¡MIERDAAAAAAA!

Por Héctor Daniel Olivera Campos

 

Doce de octubre. Madrugada del setentavo día de expedición. Rodrigo se despereza. Una neblina chata envuelve la nao, pero, allí arriba, dónde él se guarnece, apostado en la distante cofa del mástil, el lugar que sus compañeros llaman el carajo, se puede divisar el cielo infinito por encima de la bruma.

 

No es la primera vez que Rodrigo hace de vigía, pero ese es un día especial, por lo que se halla inquieto y nervioso a causa de los acontecimientos que se avecinan.

 

Dos días antes había habido un motín, por fin a la tripulación se le cayó la venda de los ojos y tomaron plena conciencia del embaucador que les capitaneaba. Le echaron en cara al Patrón que los hubiera embarcado con el propósito de cruzar la Mar Tenebrosa y llegar a las islas de Cipango sin tener ni la más remota idea de la distancia a recorrer. Los tripulantes habían descubierto que les engañaba, que imantaba la brújula, que llevaba un doble cuaderno de bitácora en el que consignaba la derrota del buque, y sostenía que había recorrido en una jornada cincuenta y nueve leguas, cuando eran, en realidad, cuarenta y cuatro. Sí, habían decidido matar al Capitán, hacerlo pasar por la quilla y virar de vuelta a España. Pero volvió a surgir el genio, el seductor. Amenazó, suplicó, lloró, rio, invocó a la Providencia… Halagó la valentía de sus hombres, estimuló su vanidad y su avaricia, ofreció diez mil maravedíes al primero que avistara tierra. Y a pesar de la desesperación y la ira, les convenció de nuevo, prometiéndoles dar media vuelta si en tres días no hallaban isla o tierra firme. Y los marineros, que instantes antes se proponían matarle, acabaron arrodillados rezando a la Virgen junto a su Capitán y cantando Salve Regina. Y todo ello pese a que las provisiones de comida se habían podrido y los hombres dormían sobre cubierta incapaces de soportar el hedor que emanaban las bodegas. ¡Qué gran interprete había perdido el teatro! ¡Qué Colón tan irritable!

 

De todo lo que les dijo Don Cristóbal, una cosa era cierta: la tierra estaba cerca. Habían avistado sargazos, pelícanos y otras aves, además de vegetación flotando sobre el lomo celeste de las olas y hasta un madero tallado por manos humanas. La cuestión era: ¿a qué distancia estaba aquella tierra ignota?

 

Rodrigo cree haber visto algo y se frota los ojos. Se trata de una colina en la que se refleja con timidez la luz de la luna. Aguza la vista y frunce el ceño. A su garganta quiere acudir una palabra: ¡Tierra! Pero espera a estar seguro. Sí, sin duda, hay tierra a la vista. Rodrigo piensa que si da la voz de alarma salvará la vida de su Capitán, ese ser vanidoso y cruel que afirma protagonizar una empresa divina. Si grita tierra, diez mil maravedíes van a su bolsa. Eso…, en teoría, si no se los queda el Capitán rapaz. ¿Cómo puede uno fiarse del Almirante? Rodrigo, por ser el más fiel, lo atendió durante un par de días que estuvo con fiebres y tuvo ocasión de husmear los documentos que escondía en su camarote. Ha leído una copia de las Capitulaciones de Santa Fe; un acuerdo por el que los Reyes le otorgan al Capitán el título de “Almirante de la Mar Océana” y “Virrey de todas las tierras que se descubran”, así como el diezmo de todas las riquezas obtenidas. ¿Y qué hay para su fiel marinería? ¡Nada! Hombres que han dejado familia atrás y arriesgan tanto o más su vida que su Capitán en la aventura; que bregan y sudan en cubierta bajo un sol que les quema la piel y se trepan a los mástiles sin más protección que una medalla de la Virgen pendiendo del cuello. Nada para ellos, los imprescindibles. Fatigas, penalidades y escorbuto, esas son sus recompensas.

 

¡Puto genovés! ¡Maldito bastardo avaricioso! Si Rodrigo grita ¡tierra! salva la vida a Colón. Pero lo que brota de su garganta como un aullido es: ¡Mierdaaaaaa!

 

Desciende el vigía de la cofa. La tripulación se agita en cubierta, legañosos y somnolientos interrogan a Rodrigo: 

 

-¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? ¿Has gritado tierra?

-¡Mierda, he gritado mierda! –replica el vigía- No esperemos ni un segundo más. Matemos ya a ese hijo de puta de Cristóbal Colón. ¡A la horca con él!

 

Presto, Juan de la Cosa trenza la soga.

 

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