Las cuatro olas del feminismo en el mundo atlántico

Por Geraldina Dana[1]

Como todo movimiento de transformación social, el feminismo es internacional desde sus orígenes y por la naturaleza de sus aspiraciones. Así es como en el mundo cultural americano-europeo y en sus intercambios reconocemos el feminismo descrito en cuatro olas por sus reivindicaciones, articulación con sus contextos y sujetas más sobresalientes. Si bien el término “feminismo” se utilizó por primera vez en Francia en la década de 1880 como féminisme, diez años más tarde ya se había extendido por diferentes países europeos, para alcanzar en la primera década del siglo XX el continente americano (Freedman, 2002, citado en Gómez Yepes et al., 2019).

Aunque no existe un consenso total respecto de la delimitación de estas cuatro olas, e incluso el modelo haya sido criticado (Garrido Rodríguez, 2021)[1], la primera ola feminista se abrió con la Ilustración, que, poniendo en el centro a la razón y la libertad, hizo que algunos de sus exponentes, como el Marqués de Condorcet, cuestionaran el rol subalterno de la mujer en la sociedad. Sin embargo, no fueron los autores clásicos de la Ilustración aquellos que sostuvieron estas ideas, ni tampoco fueron éstas centrales durante la Revolución francesa. Sin embargo, en ocasión de la misma, las mujeres se organizaron para presentar sus reivindicaciones en los cuadernos de quejas, pidiendo la posibilidad de poseer empleos y educación, así fue como Olympe de Gouges publicó, en 1791, la “Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana”, exigiendo una igualdad legal entre varones y mujeres que no fue puesta en acto durante la Revolución francesa. También en 1792 es publicada la “Vindicación de los Derechos de la Mujer”, de Mary Wollstonecraft, que introduce las demandas por la igualdad civil y política en Gran Bretaña. En el mundo americano, las revoluciones de independencias, así como en la francesa, dejaron relegadas a las mujeres a la esfera de lo privado, en términos de derechos generales.

Sin embargo, durante la segunda ola (1848 – 1948), las feministas encontraron un correlato concreto a sus reclamos sufragistas porque su mano de obra fue imprescindible durante ambas Guerras Mundiales. Cabe aclarar que para la tradición anglosajona ésta es la primera ola feminista, cuyo hito es la estadounidense “Declaración de Seneca Falls” (1848), que denuncia que las mujeres no podían votar ni ser votadas, a pesar de la independencia obtenida del Imperio británico. Tampoco en la Europa continental las mujeres podían afiliarse a partidos políticos a mediados del siglo XIX, a pesar del surgimiento de la sociedad de masas (Gómez Yepes et al., 2019). El feminismo sufragista, de tinte liberal, entendía el derecho al voto como la llave para los demás: acceso a la educación igualitaria, a los empleos y a la administración de los bienes conyugales. No sorprende, por lo tanto, que durante la belle époque (1895-1914) hayan sido las feministas británicas las que llevaran la delantera: “Gran Bretaña fue el centro organizador de esa economía cada vez más global (…) como transportista, agente de seguros e intermediario financiero” (Béjar, 2011: 21). Imperaba en tal país una visión liberal que las sufragistas aprovecharon aliándose con figuras como el parlamentario John Stuart Mill, e impulsando sus reclamos a través de la lucha directa. Sin embargo, ni las británicas ni las estadounidenses fueron las primeras en votar en sus respectivos países. La británica Kate Sheppard, radicada en Nueva Zelanda, encabezó un movimiento sufragista que en 1893 fue victorioso, siendo seguido por Australia. En Europa, el sufragio femenino fue introducido en 1917 en los antiguos países miembros del Imperio Ruso, como Finlandia y Azerbaiyán, incorporándose al pliego de reformas sociales que propugnó la Revolución Rusa posteriormente, por presión de las mujeres organizadas. En Europa Occidental, el sufragio femenino fue aprobado sólo al término de la Primera Guerra Mundial[2], al igual que en los Estados Unidos de Norteamérica. En América Latina, la constitución de los Estados nacionales en 1870-1880 supuso “Estados oligárquicos” (Ansaldi y Giordano, 2016), donde las mujeres, así como otros colectivos, quedaron al margen de la inclusión social. Ésta, por el contrario, fue realizada a través de “instituciones e ideologías antiliberales y en muchos casos abiertamente autoritarias” (Zanatta, 2012: 113), donde las fuerzas armadas y la Iglesia católica con su proyecto integrista tuvieron especial protagonismo. Esto no quita que, en el marco de los partidos socialistas, existieran reivindicaciones feministas y sufragistas, pero estas no tuvieron la misma masividad que en esta ola tendrían en el hemisferio norte, y que tendrían en las olas posteriores. Existieron casos puntuales, protagonizados por mujeres altamente educadas, que consiguieron votar y abrir el camino a un sufragio que aún era censitario en virtud de su formación y prestigio social, como la descendiente de polacos Paulina Luisi en Uruguay, que consiguió en 1927 que las mujeres votaran en un plebiscito de carácter local, o Matilde Hidalgo de Procel, en Ecuador, la primera mujer en América Latina que pudo sufragar en una elección nacional. Aunque después que en los países del Norte, y no por inspiración liberal, los países latinoamericanos también legalizaron el sufragio femenino en una etapa posterior de esta segunda ola. Para ilustrar este punto cabe citar dos casos: el brasileño y el argentino. En el primero, el voto femenino fue aprobado en 1932 por un decreto de Getúlio Vargas (1930-1945; 1951-1954), en el segundo, el mismo fue sancionado por ley en 1947, durante el gobierno de Juan Domingo Perón (1946-1955; 1973-1974). Como señala Loris Zanatta respecto de estos movimientos políticos, que caracteriza como populismos clásicos, “lo que llamamos “populismo” era en realidad la vía latina a la democracia y a la justicia social; una vía extraña y adversa tanto al comunismo ateo y estatista como al capitalismo y la democracia liberal del mundo protestante anglosajón” (Zanatta, 2012: 150). En efecto, ni el varguismo ni el peronismo tenían en el centro de la escena a los individuos, sino a los grupos, en proyectos de matriz corporativista. Por ello, la inclusión social fue por la vía del encuadramiento en organizaciones de intereses colectivos, como sindicatos o grupos sectoriales, dentro de las cuales también se crearon agrupaciones femeninas como la Rama Femenina del Partido Justicialista/Partido Peronista Femenino en Argentina, a instancias de la adhesión a liderazgos carismáticos como el de Perón y/o Eva Duharte. Impulsadas por distintas ideologías y a través de distintas vías, las mujeres del mundo latinoamericano pudieron votar como la mayoría de sus contrapartes del Norte al término de la Segunda Guerra Mundial.

Lo que aquí llamaremos tercera ola feminista, identificada como la segunda en la tradición anglosajona, se inicia en la década de 1960 al calor de dos procesos: el nuevo rol de la mujer en “los años dorados” del crecimiento económico global (1945-1973) (Béjar, 2011: 235) y la movilización política de las juventudes, sea a través de la lucha armada, más habitual en América Latina, o, en los Estados Unidos de Norteamérica, en el Movimiento por los Derechos Civiles. En cualquiera de sus formatos, la línea común del feminismo de los años sesenta es su radicalización. En este sentido, hacen su ingreso al debate público las reivindicaciones en términos de derechos sexuales y reproductivos, se politiza el ámbito doméstico, se cuestiona la sexualidad en la vida matrimonial, y, en ocasiones como el Mayo francés (1968), se emparenta al feminismo con la “revolución sexual” de la moral y las costumbres. A su vez, el concepto de patriarcado toma centralidad, para dar cuenta de una opresión estructural de las mujeres que es independiente del lado del “telón de hierro” del que se haya quedado en época de la Guerra Fría: tanto capitalismo como socialismo real son sistemas de dominación de varones sobre mujeres. Finalmente, y especialmente en EE.UU., el sujeto feminista se diversifica, dejando de ser únicamente las mujeres blancas e ilustradas las que politizan sus demandas. En torno a voces como la de Angela Davis, hace su aparición el feminismo antirracista/negro/anticolonial. Esta explosión de demandas sociopolíticas es comprensible en vistas del Estado de Bienestar que les dieron un marco material de sustentación. Durante esta etapa, con una incorporación más masiva de las mujeres al mundo laboral, se expandieron en simultáneo el sector de los servicios, que cubrieron las tareas que ellas pasaron a realizar en menor medida que antes (lavanderías, casas de comidas, centros maternales, geriátricos), el uso de electrodomésticos (Béjar, 2011: 238) y, al no disminuir la carga mental de las mujeres a pesar de estas herramientas, la noción de una “doble opresión” del género femenino, que anteriormente solo había señalado, en minoría, el marxismo. En América Latina, el feminismo era “más político e intelectual pero minoritario, entre las mujeres instruidas de los sectores medios, y más cultural y espiritual (y por lo tanto a menudo tradicionalista) entre las de los sectores populares” (Zanatta, 2012: 171). Es por esta diferencia intra-americana que tomaremos al feminismo de los años ochenta como parte de la tercera ola: la democratización política de América Latina en tal década fue un puntapié necesario para que los debates y conquistas que en el hemisferio Norte surgieron en los sesenta y setenta[3] se dieran en el sur americano. En este sentido, “uno de los factores principales que ha contribuido al fortalecimiento del (…) movimiento feminista y (…) del movimiento ampliado de mujeres son los Encuentros Feministas Latinoamericano y de El Caribe que comienzan a realizarse sin interrupción desde la década del ochenta” (Valdivesio y García, 2005: 44). Estos encuentros son espacios de reflexión colectiva no exentos de diferencias, pero que acuerdan un calendario de luchas feministas, como instaurar el 25 de noviembre como el Día Latinoamericano de la No Violencia hacia las Mujeres, en recuerdo del asesinato de las hermanas Mirabal en República Dominicana, que luego la ONU institucionaliza (1999) a nivel mundial (Valdivieso y García, 2005: 55); o que el 28 de septiembre sea el Día de Lucha por la Despenalización del Aborto en América Latina y el Caribe. Estos encuentros regionales tuvieron también sus respectivas expresiones en cada uno de los países de la región, de reciente democratización. En estos encuentros se comienza a criticar la institucionalización y la “ONGización” del feminismo, reivindicándolo como un movimiento autónomo de bases y crítico. A las feministas institucionalistas y las autónomas se les suman otras vertientes, como el lesbofeminismo. En este sentido, en la década de los ochenta y noventa hay puntos de coincidencia entre el feminismo y los colectivos LGBTIQ+, en parte por la diseminación de las teorías queer al calor de la globalización, y en parte por la ampliación de las expectativas sociales en democracias de larga trayectoria (en Europa Occiental y EE.UU.) y en las democracias de la tercera ola democratizadora (en Latinoamérica y Europa Oriental). Los logros de estos feminismos fueron limitados: si bien comienzan a legalizarse el divorcio, el reconocimiento de hijos “naturales” y los organismos internacionales incorporan temáticas de mujer y género, la “década perdida” lo fue también para el feminismo, que quedó relegado en el marco de una economía global que no crecía, la crisis de la deuda y las políticas de ajuste (Béjar, 2011: 373).

La cuarta ola feminista, que estamos transitando actualmente desde el segundo decenio del siglo XXI, tiene una particularidad en relación al resto: no se trata de una que se desplace del Norte hacia el Sur, sino que se da en simultáneo, posibilitada por un mundo interconectado luego del fin de la Guerra Fría y por la aparición de las nuevas tecnologías. Según Nuria Varela (2020), este “feminismo 4.0” es global, intergeneracional y “para el 99%”. El mismo se caracteriza por movilizaciones masivas en las calles contra políticas de ajuste (en especial, en Europa mediterránea), contra los femicidios (“Ni Una Menos, Vivas nos queremos”, en Argentina, Chile, México, Uruguay y luego expandida) y por la despenalización del aborto (en Polonia y América Latina). Su magnitud se hace patente en la adhesión global al Paro Internacional de Mujeres/Women’s Global March del 8 de marzo de 2018. Dentro de sus reivindicaciones, se sistematizan también la brecha salarial, la feminización de la pobreza y las diversas formas de violencias por motivos de género. Entre ellas, se globalizan denuncias por acoso y abuso sexuales, incluso contra varones del mundo público, utilizando consignas bajo la forma de hashtags en redes sociales: “#MeToo”, “#AhoraQueSíNosVen” y “#MiráComoNosPonemos”, entre otros. Asimismo, pone sobre el tapete el bodyshaming (ridiculización de cuerpos no estereotípicos) y posee vínculos con el ecologismo.

En resumen, el feminismo tuvo sus oleadas en concomitancia con los grandes ciclos económicos, sociales y políticos de la historia contemporánea del mundo atlántico: el feminismo de la primera ola hace su aparición en la era de las revoluciones burguesas; el de la segunda, en la de las Guerras Mundiales por competencia inter-imperialista; el de la tercera, en la explosión de las sociedades modernas de masas entre los años sesenta y ochenta. La cuarta ola feminista, que estamos surfeando actualmente, se corresponde, a su turno, con la Cuarta Revolución Industrial.

 

 

 

Bibliografía.

-Ansaldi, W. y Giordano, V. (2016). “Modelo primario-exportador: alianzas entre las burguesías latinoamericanas y el imperialismo”, en Verónica Giordano y Waldo

-Ansaldi, América Latina. La construcción del orden. Tomo I. Buenos Aires: Ariel, pp. 678-693.

-Béjar, M.D. (2011). Historia del Siglo XX. Europa, América, Asia, África y Oceanía. -Buenos Aires: Siglo Veintiuno.

-Garrido Rodríguez, C. (2021). “Repensando las olas del feminismo. Una aproximación teórica a la metáfora de las olas”, en Investigaciones Feministas, 12(2), pp. 483-492.

-Gómez Yepes, T., Bría, M. P., Etchezahar, E. y Ungarettis, J. (2019). “Feminismo y Activismo de Mujeres: Síntesis histórica y Definiciones conceptuales”, en Calidad de vida y salud, 12 (1), pp. 48-61.

-Valdivieso, M. y García, C. T. (2005). “Una aproximación al Movimiento de Mujeres en América Latina. De los grupos de autoconciencia a las redes nacionales y trasnacionales”, en OSAL, Observatorio Social de América Latina, 6 (18), CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, pp. 41-56.

-Varela, N. (2020). “El tsunami feminista”, en Nueva Sociedad, 286, mayo-abril de 2020, pp. 93-106.

-Zanatta, L. (2012). Historia de América Latina. De la Colonia al Siglo XXI. Buenos Aires: Siglo Veintiuno.

[1] Respecto de la pertinencia del modelo, Nuria Varela (2020: 94), señala: “Relatar su historia [la del feminismo] a partir de oleadas que se producen en determinados contextos históricos describe el feminismo a la perfección, como el movimiento arrollador por la fuerza desatada en torno de la idea de igualdad. La metáfora también es adecuada para explicar las reacciones patriarcales que surgen ante cada progreso feminista. Cada vez que las mujeres avanzamos, una potente reacción patriarcal se afana en parar o en hacer retroceder esas conquistas”.

[2] En este sentido, cabe mencionar que el feminismo no era una ideología central, siéndolo a fines del siglo XIX el conservadurismo, el liberalismo, el socialismo y el nacionalismo de derecha radical (Béjar, 2011).

[3] En términos de modos de asociación, al no haber democracia política en América Latina desde la existencia del Plan Cóndor (1975-1989), no había posibilidad de movilización masiva como la realizada en el Mayo francés o por el Movimiento de los Derechos Civiles en EE.UU. En términos de conquistas concretas, el feminismo de los años 1960 y 1970 consigue el derecho al aborto en diversos países del Atlántico Norte, mientras que en Latinoamérica esto no sucede.

 

 

[1] Licenciada en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina. Maestranda en Relaciones Internacionales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Investigadora asociada al Área de Salud y Población del Instituto de Investigaciones Gino Germani (IIGG) de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Este trabajo fue preparado para la Especialización en Estudios Contemporáneos de América y Europa (Universidad de Buenos Aires/Università di Camerino/Centro di Ricerca Eurosapienza de la Università di Roma La Sapienza)

 

 

 

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