

que se te hicieron gigantes huecos

en la sonrisa que se inserta en mi piel.

Y no lo digo metafóricamente,

tus huecos-dientes me están perforando el cuello

y el hombro

y mi seno izquierdo.

Cierro los ojos cansados

ya no me quedan ganas

ni de pelear

o de pedirte que pares.

Quiero estar lejos.

En la esquina de la sala

en donde nadie parece escuchar,

está la gatita que rescatamos juntas.

No la quiero dejar sola

y tampoco a mi mamá.

Curioso lo que se piensa mientras

se piensa que la vida se está acabando.

Ya no me quedan ganas

ni de pelear

ni de pensar en la gata.

 

II

El reloj del pasillo se paró;

tu puño paró;

los pensamientos pararon.

El planeta paró.

¿Sentiste que incluso el universo

se detuvo un instante?

Abrí los ojos y entre tanto moco

y lágrimas y sangre,

decidí tomar un suéter

y mi vida

y mi gata.

Y durante un día

de estar viajando a la velocidad de la luz

(por que el tiempo se expandió

y las horas se sintieron meses

y la historia se dibujó en mi boca

dos, tres, diez veces más),

tus puños y dientes

tuvieron que repetirse ante

el policía y el amigo

y el médico legista

y la trabajadora social

y otros más que nunca sabré

por qué necesitaban saber la historia.

Ese día-año no sabía nada.

Dónde iba a vivir ahora.

Cómo me comunicaría con mi madre

si rompiste mi teléfono.

Quién me iba a creer.

Por qué tenía tus dientes en mi piel.

Cuándo dejaría de dar miedo.

 

III

Hace calor. La primera sonrisa del día llega de forma inesperada mientras noto que, como siempre, el calcetín izquierdo decidió ir a un viaje entre las sábanas dejando descubiertas mis pequeñas salchichas-dedos para la degustación del gato gordo. Todas las partes de mi cuerpo se estiran en esta mañana calurosa y sonriente. Doy los buenos días a la gata, al gato gordo y pongo el pie izquierdo recién mordido sobre el piso fresco. Camino hacia la cafetera y disfruto ese momento en el que la agenda, el celular, el correo, la escoba, la esponja de los trastes y los areneros sucios aún no existen.

Suspiro.

Tal vez la justicia, con lo ciega que presume ser, decidió omitir mis heridas. Es posible que haya olvidado cómo llegué a este nuevo hogar, a quién le conté la verdad y a quién se la disfracé con un accidente de bicicleta. Mi piel ha decidido perdonar y borrar las cicatrices.

Y descubro, en medio del ambiente aromatizado de café, con la gata ronroneadora en mis piernas y el gato gordo tomando de su cuenco con leche, que mi memoria ha decidido ser valiente y regalarme la mi primera sonrisa del día gracias a una mordida.

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