Temazcalteci

Por Ana Laura Corga[1]

Para Marisabel Macías.
Por ser guía en la erótica feminista,
inspiración en la creación literaria
y amiga en la confidencia.
Que tu camino sea siempre gozoso.

 

Llevaba mucho tiempo preguntándome por qué no sentía nada. Por qué mi cuerpo no se estremecía como los de las mujeres en las escenas de la pantalla, en las que las pieles se erizaban, los pezones se erectaban y las personas jadeaban. Mucho tiempo asumí que eran simples actuaciones y que en la vida real eso no existía. ¿Pero sería verdad que todas las personas mienten y no sienten nada, como yo?

Esta pregunta y otras más inundaban mis pensamientos, sobre todo los nocturnos. Se aparecían de la nada cuando veía algo que me gustaba, a alguien que me atraía. ¿Por qué no siento? ¿Por qué no aparece esa electricidad que dicen que se hace en la entrepierna? A lo mejor nací sin algo y el placer me fue suprimido desde un inicio.

Mi primera experiencia con una pareja sexual fue frustrante. Me cuestionó después de haberme practicado sexo oral si lo había disfrutado. Falsamente dije que sí. Durante el acto eché unos gritos bien fuertes, todos aprendidos en el porno. La realidad es que no sentí absolutamente nada. No sabía cómo se sentía un orgasmo. No creí estar ni cerca. Tuve sexo nomás por tener. Porque parecía que era una obligación o porque de manera legítima buscaba sentir. Hasta ese momento no había sido útil, sólo me dejó una insatisfacción monumental.

Un día le platiqué a mi amiga Juanita sobre esto, después de un largo cuestionamiento sobre mi vida sexual por parte de ella y de un minucioso escrutinio de confianza por parte mía. No entendía por qué a mis amigas les interesaba tanto la intimidad de las otras. Muchas veces me avergoncé de no entender de lo que me hablaban. De sentir que estaba descompuesta. Porque si lo pensamos bien, sí lo estaba: del clítoris. Era posible que fuera una enfermedad congénita y como no sabía de qué se trataba, decidí llamarle “síndrome del clítoris no nato”. Estaba segura de que nací sin él, aunque nadie me lo hubiera confirmado.

Juanita insistió en que no era normal que no sintiera algo siendo tan adulta. Que cómo era posible que ni siquiera hubiese llegado cuando me toqué siguiendo las recomendaciones que encontré en la web. En verdad que me sentía fuera de tono cada que me comentaban algo al respecto. La mayoría de las veces me hacía la tonta o inventaba cualquier cosa para que me dejaran en paz. Pensaba, apenas y tengo treinta años, ni que mi vida ya se estuviera acabando y nunca fuera a sentir. Aunque siendo sincera, sí era algo que me consternaba.

Me platicó que una de sus primas padecía algo muy similar y que asistió a una reunión de mujeres frígidas. Que también le contó que estaban utilizando prácticas ancestrales parecidas a las sesiones de Alcohólicos Anónimos. Me insistió que fuera, aseguró que su prima estaba muy contenta. Naturalmente le dije que no. El solo hecho de pensar en pararme frente a un grupo de mujeres desconocidas y decirles: “Hola, soy Ramona y yo también soy frígida”, me provocó un remolino de sensaciones en el estómago. Revoloteos de murciélagos, porque estoy segura de que no eran mariposas.

Cada que veía a Juanita me preguntaba cómo me iba con aquello. Me insistió tanto, que un día decidí animarme y hacer cita para ir a una de las dichosas reuniones. Total, cosas más vergonzosas ya había hecho en la vida; además, nadie me iba a reconocer, no pasaba nada.

Llegué el primer día al lugar, me paré enfrente y respiré muy profundo antes de entrar. Había practicado muchas veces frente al espejo el speech de presentación para que nada me fuera a tomar por sorpresa. Cuando llegué, la puerta estaba abierta, así que entré y me planté ante un grupo de mujeres que se encontraba en la recepción. Todas muy amables me sonrieron y casi al unísono me preguntaron si llevaba bata. ¿Bata? ¿Para qué carajos se necesitaba una bata? Decidí seguirles la corriente. Ya llevaba mucho tiempo esperando ese día como para arrepentirme en ese momento.

Les respondí que no y me dijeron que tomara una del estante que tenían en el vestidor. Que me quitara toda la ropa y que me esperaban en la Sala A. Me comencé a intranquilizar por lo raro del asunto, aunque la curiosidad ya me estaba ganando la batalla. Hice lo que ellas me indicaron. Tomé una de las batas blancas, me quité la ropa y la puse en una bolsa. Anoté mi nombre en un letrerito negro que también estaba ahí a la mano.

Salí de los vestidores con la bata puesta y con mi ropa en la bolsa. Caminé hacia la Sala A, que era la principal. Era una especie de salón de juego, supuse que de juego de la pelota por la ubicación de los aros. En medio del salón, sillas dispuestas en círculo. Sillas azules muy pulcras y sobre ellas, un grupo de mujeres en pleno chismorreo. Cuando me acerqué, todas voltearon y me sonrieron amablemente. Me hicieron sentir un poco aliviada y procedí a sentarme en la silla vacía. Me empecé a preguntar si eso significaba que nos desnudaríamos enfrente de todas y terminaríamos asumiéndonos frustradas sexuales ahí con nuestro cuerpo expuesto.

—Silencio muchachas. Gracias por estar aquí. Hoy tenemos una nueva compañera: Ramona. Por favor, denle la bienvenida—, dijo con voz clara la que parecía ser la coordinadora.

Con un gran: “¡Hola, Ramona!”, me recibieron al unísono. Sólo sonreí diciendo “hola” en voz bajita. Me empecé a preparar para lo peor. La misma mujer del saludo inicial se dirigió al grupo y preguntó si alguien quería comentar su última experiencia de placer físico. Así, sin más. Una mujer de larga cabellera morada alzó la mano. Empezó a narrar algo que no entendí muy bien. Parecía describir un momento de clímax. Era un lenguaje extraño, pero todas parecían comprenderlo. La verdad es que me sentí un poco perdida. La coordinadora me volteó a ver y me sonrió condescendiente.

Todas estaban fascinadas escuchando a la mujer, a la que no le pude poner ni mínima atención, porque me distrajo más que la vibra del grupo comenzaba a cambiar. Todas se comportaban diferente. Parecía que la narración las excitaba. Sus pieles se empezaron a erizar. Sus semblantes cambiaron. Sus cabellos se llenaban de electricidad y su sangre se empezó a notar en la piel. Ese flujo de sangre recorriendo las venas brillaba, juro que brillaba. Era la cosa más extraña que había presenciado. Estas mujeres no tenían nada de frígidas, estaban gozando el relato. Por mi parte, seguía sin entender.

Terminó de hablar y todas aplaudieron con cara de satisfacción. La coordinadora agradeció la participación y nos pidió que nos preparáramos. Indicó que dejáramos nuestras cosas en las sillas y nos dirigió hacia el patio. Caminamos todas juntas. Yo caminaba en silencio y con los ojos lo más abiertos posible.

Al llegar al patio, en el centro del lugar, en medio del pasto verde bien recortadito, se encontraba una construcción redonda, un temazcal. Hacía mucho tiempo que no veía uno. Pensaba que ya estaban en desuso. La coordinadora se acercó y me dijo que sería mi guía. Que si en algún momento quería parar le dijera. Me comentó que era normal que la primera vez hubiera un poco de desconcierto, pero me aseguró que lo iba a disfrutar.

Me previno que entraríamos al temazcal y que ese día había sido preparado especialmente para una iniciación. Que el ritual se ha consagrado al fuego venusino. En tono de clase, comenzó a explicar la historia entre el planeta Venus y la diosa Temazcalteci, la llamada abuela del temazcal.

—Ramona, esto es muy sencillo, no te espantes. Es un ritual que se ha utilizado durante millones de años. No es algo de dominio público, porque ya sabes, la religión patriarcal en su afán de suprimir los deseos de las mujeres lo ha prohibido. Pero nosotras lo hemos recuperado y con estos aprendizajes, les enseñamos a las mujeres a encontrar su lugar de placer sexual.

Continuó contándome la historia del ritual que me resultó fascinante. Un grupo de arqueólogas encontraron registros de hace millones de años de la diosa Temazcalteci. Registros de viajes interplanetarios. Viajes que llevaron a la diosa a contactar con el planeta Venus, el cual visitó insistentemente en búsqueda de vida. En uno de los viajes se encontró por casualidad con un grupo de mujeres muy similares a las de la tierra, pero que eran habitantes de ese planeta. Extraordinarias y amigables. Tuvieron intercambios culturales, compartieron aprendizajes sobre sus usos y costumbres. Entre esos saberes, la diosa Temazcalteci sorprendida de la luz que ellas irradiaban, les preguntó cuál era el secreto para estar plenas en todo momento. Ellas le compartieron una experiencia medicinal. El uso del fuego del deseo a través de las piedras venusinas. Por muchos años la humanidad no tuvo posibilidad de transportar las piedras, pero ahora que existen los viajes turísticos interplanetarios, un grupo de mujeres se organizó para recoger este conocimiento y llevarlo a la práctica. Terminó el relato diciéndome que al final lo entendería mejor.

Las mujeres que avanzaban frente a nosotras, conforme iban llegando al temazcal, se dispusieron en círculo nuevamente. En un momento, sentí que el cuchicheo empezaba a sonar armónico. Eran palabras entre suspiros, gozosos y placenteros. La cosa me seguía pareciendo demasiado confusa.

Cuando todas ocuparon sus lugares, la coordinadora se aproximó a una figura marrón que se encontraba situada en un atril en el centro del círculo formado por las mujeres. Era una figura de lo que parecía representar a la diosa Temazcalteci. Se despojó de la bata y completamente desnuda, tomó la figura y la comenzó a golpear con unas yerbas olorosas que se encontraban a un lado. La posó nuevamente en el atril y luego le prendió fuego. Se abrió una fogata en la piedra, de un color que nunca había visto y que despegaba olores deliciosos. Entre madera, copal y hierbas. Se puso unos guantes especiales y la tomó con sumo cuidado. Se introdujo muy despacio en el temazcal con ella entre las manos mientras rezaba en alguna lengua ininteligible para mí.

Al poco tiempo salió del temazcal y nos dijo que nos alistáramos. Me ordenó que hiciera lo que mis compañeras y entrara hasta el final. Se metió de nuevo y después, todas comenzaron a quitarse las batas. Las dejaron en sus respectivos lugares hasta que tomaron el lugar de las mujeres en el suelo haciendo un círculo blanco. Las mujeres mostraban sus cuerpos desnudos. Cuerpos de todos los colores y de todas las formas. Bellos y hermosos. Con esas venas visibles que brillaban. En un momento, se detuvo el cuchicheo. Un solemne silencio que acompañó el ruido de la piedra que ardía adentro.

Las mujeres se pusieron en fila frente al acceso del temazcal. Siguiendo la orden, me formé hasta el final. Todas parecían en trance, disfrutaban de algo de lo que yo aún no era parte, pero sí que quería serlo. Conforme llegaban a la entrada tomaban una especie de arcilla como la de la figura de la diosa y que se encontraba en un recipiente negro. Se la untaban en el cuerpo, en todos los lugares. Ninguna parte quedaba sin teñirse de marrón. Mientras se la esparcían, cerraban los ojos. Respiraban profundamente, su respiración se empezaba a armonizar, parecía que la estaban sincronizando. Al terminar de untarse la arcilla le daban la mano a la compañera siguiente y entraban gateando de reversa.

Conforme pasaban, comencé a sentir una energía que recorría todo mi cuerpo. Era una especie de intensidad que me llevaba a respirar rápidamente, la adrenalina sacudía todo mi ser. La última compañera que entró antes de mí volteó a verme y me sonrió. Me guiñó el ojo y tomó mi mano. Debo admitir que era una coquetería que no había visto antes. Una sonrisa con media mueca y ojos luminosos. Sentí claramente cómo esa mirada no era simple, llevaba fuego.

Tomé la arcilla con cuidado. Se percibía suave y estimulante. Me recordó a lo placentero que fue la primera vez que metí mi mano en un puesto de granos en el mercado. Esa sensación que tuve al introducirla en el costal de frijoles, después en el de arroz para terminar en el de trigo. Todo deslizándose entre mis dedos. Ese deseo de no querer dejar de hacerlo, de querer tener la mano ahí para siempre.

Primero unté en mi vientre, luego la esparcí hacia arriba. Llegué al cuello en donde se juntaron mis manos. Parecía que algo vibraba cada vez que se encontraban. Chispas de energía saltaron. Subí a mi rostro, me puse en las mejillas, luego hacia arriba de manera cuidadosa para no tocar mis ojos. Me puse en la frente y en la nariz. Mi ser se empezaba a impacientar. Parecía que estaba dejando al final algunas zonas, me percaté que estaba evitando mis senos y mi vulva. Cuando llegué a las nalgas, las froté en círculos, toqué la carne apretando ligeramente y algo se disparó. Empecé a respirar en armonía con las mujeres de adentro del temazcal. Jadeaba como ellas. Ese intenso sonido de voces de mujeres respirando profundo empezó a encender algo en mi centro. No podía seguir evitándolo. Cerré los ojos y pasé las manos entre mi entrepierna apretando de manera delicada hasta encontrar los labios superiores, los separé con dos de mis dedos. Abriendo y cerrando de abajo hacia arriba. De manera precipitada subí hasta mis senos. Mis pezones erectos mostraron algo que no había sentido jamás. Los froté, los pellizqué. Con la respiración al unísono de mis compañeras y la piel erizada sentí que estaba lista.

Me introduje en la cuevita de espaldas. Y sentí que alguien me jalaba hacia adentro rodeando mi cintura. Algo me decía: “Ven, aquí estoy para ti”. Entré y había un espacio en el círculo para mí, la coordinadora se sentó a mi lado y en susurro me indicó que cerrara una especie de cortina roja que cubría la entrada.

Las respiraciones de todas las mujeres seguían una armonía inexplicable con la mía. La coordinadora comenzó un cántico acompañado de jadeo y apagó la figura, los olores se intensificaron. Al terminar el cántico, dio una única instrucción:

—¡Queridas, disfruten!

Una pulsación seguía en mi sexo. Parecía que algo latía ahí abajo. Sentí cómo una energía poderosa recorría cada milímetro de mi ser. La electricidad pasó por todos los lugares que llevaban arcilla. Iban en la misma dirección, pero con diferente sensación. Como si alguien más me la estuviera untando. Cerré los ojos y empecé a ver cómo una mujer se encontraba enfrente de mí. Una mujer que me resultaba muy familiar. Me acariciaba como nadie me había acariciado nunca. Me pareció imposible que estuviera ahí, todo estaba oscuro, no podría verla. Abrí de nuevo los ojos y, efectivamente, no vi a nadie. Pero algo que pulsaba en la punta de mi vulva precisaba que ella me acariciara. Esa sensación de sed, de deseo que latía desde adentro me impulsó a cerrar los ojos de nuevo. Y ahí estaba la mujer frente a mí. Tenía mis ojos, mi boca: mi cara. Preciosa, como nunca la había visto. Tocándome. Acariciando mi cuerpo con un deseo que parecía insaciable. Sonreía con esa coquetería. Con la sonrisa de media mueca. Con las venas ardientes y el fuego en los ojos. Sí, estaba sintiendo. Estaba gozando. El éxtasis ya estaba en mi entrepierna. Mi clítoris nació.

 

 

 

[1]Soy mujer, feminista, escritora y soñadora. Nacida en la Ciudad de México, con raíces oaxaqueñas y guanajuatenses. Mezcla de identidad, de migración y de historias. Escribo sobre mis inquietudes de este y otros mundos; más ficción que realidad. Co-coordino EspeculativasMx y soy miembro del Comité de Matriarcadia del “Imaginarias Premio Nacional para Mujeres Cuentistas de Ciencia Ficción”. Cuando me pongo aburrida, coordino proyectos en gobiernos locales.

 

 

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