Valentina

Por Yolanda González Muciño

A mis hijas: Cynthia y Libertad

 

Ya mero está el café, le puse canela, como te gusta.

Durante doce añadas luché en los agarrones a tu lado. ¿Te acuerdas? Ya han pasado cuarenta y uno. ¡Aaah, y siempre estás en mi recordación! ¡Aunque sufrí los infiernos contigo, era feliz! Sí, a’nque eras un cabrón, yo te quería harto. ¡Si me hubieras hecho caso…! ¿Recuerdas al Palemón? Ese campesino rete risueño que nomás enseñaba el diente, y se unió al general Grabiel Leiva, nomás por andar enamorado de mí. Y de la canción tan bonita que me inventó, y así con hartas ganas me la cantaba: “Valentina, Valentina yo te quisiera decir…” A ti te hervía la sangre, yo no sé pa’qué se lo chingaron.

¿Sabes? Las mujeres no teníamos permiso pa’que nos cantaran, ni pa’ nada. Jue hasta que animosas comenzamos a vestirnos con las ropas abujereadas de los soldados que caían en batalla, y así nos avaloraban un poquito. Yo cambiaba mis faldas de percal, todas deshilachadas, por la ropa del que ya estaba dijunto. Antes de encuerar al muertito, me persinaba y le pedía a Dios y a la virgencita de Guadalupe por él. Lo desvestía rápido, la cara me sudaba y mis acongojados pies hasta la tierra rasguñaban. Me ponía las levitas manchadas de rojo y los pantalones también, nomás que los arremangaba. Y a’n que los trapos jedían a hombre y a sangre, ¡me sentía como toda una soldada! Luego, les quitaba las botas y parecía que los muertitos las agarraban con las uñas. ¡Porque me costaba un chingo sacárselas de las tiesas patas que jedían! Yo y mis compañeras nos reíamos harto porque me quedaban rete grandotas y caminaba como espinada. Hasta rechinaban las diantres botas. Tú también te burlabas de mí y de todas. ¿Qué ya se te olvidó que hasta tú te vestías de mujer pa’ poder jullir? ¿Te acuerdas?

Y pos así, vestida di’ hombre y con el nombre de Juan Ramírez luché hasta el 22 de junio de 1911, junto con trescientas mujeres nos enlistamos al Ejército Revolucionario. Así nos era más fácil ser soldadas; Juanas Gallo, Jesusas, Marietas, Marías Bandidas, Adelitas, Marías Pistola, Rieleras, Mariquitas, Tequileras, Rosas, Panchitas, Petras y Coronelas como yo, la Valentina. Sí, así jue como empecé a usar ropa militar. Traiba dos cananas sobre mi pecho y un jusil al hombro que abrazaba con mi rebozo de bolita, ése que me regalastes. Me envolvías en el rebozo pa’ dejarme las manos quietecitas, quietecitas, mientras tú me besabas y… ¡Aaaaah Pancho! ¿Te acuerdas?

Me decían que era bonita, de mirada recia y retadora. Por eso era rogada por munchos soldados con los que andaba en la pelotera. Pero yo no daba mi rebozo a torcer, no, a’nque las soldadas, sólo con un hombre al lado, éramos avaloradas. Siento escalofriado el cuerpo nomás de acordarme de que a todas te las echabas… Sí, no te hagas, si te gustaba muncho esa parte de la canción: “Estaban las tres pelonas sentadas en su ventana esperando a Pancho Villa pa’ que le dieran una hermana”. ¡No te rías carbón!

¡Y este maldito leño que no enciende!

No te conté munchas cosas, que mi ‘apá, Pedro Ramírez, jue caballerango de Obregón. Sí, y lo quería harto, cuando yo era chamaca, él me enseñó a montar, a disparar y aprendí rapidito. ¿Sabes? Desde morrita era muy cabrona, nunca jui obediente ni miedosa, así como tú, ni me encrespaba con el petate del muerto, no. ¡Yo era entrona y muy chingona! ¿Sabes? Luego que las cosas del gobierno se pusieron rete mal, las tropas porfiristas me desfloraron y me hicieron huérfana; mataron a mi ‘amá y a mi ‘apá. Entonces yo y mi hermano nos quedamos como perros callejeros. Sí, con harta hambre y el desasosiego nos cobijaba, nos perseguía pa’ todo lados. Y más delante me acomodé con las mujeres de los soldados de la Revolución. Después yo y mi hermano nos juimos a la bola con otro jefe, allá en Zacatecas. Jue cuando cumplí los quince años, que valiente arrimé el hombro a los villistas.  Sí con mi general Ramón Iturbe en sus tropas me hizo soldada de la División del Norte. Y pos así, vestida di’ hombre, con las trenzas escondidas en mi sobrero y con el nombre de Juan Ramírez, que nos se te olvide, luché en la toma de Culiacán Sinaloa, en marzo de 1911, con trescientas mujeres entronas que nos enlistamos al Ejército Revolucionario. Y luego quedé a las órdenes de la coronela Echeverría. ¡Aaaaah! Allí almiré a la tropa. ¡Allí me prendí de ti! ¿Te acuerdas?

Ya está juerte, muy juerte el fogón. ¿Sientes el calorcito?

Yo te quería harto. A’nque no me gustaba cuando pasaban tus pinches Dorados gediondos por los pueblos, y las agüelas tenían que esconder a las niñas en los roperos, en los hoyos de tierra, en los corrales como si jueran pollos pa’ que los cabrones no se las llevaran. ¡Me atiborraba la pena de ver llorar a las chiquillas, que agarradas de las naguas de su ‘amá, temblaban y a gritos pedían ayuda! Así, pataleando, se las cargaban a todas. Las morritas arrastraban sus patitas descalzas por la trocha. Y las probes ‘amás se quedaban con las manos apretadas, llorando lágrimas de lodo y mirando la polvadera arremolinada. ¡Tú no ves esas cosas, no, porque eres hombre!

Y la jumadera de este pinche calentón ya m’izo chillar.

¿Te acuerdas que algunos curitas me descomulgaron, igual que a ti? Quesque por asaltar y matar. Uno me dijo: “Mal haiga lo mal parido” y a todas nos gritaba: “viejas vivanderas, comideras, galletas de capitán, chimiscoleras, argüenderas, mitoteras, busconas y hurgamanderas”. Y que no provocáramos a dios ni a la leva. Que por eso nos desfloraban. Pero el padrecito no sabía que antes de disparar o asaltar, yo le pedía permiso a diosito, sí, le decía: ­–Perdóname padre mío, es por la causa­–. Y las soldadas y yo no teníamos di otra. Y pa’ hacer cara, yo y las Adelitas, tuvimos que sacar las garras. Yo a’nque no quería, no me quedaba más que obligar con mi pistola 44 a los curitas pa’ que me echaran la bendición. Así como tú lo hiciste munchas veces, nomás que yo nunca me eché a ninguno. Ellos no querían mirar que un titipuchal de soldadas, a escondidas, pasábamos la voz, acarreábamos armas bajo las naguas, hacíamos las tareas de vigilantes y genéralas. Éramos despachadoras de trenes, de correos, espías, repartidoras de pistolas, telegrafistas, enfermeras, cocineras, maestras y pasábamos las ideas revolucionarias. Y las otras soladas tenían que andar con los hombres durante las luchas armadas, pa’ alimentarlos, curarlos y hacerles compañía y pa’ cuidar las crías. Poco a poco se movían de tras de los graneros, y se adelantaban al resto de la tropa pa’ conseguir comida pa’ la familia. Pos era rete doloroso oír a las crías chillar di’ambre.

Sí, mi Pancho, ¡éramos bravas matando Pelones! Ansina éramos cantoras, amantes de nuestros hombres, de nuestros zapatistas y villistas. ¡Aaah! Se me enchinaba el cuero en los Agarrones, nomás de ver los brazos alzando fusiles y más cuando oía los gritos de: “¡Viva el Centauro del Norte!” Y por todo eso los curitas nos decían güilas, no querían ver que vivimos en los trenes, en las calles, en los caballos y onde juera. Y con la cara larga, algunas soldadas menuditas y huesudas, cargaban en los rebozos, itacates con carne seca, chiles, frijoles, maiz, molcajetes, comales, cántaros llenos de agua, pa’ alimentar y curar a los soldaos. Tú, Pancho, ni sabías las que pasábamos pa’ atenderlos, nomás mandabas y comías. Te encantaba la machaca con huevo y el chilorio que te molía en el metate. Sí, hasta me pellizcabas las posas cuando te torteaba las gordas de maiz morado pa’ la cena. Te ponías coloradote de lo enchilado y te chupabas los bigotes. ¿Te acuerdas, Pancho?

¡No tenías madre! Tratabas mejor a los caballos que a las Soldadas. ¡Sí, tú querías más a tu Siete leguas que a las mujeres de la tropa! ¿Qué no? No, mejor ni me lo digas. ¡Eras un cabrón, sí, a todas te las…! Pero, ¿qué esperaba yo?, sí, eras tan güeno que a las soldadas no les hicistes justicia, sí hasta las arrinconastes. ¿Qué no? Si decías que todas éramos güilonas, ¡pero te equivocastes cabrón! Todas las soldadas eran valientes y para luchar teníamos que soportar el jedor y a la animalada de tus Dorados.

Ya está el café, ¿güeles?

¿Te acuerdas cuando yo estrujaba mi carabina 30-30, con braveza, así igualito como te abrazaba a ti, y tú, colorado me echabas tu mirada ganosa mientras te acicalabas el bigote de canela; me hacías gritar y temblar de…? ¡Aaah, si los mezquites hablaran!, dirían que también ardían igual que yo, cuando allí a su sombra me agarrabas y… Cómo te gustaba cantar y bailar conmigo; esa canción, tu favorita, Las tres pelonas, me trincabas de la cintura y me traibas como hilacho, de un lado pa’ lotro y las trenzas se m’iban pa’rriba y pa’ bajo, mientras cantabas: “Estaban las tres pelonas”. Sí, nomás levantabas tres dedos con la mano pa’rriba y hasta tres horas te la tocaba la banda de la tropa. ¡Aaaay Pancho! Yo te pedí que no te jueras. ¡Si me hubieras hecho caso cabrón!, ‘ora mismo estaríamos cenando barbacoa con salsa borracha, o el molito con tamales de frijol que te gustaban harto. ¿Te acuerdas? ¡Qué tiempos aquellos, si tú comías carne, parejitos, toda la topa y yo comíamos carne!

No echo en saco roto lo que me contastes, que tu vida en los agarrones también comenzó cuando eras un muchacho de dieciséis años, como yo. “Y que heriste a uno del gobierno, al patrón de tu hermanita la Martina, porque el maldito la desfloró, y escapastes por el cerro del Remedio” Oye Pancho, ¿alguna vez tanteates qué sentían las mujeres que tú y tus pinches Dorados desfloraban y que además tenían que dejar a su familia y acompañarlos durante los agarrones? Unas por la güena y otras a la mala. A’nque las soldadas eran avalentonadas, pos no vacilaban ni tantito pa’ disparar, ni pa’ robar, ansina, de todas maneras les decían güilonas ¡Eran unos jijos tú, los curas y tus pinches Dorados, cabrón!

Yo aguardo la esperanza de que tú, ‘onde estés, a’nque sea sin cabeza, divises a las soldadas que con harto valor y coraje pelearon al parejo contigo y los demás hombres. Sí, ¡las Adelitas y yo tuvimos que arrebatar la liberta, pos no la daban! Por eso nos decían güilas. Y ¿Pa’ qué valió? Sí nomás tú, airoso, salías en las fotos de los periódicos, bien que te acomodabas. ¿Y las soldadas, qué? Tú querías muncho a las mujeres de la tropa, ¿qué no? Tanto que nunca divisaste a ninguna, ni a la Petra Herrera, que tenía a su mando a mil soldadas villistas, y no le distes su lugar a Petra cuando, ella y cuatrocientas soldadas, todas muy bravas tomaron Torreón. Eras un meco, te reías de todas, to’vía oigo tus risotadas y veo los hoyotes que se te hacían en los cachetes, cabrón.

¿Sabes, Pancho?, lo que me gustó muncho de ti, jue que mientras juites “gobernador de Chihuahua mandastes hacer cincuenta escuelas pa’ los chavales y que bajastes el coste de la comida” ¿Te acuerdas?

¿Quién iba a pensar hasta dónde llegarías con tanta hincha? No sé tú, pero yo sufrí tupido, y a’nque estabas rete chulo y te quería harto, ¡te maldije, cabrón! Sí, a según tú y munchos, eras muy cocado, ¡pa’mí que te descocaste! Sí, jue esa maldita fría mañana de diciembre, día de la virgencita de Guadalupe, cuando nomás “por una bala que pegó en tu sombrero matastes a las 60 soldadas carrancistas que aprisionaron los Dorados allá en Camargo, en la estación del ferrocarril” ¿Te acuerdas? Me lastimó tu mirada filosa y me dolieron los oídos cuando rugiste como animal: “¡Viejas jijas de la chingada!, ¿quién disparó?” No se me olvidan las caras sudosas, llenas de pavura y coraje, de aquellas mujeres amarradas como olotes desgranados, con las chichis y molleras floreadas por tus Dorados. Y cómo no se callaban. La mueca se te hizo más dura, la jeta se te puso roja cuando volvistes a gritar: “¡Préndanles juego, pa’que vean estas pinches viejas hurgamanderas que con Villa no se juega!” Ellas, mientras ardían y jedían a carne chamuscada, siguieron gritándote tus verdades: “¡Villa, te aborrezco!” Todavía las veo y las oigo, ¿tú no? Cuando te pregunté por qué las matastes, encabronado rugistes: “¡El que busca jalla!”. Sí, a leguas se veía que tú querías harto a las mujeres. ¡Mal haiga sea tu estampa! ¿Me oístes, Pancho? ¿Por qué no les hicistes justicia a las soldadas, cabrón? Nomás porque te quería harto, si no, ¡te hubiera colgado de los tanates por vi’a de dios!

No sé qué remiras tú, pero yo siento nubes polvorosas en mi cabeza, el cuerpo escalofriado, porque to’vía oigo en el aigre los desgarrados gritos de las mujeres y de los cáidos que pedían tregua. Me duele la nariz porque aún tengo el jedor a sangre y mis ojos no dejan de llover al recordar la cara de los muertitos con harto dolor. ¿Tú no?

¿Qué más querías, Pancho? ¡Dime! Sí, tú eras un chingón. Sí, juiste el único mexicano que espantó a los gringos, sí, jue el 19 de marzo de 1916 allá en Colombos. ¿Te acuerdas? ¡Si me hubieras hecho caso cabrón, horita mismo estaríamos bailando, “Estaban las tres pelonas”! Pero no, y mira lo que te hicieron. ¿Quién iba a pensar que después de andar yo y tú como la mugre en l’uña, ese maldito día me iba a chingar pa’ siempre? ¡Con eso me pagó la Revolución! ¿Pa’ qué matar y ver perder la vida? No sé. ¿Pa’ qué valió ser soldada, Coronela, la Valentina y arriesgarme en los agarrones? ¿Pa’qué? Si la muerte sólo a mí me despreció ¡Y hasta perdí! ¡Me robaron los sueños! ¡Mira cómo te dejaron…! ¡Qué descoco el tuyo! ¡Porque decías que Parral era tu vida y en Parral te la arrancaron! Por eso vivo con la congoja colgada, con las manos secas, y frías. Y a’nque a veces casi desbaratada, cierro los ojos y te siento en mi corazón.

¡Umm, el café quedó muy güeno, pruébalo!

¿Sabes? No te perdono que me haigas dejado la vida desvestida. ¡Mira cómo acabé, trenzando mis tristezas! Quién me habría de decir que hasta que cumplí 68 años me aceptaron legal en las filas revolucionarias. Mira mi registro dice: “Reconocimiento al soldado Valentina de Jesús Ramírez, activo. Como miembro veterano de la Revolución Mexicana en Navolato, Sinaloa”. Sí, lloro lagrimas encabronadas porque jue hasta aquel 20 de junio de 1962 que me reconocieron como soldado. Y me da harta rabia que me haigan dado de baja, por ser mujer, sí, nomás porque mi piche burro me tiró el sombrero y me descubrieron las trenzas. Y que tú no estuvieras conmigo pa’ defenderme por mi bravura. Quién iba a crer que cuando terminó la Revolución, yo, la Valentina, señora de los agarrones, quedara vacía, que iba a andar como alma en pena pa’rriba y pa’ bajo, y que por fin quedé en Navolato, allí viví con mis perros, un jacal de láminas y en apuros. Allí me dejaron en la fosa común. ‘Ora vivo, ¡soñándote, cabrón!

Cómo bailábamos, Las tres pelonas. ¿Te acuerdas? ¡Aaah Pacho! ¡Ora bailo con la soleda, es tan larga y pesa tanto, que me quiebra! ¿Nomás pa’ eso te juiste?

La juradera ya m’hizo chillar otra vez. Ya no güele a canela. ¡Se acabó el café, Pancho!

 

 

 

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