Qué suerte tiene el sol

Por Karina Mora Mendoza

¿Han pensado cómo el sol nunca es el mismo? El sol del amanecer poético y esplendoroso no vuelve a ser el mismo en todo el día. Le alcanza con ser jodidamente maravilloso durante la mañana. Después de eso, es suficiente con estar colgado en el cielo esperando a guardarse un par de horas después. Qué ganas de ser sol y que el resto del mundo celebre mi existencia; que se perdone mi intensidad abrasadora de las tres de la tarde y se me excuse por parecer menguada hasta que la noche llega a relevarme. ¡Qué suerte tiene el sol de ser sol!

Postrada en el asiento del copiloto de aquella camioneta que parecía ser mía, aunque no lo era —igual que pasaba con mi vida— miraba al sol. A mi alrededor, un estacionamiento casi vacío, tres familias felices además de la mía estarían dentro del supermercado, poniendo en el carrito de compras todos esos enseres que necesitas aunque no sabes muy bien para qué; objetos enlistados en la cabeza como artículos de primera necesidad, recetados para cumplir con el esquema de bienestar perenne que viene, supuestamente, aparejado con el matrimonio; aromatizantes de vainilla o lavanda, bolsas de plástico pequeñas  y con cierre para guardar cualquier cosa que igualmente podría caber en tu puño y por ende, donde sea. Frascos de mermeladas gourmet, sin azúcar, conservadores o cualquier añadido que potenciara algo de sabor, o en su defecto, de felicidad. Parecía que entre más estéril fuera el producto, mejor se adaptaría a la mecánica de mi vida en familia, que de tantas maneras también estaba impedida para florecer. 

—¿Qué más necesitas? — Preguntó Max cuando había regresado al volante y se encontró con mi mirada clavada en la nada, que tanto le agobiaba.

—Nada. Eso era todo lo que hacía falta. — Respondí.

¿Y qué más podía decirle? ¿Que buscara un frasco de ganas de vivir en el pasillo de los detergentes? A ver si de pronto el de la etiqueta con aroma “brisa del mar” me refrescaba un poco el alma de aquel sopor denso que sentía, que no me dejaba respirar, que no me dejaba vivir; pero… ¿qué era? No lo sabía ni yo, ni Max, ni mi familia, ni el mundo entero, y aparentemente tampoco Dios, pues le pregunté muchas veces y siempre me quedé sin respuesta. Lo único cierto en todo aquello tan asfixiante era una frase contundente que me daba vuelta en la cabeza todo el día, como si mis ojos pudieran reproducir un corto en blanco y negro, sin ningún efecto de sonido, sin mucha escenografía, solo un letrero de cine viejo y desvencijado, con fondo blanco y letras rígidas de color negro, donde muchas palabras se sucedían una a la otra hasta volver legible la ingrata sentencia  “esta no es la vida que quiero vivir”. 

Max, mi esposo, llegó a mi vida hace un par de años. Apareció enredado en el simbolismo romántico de las pequeñas e incómodas mesas de los bares de karaoke. Ese día, los amigos entrañables de aquella época me convencieron de tomar una copa y celebrar como se debía el final de otro período escolar de aquel posgrado que nos rasgaba el intelecto, y algunas veces también el alma. Le contaba a todas las personas que preguntaban cómo nos habíamos conocido que fueron un saco rojo y el pelo enmarañado que me caracteriza al final del día las dos cosas que encontró encantadoras de mi existencia. Ese pelo que por momentos se pierde de las normas y le da por ser de todo menos pulcro y bien acomodado. 

Me vio desde la parte trasera del pequeño bar en aquel pueblo medio olvidado del mundo. Un vórtice geográfico donde no pasaba mucho, pero se sentía como si pasara todo. “La media luna” se llamaba aquel refugio de los cantantes no vistos por el mundo, donde cada noche vociferaban sus corazones rotos y tenían lugar las citas casuales de los amantes escondidos.

Los deseosos de conocer esta historia de amor escuchaban después este retazo de vida: —Lena se me atravesó en los ojos y tenía que conseguir saber quién era— contaba Max. Luego seguía: —Tenía que saber quién era esa mujer ahogada en libertad, sumida en la adrenalina del baile sensual que dominaba a la perfección. Así que le pedí al mesero que cuando me fuera, le llevara una servilleta con mi número de teléfono. Lo anoté con toda la dificultad que aparejaba escribir una nota fortuita: con la letra más engorrosa de lo habitual a causa de la luz tenue y los nervios del amante que teme ser descubierto. Después de escribir los números importantes mi puño logró garabatear “Me encanta tu libertad”. —

A mí, la frase me mató. Desde ese minuto debí anticipar que aquello sería un tornado, de lo que fuera: de amor, de pasión, de odio, pero así, arrasador, intenso, destructor e implacable con cualquier cosa que oliera a estabilidad. El pedazo de papel que marcaría mi vida con ese mensaje salió volando de los jeans que intentaba doblar la mañana siguiente de aquella juerga épica. Lo alcancé en el vuelo hacía el piso y al abrirlo y sentir aún el olor a cigarro impregnado en aquella nimiedad, recordé la sonrisa que se dibujó en mi rostro cuando la noche anterior había leído aquella línea. ¡A alguien le gustaba yo! ¡así! Siendo inmensamente libre y feliz. Di vueltas en la habitación de mi departamento empuñando aquel número de teléfono como una niña pequeña que aún caminaba en pijama a esa hora del sábado. Tenía el pelo hecho un matorral y el rímel corrido, pero el corazón brillante y queriendo salir del pecho. 

Después de sonrojarme con aquel texto una vez y otra vez y de nueva cuenta…finalmente me convencí que aquella frase merecía al menos una nota de agradecimiento. Así que levanté el celular que estaba tirado sobre la cama y marqué aquellos diez dígitos que aún puedo recitar de memoria. Abrí la aplicación de mensajería y pude ver la foto de perfil del hombre que entre palabras rosas me había intrigado tanto. Se le veía muy galán, en pose de “tengo todo bajo control”, y el tiempo vendría a comprobarme que, en efecto, lo tenía. Siempre, siempre, tenía el control. Estaba usando unos lentes negros y tenía la mirada puesta en el horizonte. El efecto blanco y negro mezclado con aquel encantador vacío que caracterizaba a mi corazón me hicieron verle aún más guapo. No logro recordar con exactitud la frase que abrió la conversación, pero debió ser algo así — Gracias por ese mensaje, ya nadie envía notas de amor —. Palabras más, palabras menos. El hombre me respondió enseguida y me dijo no saber con quién hablaba, así que tuve que dibujar con palabras todo lo ocurrido la noche anterior. 

Eran ya los últimos días de julio y ese sábado tenía planeado un viaje a mi pueblo natal para atender la llegada de la última sobrina de la familia. Toda esa mañana tuvo lugar una parafernalia que siempre he adorado; preparar maleta sin apuro mientras sorbo café negro a traguitos, escuchar música de fondo que forzosamente debe tararear amor, llamar a la calma para resaltar mis facciones con un maquillaje ensayado ya por varios años, y total, aquello se resume a sentirme la mujer más afortunada del mundo. Ese día a la danza de ropa y al arte facial se sumaban los mensajes de aquel hombre que recién aparecía en mi vida, pero ahora tenía nombre y apellido: Maximiliano Cifuentes.  

Intercambiamos pensamientos de ida y vuelta, pasamos del ¿cómo te llamas? a ¿cuál es el momento más trágico de tu vida? En cuestión de horas nos contamos quiénes éramos, aunque claro, de una forma donde solo hubo sumatorias de halagos sobre nosotros mismos, de esas que decimos en voz alta para ver si convencemos a los corazones, al del objeto del deseo y de paso también al propio. Creo que nunca será tiempo perdido recordar cómo nos vendemos en este mercado de amor que llamamos destino. 

Se sentía bien. Se sentía bien hablar con él. Se sentía bien la escucha atenta y amable de alguien, especialmente en aquellos días donde se desayunaba hostilidad y se comía con desaprobación. Tal vez fue esto lo que me orilló, a mí, la Lena de 28 años, a enredarme en el amor más profundo y enfermo que nunca antes había conocido. 

Hoy, mientras espero en la cama del hospital donde un cuerpo con diez kilos menos a causa de una depresión profunda espera la segunda ronda de medicamentos para lograr dormir, aquí, el cuento de amor se me convirtió en tragedia. La adrenalina de los mensajes se transformó en un miedo constante a enojar al monstruo, luego a sentir vergüenza por ser débil y no hacerle feliz. De aquella escena de bar la historia tomó un rumbo tan distinto que apenas puedo recordarlo; me resulta profundamente inexplicable entender cómo esas escenas de romance terminaron en la amargura sutil de la violencia cotidiana, aunque esa complejidad jamás alcanzará a la dificultad sentida para contar esta historia, esa donde toda la información disponible del mundo no alcanzó para tomar al cuerpo lacerado, recogerlo y salir huyendo del maltrato, del abuso y de la paulatina destrucción de la dignidad que los hombres como Maximiliano tienen ensayada para dominar a las mujeres.

Qué suerte tiene el sol, sigo pensando, qué suerte tiene de nunca ser el mismo, ni a la misma hora, ni el mismo lugar. Ese Sol que no tiene la carga del pasado ni del futuro, y que existe siempre en la claridad del presente. Lo contemplo en las horas decentes cuando no mata, lo anhelo y le suspiro auxiliándome del viento. 

Recuerdo tanto una noche de las muchas que pasé sin dormir, ese día en la vigilia de la oscuridad logré observar el rostro de Max en el abrazo del ensueño más placentero y envidiable que jamás había visto. Era escuchar su respiración y sentir en las entrañas el arrebato de la huida que pondría fin a aquel suplicio, pero claro, esto me parecía imposible. Bien se sabe que la prisión más alta es la que se construye con ideas y no con ladrillos, de la que crees que jamás podrás salir, así que no hay espacio para los intentos de fuga. Salí de la recámara principal en puntillas sintiendo la cabeza abotagada de tanto pensar, de tanto pensar cómo era posible que yo fuera tan “mala”, tan culpable de que aquella cotidianeidad en pareja se asemejara mucho más a un campo de batalla que a la miel derramada que uno proyecta en los momentos de éxtasis. Bajé la escalera en la niebla de la madrugada, iba directo a un rincón húmedo en el cuarto de lavado donde lo único que buscaba era perderme en el mareo putrefacto de los cinco cigarros que inhalaba al hilo. Sólo así conseguía que el cuerpo físico se doblegara unos minutos ante el dominio del cuerpo intelectual. Ese, el que es subyugado por el trinomio de la desolación: miedo-mente-miseria. Después regresé a la pequeña sala de estar y me tiré en una alfombra gris, suave y afelpada, que me acariciaba, en la que al menos yo sentía una suerte de arrullo de consolación. Ahí, me abracé las rodillas de ladito, como los bebés en el útero de su madre, y comencé una danza suave para mecer mi corazón. 

Ya no me repito que esta no es la vida que quiero vivir, ahora me repito simplemente que quiero hacerlo, sin importar muy bien la manera. Quisiera hablarme en tercera persona y preguntarme: ¡Pero, Lena! ¿Cómo has hecho para llegar a esta cama de hospital? ¿Cómo has hecho para desdibujarte a tal grado que ya no sepas ni quién eres? Que ya no sepas ni cómo respirar sin la ayuda de unos medicamentos que dicen ser la salvación, pero que te saben al metal más amargo. Cómo has hecho para envidiar al sol y anhelarlo. 

Hoy, a la distancia, la sensación es fría. De sentimientos congelados. De anhelos perdidos y de una nostalgia cortante. Qué terrible es pensar en las posibilidades de lo que fue, sí, pero lo que realmente rasguña el alma es pensar en lo que pudo ser. No hay líneas más terribles que aquellas que comienzan con “si hubiera”, si tan solo hubiera podido, hubiera hecho, hubiera pensado, hubiera sentido. Si tan sólo me hubiera salvado. Ese pasado que jamás regresará para ser enmendado, para ser transmutado, para ser de otro modo, para ser a fin de cuentas. Solo regresa en forma de inyecciones letales con dosis pequeñas de veneno, se mete en la carne como los virus, sin que puedas verlos y te das cuenta que te jodieron cuando las lágrimas están atoradas desde la garganta y el cuerpo cortado no es por gripe aguda, sino por el golpe que lo destrozó al digerir la verdad.

Qué suerte tienes Sol, de brillar cuando quieres, de ocultarte cada tanto tras la luna, de largarte cuando te cansas. Que suerte tienes de traer calor y luz sin temor, sin temor de que esa luz te la conviertan en sombra y te encarcelen, acusándote de libertino. Qué suerte tienes de ser señor Sol y no señora. 

A veces me gustaría hablar con Dios para preguntarle ¿Por qué el aprendizaje siempre llega “tarde”? Aunque sé que no hay tal cosa y que todo sucede cuando es, mirar la historia propia con esa claridad es duro. Es más fácil hacerlo con otros. Decirle al amigo “todo pasa por algo” tiene un peso moral irrefutable, pero susurrarte esos mismos pensamientos en soledad es otra cosa.

 

 

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