A un año de la Revuelta de octubre en que ardió Chile

Por Jordano Ignacio Morales[1]

Son jóvenes, niñas algunas, pero la mayoría ya en la adolescencia. Entre gritos, cánticos y risas inundan una estación del metro de Santiago (capital de Chile). Los adultos impávidos y sin saber qué hacer las miran. Ni los guardias del tren subterráneo, ni los carabineros que a esa hora vigilaban la estación pudieron con ellas. Sólo bastó un “ahora, cabras” para que se echasen a correr como si no supiesen hacer otra cosa. Felices, desenvueltas y libres, las chicas se trasforman en una marea colectiva que al son de una sola consigna alteran la cotidianeidad del chile neoliberal.

Esto ha quedado grabado como uno de los ingresos de estudiantes, en este caso de un liceo de mujeres, a una de las estaciones del metro. Los registros abundan en redes sociales y en ellos se ve a estudiantes saltando torniquetes y tirando abajo rejas, fueron los primeros en decir basta ante los abusos de los últimos 30 años de democracia. En el “oasis latinoamericano” (como lo había llamado Piñera días antes a Chile) la rabia en contra de la injusticia se acumulaba, solo faltó una mecha para hacer arder al laboratorio neoliberal del mundo.

No son 30 pesos son 30 años

El 11 de septiembre de 1973 un golpe contra el gobierno socialista de Salvador Allende (único electo por vía democrática hasta en ese entonces en todo el planeta) terminaba con un proyecto inédito en el mundo. La posterior instalación de una dictadura le abrió la puerta a un grupo de economistas conocidos como los “Chicago boys”, quienes hicieron de Chile un experimento para sus ideas económicas.

El pacto de la transición entre la derecha neoliberal, defensora de la dictadura, y algunas de las fuerzas políticas opositoras a ésta, solo perpetuó el modelo expandiendo las reformas económicas impuestas por la dictadura cívico-militar. La privatización de las sanitarias, la concesión de las carreteras a capitales transnacionales, la profundización del modelo extractivista y la inserción de la banca en el sistema de financiamiento a la educación superior bajo intereses usureros son solo unos ejemplo de ello.

El desmantelamiento de la organización popular que ayudó a hacer resistencia a la dictadura en las poblaciones también fue parte del pacto transicional. Así fue como de las poblaciones fueron desapareciendo las agrupaciones juveniles, colectivos culturales y las comunidades cristianas de base. Los clubes deportivos se cerraron solo al deporte y las radios comunitarias resistieron como pudieron al arrasador avance del mercado. Las juntas de vecinos vieron mermada la participación, los clubes de adulto mayor y los centros de madres solo se dedicaron a aprender a hacer artesanía con productos reciclados. Se limpiaron las poblaciones de organización popular, dejándolas libres para la llegada del narco a ellas.

Durante los 90 y la primera mitad de los 2000, Chile pareció inerte ante la barbarie capitalista. Pero en el 2006, una simple protesta de estudiantes secundarios en la histórica minera ciudad de Lota ubicada a 30 kilómetros al sur del río Bio Bio (zona roja por su tradición obrera) inició una movilización, más conocida como la revolución de los Pingüinos, que despercudió un poco a Chile de neoliberalismo y comenzó a cuestionar por primera vez el incuestionable (hasta ese momento) pacto de la transición.

Una generación de jóvenes que creció en la calle, luchando en defensa de la educación la gran mayoría de veces, aunque otras veces solo acudió como fuerza auxiliar para otro movimiento (trabajadores, ecologistas, mapuches, etc.).

En el año 2011, la movilización social recorrió todo el territorio nacional. Jóvenes estudiantes de la educación universitaria y de la secundaria, a los que se les unirían a profesoras y profesores, asistentes de la educación y apoderados, saldrían masivamente a las calles durante meses exigiendo cambios estructurales en el sistema educativo chileno.

Por aquellos días se escuchaban los gritos de Freirina en el norte chileno, quienes peleaban por el hedor que emanaba de una planta de procesamiento de carne de cerdo. Las peticiones de Magallanes y Aysén (regiones en la zona austral del país), quienes se levantaban contra un alza indiscriminada de los combustibles. De la Patagonia, que luchaba contra uno de los proyectos hidroeléctricos más grandes que se había propuesto en Chile y que destruiría uno de los pocos paisajes vírgenes que le queda a la humanidad. Y la constante exigencia del pueblo nación mapuche por el retorno de sus tierras usurpadas por el Estado, el gran hacendado y a industria forestal.

Durante el resto de la década las luchas por la defensa del mar y la tierra, por las pensiones y contra el sistema siniestro de las AFP, las luchas feminista y por la defensa de la ciudad, fueron algunas de las que convocaron a miles a las calles.

Desde el 2006, Chile ha sido un devenir de movimientos y protestas por los más variados temas en el devenir nacional, muchos de los cuales no han sido resueltos aún. Una fuerte carga de rabia y frustración se germinó en la gente y terminó por explotar.

La revuelta de octubre llego a Chile

Los estudiantes secundarios chilenos, que han sido históricamente reconocido como una punta de lanza para la protesta social, comenzaron a protestar por el alza del metro. Lucharon por sus padres, sus madres, abuelos y abuelas a quienes los afectaba el alza de los pasajes del tren subterráneo, los más altos de Sudamérica y con un salario indigno. Las manifestaciones duraron una semana. En la mañana, a media tarde y en la noche, cientos de estudiantes se reunían a evadir el pago del pasaje. Entraban en masa, así nadie los podía detener y se podrían defender entre todos si fuese necesario.

La mañana del 18 de octubre el metro santiaguino estaba complemente militarizado por carabineros. La represión fue dura en las estaciones, pero ya no eran solo estudiantes quienes eran parte de las acciones de protesta. Trabajadoras y trabajadores, dueñas de casas, los cesantes y los del comercio ambulante, los jubilados y las jubiladas con pensiones de miseria. Los transeúnte se unían a la protesta y chile reventaba.

No hay mejor metáfora para explicar lo que pasó en Chile que los hechos mismos. Una protesta, un malestar que se movía por el subterráneamente en Chile y que no pudo ser acallada por la fuerza del capitalismo. Entonces estalló y salió a la superficie.

Con los jóvenes, con los hombres y mujeres que el 18 de octubre salieron del Metro de Santiago a protestar a las calles, salían las demandas por una pensión digna, por la salud, la vivienda, la educación; en fin, por un chile donde, como consignaba un lienzo en plaza Dignidad, valga la pena vivir.

Las protestas continuaron por meses y la represión fue dura. Cuatro informes de organismos internacionales acusarían graves violaciones a los DDHH. Varios muertos por la acciones de Carabineros y las fuerzas armadas que fueron sacadas de los cuarteles a reprimir, y más de cuatrocientas personas con trauma ocular producto a la represión (todo un record mundial y difícil de superar), donde los casos de Gustavo Gatica y Fabiola Campillai, quienes perdieron totalmente la visión, son los más trágicos.

La élite política acorralada, el 15 de noviembre llegó a un acuerdo. Se llamaría a un plebiscito para el 26 de abril en donde se le consultaría a la ciudadanía si es que quieran o no una nueva constitución. Esta sería la salida que la clase política ofrecería como solución, mientras el pueblo siguió por meses en la calle.

La pandemia postergó el plebiscito para el 25 de octubre próximo y bajaron, aunque no totalmente, las protestas. La emergencia sanitaria vino a confirmar lo que la revuelta dijo: Chile bajo el aparente manto de desarrollo que vendía al mundo (el “oasis” de Piñera), ocultaba una siniestra desigualdad social.

Falta cerca de un mes para el plebiscito. A muchos no nos gustó el acuerdo, pero sí vemos en él la posibilidad cierta de cambiar la constitución pinochetista y que, por fin, ésta nos permita bordar de sueños, esperanza y utopías la bandera del país que debemos construir entre todas las personas que habitamos esta larga franja llamada Chile.

 

[1] Jordano Ignacio Morales. Comunicador comunitario y radialista chileno. Tiene un diploma en Derechos Humanos, Democracia y Ejercicio de ciudadanía en la Universidad de Concepción. Miembro del equipo de la radio comunitaria Lorenzo Arenas en la Ciudad de Concepción, Chile.

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