No miren arriba, dado que otra cosa que no sea nuestro yo no podemos mirar

Por Francisco Tomás González Cabañas

“El sentido es justamente lo que no es provisto por sí mismo,
sino por lo otro; es en eso en lo que la metafísica,
que busca un sentido más allá de las apariencias,
ha sido siempre una metafísica de lo otro”
(Rosset. C., Lo real y su doble)
 

¿Qué buscamos al retratarnos mediante instrumentos inteligentes para luego multiplicar tal toma en las redes? ¿Acaso nos hemos detenido a preguntarnos acerca de esto? ¿Acaso nos preguntamos? Cuántos de nosotros, es decir, en lo concerniente a la toma de decisión, no la hemos cedido automáticamente al apéndice instrumental que nos retrata una y otra vez, en un automatismo funcional que nos condiciona tal vez a que no nos preguntemos, a que no nos cuestionemos, a que no pensemos, ni sintamos, sino que simplemente vivamos en el postureo, para haber pasado a ser ese otro de nosotros traducido en una interfaz o pantalla (la vida misma en su relación con el más allá o con no vivirla por el temor a morir).

 “Privada de inmediatez, la realidad humana queda naturalmente privada también de presente, lo cual significa que el hombre queda privado de la realidad a secas, si hemos de creer lo que dicen los estoicos, uno de cuyos puntos fuertes fue afirmar que la realidad sólo se conjuga en el presente. Pero el presente sería demasiado preocupante si no fuera más que inmediato y primero: sólo es abordable por medio de la representación, luego según una estructura iterativa que la asimila a un pasado o a un futuro en favor de un ligero desfase que corroe su insoportable vigor y únicamente permite su asimilación bajo la forma de un doble más digerible que el original en su crudeza primera”[1]

Recurramos a la teorización lacaniana acerca del estadio del espejo. A saber:

 “al ocurrir el estadio del espejo el infante deja de angustiarse de sumo grado ante la ausencia de la madre, pasando a poder regocijarse percibiéndose reflejado, y, sobre todo, dotado de unidad corporal, de un cuerpo propio (al que identificará con «su» yo). El regocijo experimentado al observar su imagen es también un primer momento de sentimiento de placer con su cuerpo, sin la directa asistencia de la madre. […] Así, el estadio del espejo revela la configuración del yo del sujeto. Como para que tal haya ocurrido ha sido menester el estímulo externo desde un semejante, Lacan deduce de allí que, en principio, inicialmente, todo yo es un Otro. […] Pero el estadio del espejo por sí solo, con la implicación de la madre o la función materna, no resultan suficientes para la subjetivación. Lacan deduce luego que se requiere un tertium, un tercero. Es la función paterna la que permitirá mantener la noción de unidad corporal del sujeto y luego el desarrollo psíquico que deviene a partir de esta primera percepción de unidad”.[2]

La representación de nuestro yo, la segunda instancia, o para hacerlo algo complejo, lo otro de nosotros mismos, está en eso que dejamos de ser, en la traducibilidad de la selfie, de la toma que nos toma, el artefacto que nos ha enajenado. Tal como se profetizaba en diferentes películas, desde Al morir la noche, de 1945, hasta nuestros días de No miren arriba o Matrix Resurrecciones, en aquella el muñeco domina al ventrílocuo; en las actuales, las computadoras o la inteligencia artificial, nuestro mundo o lo que hemos dejado que suceda con él, el resultado es dejar de intervenir en el mismo como nosotros mismos.

Así, la retratación sistémica, la iteración de la selfie, no sólo nos conduce a la afirmación psicoanalítica de la constitución del yo como otro, realizada en aquel primer estadio del espejo en la niñez, sino precisamente en nuestro retorno gozoso, que se traduce en que pretendamos obtener los comentarios o las implicancias al socializar las selfies o autorretratos que nos toma el teléfono inteligente.

Es decir, tal como en la niñez, frente al espejo, la autopercepción nos brindó el reconocimiento del gozo, sin intermediación sobre todo materna; en la adultez, supuesta, ese otro en que nos traducimos, en que nos representamos, vuelve mediante el comentario (sea positivo o negativo), el me gusta o todas las opciones de respuestas que brinden las distintas redes sociales a las que el teléfono móvil (como una suerte de padre autoritario o narcisista) dispara al compartir nuestro acto gozoso del autorretrato, la selfie o la foto.

Políticamente, dado que lo que está en cuestión, o en juego, es si estamos eligiendo lo que nos sucede, tal como creemos elegir un gobierno o a nuestros representantes, el retrato de lo que no somos, es decir, la promesa, lo imposible de lo democrático, precisamente, funciona en ese no cumplimiento, en esa no realización. No constituimos un gobierno ni del pueblo, ni para el pueblo, sino una entelequia como doble, que sin embargo, es todo eso y más. La festejamos, la simbolizamos en el ejercicio electoral, la convertimos en fetiche.

Las elecciones que se llevan a cabo en distintas partes del mundo son las selfies, las fotos que socializamos, la imagen que nos da gozo de lo que supuestamente somos, a sabiendas de que no lo somos.  Nos ha dejado de importar que nos importe ser, ahora nos alcanza con vernos, más allá de cómo, cuándo, dónde y por qué. Consiguientemente, nos importa nada quién nos gobierne, cómo, cuándo y por qué. Tal vez, este segundo estadio del espejo, de habitar dentro de la interfaz, de habernos convertido en ese doble, nos evite la angustia de la muerte, no por nada tenemos gobernantes que nos dicen amar y trabajar por nuestra felicidad.

Empero, no se trata de creer, sino de sentir, hemos dejado de desear para obtener el goce a como dé lugar y ésta es nuestra gran tragedia en sí misma, a la que no podemos escapar desde la condición del doble, del autorretrato, del democrático supuesto.

Ya nos ocurrió lo peor, mirar sin ver, conceptualizar sin pensar. Lo bueno es que todo se puede o se debe rehacer en tanto lo deseemos. En el mientras tanto, que nos aburramos de lo mismo no deja de ser una buena señal o un gran síntoma.

 

 

[1] Rosset. C. Lo real y su doble, Libros del Zorzal. Buenos Aires. 2016. p. 67.

[2] Rivero Gonzálvez, Mafalda, La casa en imágenes: Una taxonomía del habitar contemporáneo, Buenos Aires, Diseño Editorial, 2021, p. 133.

 

 

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