Posmodernidad y antropología simbólica

Por Miguel Cipactli Romero Ramírez

 

Introducción

Nuestros tiempos históricos, catalogados como posmodernos, incitan a que como antropólogos pensemos en la posibilidad de elaborar discursos teóricos en favor de re-comprender el sentido de la vida humana en el siglo XXI. El socavamiento del medio ambiente, la eclosión de regímenes políticos autoritarios de corte nacionalista, el consumo desenfrenado, los paisajes de desigualdad social, la discriminación racial, la hiper-comunicación instantánea mediada por dispositivos electrónicos y las nuevas formas de amor líquido, son sólo algunos de los rasgos que caracterizan a nuestra era, en la que, según la filosofía actual, se ha puesto fin a las esperanzas de ideas que nos hagan recobrar una noción de humanidad. Precisamente, ante la muerte de los denominados meta-relatos, este ensayo se inmiscuye en esa grieta para pensar desde la teoría simbólica cómo podría ―si bien no subsanar los males del mundo― auxiliarnos en la concientización de nuestro rasgo distintivo como especie, a saber, el pensamiento simbólico.

    

  1. El fin de los meta-relatos: un rasgo de la posmodernidad

Entre los teóricos y filósofos que discuten sobre la modernidad, son varios los autores que destacan distintas características que nos permiten comprender a qué nos referimos con dicho término con una claridad mayor. Así, para comprender esta etapa desde su base histórica, siguiendo al antropólogo norteamericano Marvin Harris (2007, p.153), podemos sintetizar algunos de los principales elementos que la configuran:

1.- La vida social es asimilada como un texto ordenado por niveles de interpretación. Por lo que el lenguaje y las imágenes son considerados como fenómenos fundamentales de la existencia.

2.- Al ser todo fenómeno un texto interpretativo y éste comunicarse a través de una vía textual o por medio del lenguaje, se aplica el análisis literario a toda la realidad como método idóneo para describirla.

3.- Existencia de un desdén o rechazo sobre aquellas teorías generales o meta-relatos que intentan hablar en términos globales o universales sobre la humanidad. Con lo que se da pie a la pluridiversidad de voces dispares y singulares. Por tanto, se habilita el pensamiento nihilista, el relativismo cultural y la subjetividad.

 

Con respecto a estos tres postulados, el tercer eje es el que mayor notoriedad y consecuencia ha cobrado dentro de la producción científica, y específicamente, en la antropología social como parte de las ciencias sociales. Al señalarse que es inviable la posibilidad de explicar la realidad sin que interfieran valores extra-científicos en los discursos de los investigadores (por su clase social o el género) se desplazan los criterios de objetividad y validez del conocimiento de las ciencias. Por lo que todo saber o conocimiento, como señala Ledo (2007, p. 2), “es susceptible de ser manipulado por la lógica de la dominación, de los intereses políticos y en última instancia, por el poder.” En ese sentido, sus resultados no se distancian en nada de otros modos de producción de conocimiento como la magia o la religión.

 

De las numerosas fibras que componen el posmodernismo, la más notoria y destacada es el descrédito de la ciencia y la tecnología occidentales […] Para los posmodernos no hay dogmas sagrados. La ciencia no se acerca más a la verdad que cualquier otra «lectura» de un mundo incognoscible e indeterminable. No puede demostrarse nada; no puede desmentirse nada. La verdad es una ficción convincente. (Harris, 2007, pp. 153-154) 

 

Ante la imposibilidad de las ciencias sociales para poder construir discursos o meta-relatos que expliquen la situación de los actores sobre el mundo en el que viven, según Touraine (citado por Ledo, 2004), esto ha repercutido en la generación de un distanciamiento entre el sistema y los actores sociales. Lo que se puede traducir como una desvinculación entre las acciones de los seres humanos y sus efectos en el mundo social en el que viven. Por destacar algunos de los efectos que dicha escisión ha conllevado, podemos, por ejemplo, mencionar el desentendimiento sobre la naturaleza, así como la conciencia sobre la existencia del otro o de los demás humanos con los que compartimos el mundo. El pensamiento relativista y yoisista justifican el hecho de que cada acto sólo representa la decisión personal de su actuante, lo que lleva a invisibilizar las cadenas de relaciones e insumos naturales y sociales que conlleva, por ejemplo, comprar una playera de las marcas más prestigiosas. Nunca se tiene noción de que dicho objeto además de otorgar status e identidad a su portador, representa explotación de mano de obra en países periféricos, así como la contaminación de ríos y el socavamiento de los recursos naturales de una región en el mundo. Es decir, se pierden de vista los efectos que desencadenan las acciones individuales en las formas de vida de otras personas. “[…] en esta sociedad sólo perduran dos aspectos: la lucha por el dinero y la búsqueda de la identidad. Los problemas sociales quedan relegados y perduran los no sociales (los del individuo y los del planeta)” (Ledo, 2004, p.4). De tal forma que nuestra sociedad no es más que una representación a escala macro del funcionamiento de un supermercado: centrada en la generación de bienes y servicios en pro de la satisfacción inmediata y efímera con los apetititos de unos cuantos (Lipovetsky, 2016).

La sociedad de consumo justifica su existencia con la promesa de satisfacer los deseos humanos como ninguna otra sociedad pasada logró hacerlo o pudo siquiera soñar con hacerlo […] Precisamente, la no satisfacción de los deseos y la firme y eterna creencia en que cada acto destinado a satisfacerlos deja mucho que desear y es mejorable son el eje del motor de la economía orientada al consumidor. (Bauman, 2005, p. 109)

 

  1. El símbolo: suturar las heridas del mundo social

Frente a este panorama histórico de un pensamiento social desconcertante, nihilista y destructivo la antropología social no puede quedar inmóvil. Su propia razón de ser aquella disciplina, dentro de las ciencias sociales, conscientizadora de que existen distintas formas de ser y estar en el mundo, le impide no aproximarse a vislumbrar posibilidades de subsanar las heridas que la humanidad se ha hecho y aún se hace. Para el mundo convulsionado en el que nos encontramos, encuentro la perspectiva simbólica, metafóricamente hablando, como aquella ventana que nos permite tomar una bocanada de aire fresco. En confrontación con el panorama posmoderno que postula la muerte de los meta-relatos (como el cristianismo o el marxismo), que tenga la fuerza para hacernos al menos conscientes de nuestra responsabilidad sobre los efectos que tiene nuestra acción sobre el mundo y también hacia los otros a nivel global, es de donde emerge la potencia de la teoría antropológica del símbolo.

Brevemente, a nuestra llegada al mundo, la relación que tenemos con el exterior se produce en concordancia con la construcción de nuestra propia percepción; que se da a partir de la confluencia entre nuestros sentidos, los sujetos y las cosas que nos rodean y afectan. De la manera en que como receptores respondemos a los efectos del exterior, resultará la intermediación simbólica de nuestro actuar en el mundo (Sperber, 1988). O bien, en palabras de Cassirer (2006, p. 47), “El hombre, como si dijéramos, ha descubierto un nuevo método para adaptarse a su ambiente. Entre el sistema receptor y el afector, que se encuentran en todas las especies animales, hallamos en él como eslabón intermedio algo que podemos señalar como sistema “simbólico.” En completa concordancia con ese pensamiento, el antropólogo Clifford Geertz (2003) establece que toda cultura no es más que la urdimbre de significados que un grupo de seres humanos conservan y comparten al pertenecer a un tipo de sociedad específica. Es decir, el símbolo es el pegamento entre la estructura social y los sujetos biológicamente existentes. Es la facultad distintiva de su ser en el mundo.

[…] la cultura consiste en estructuras de significación socialmente establecidas en virtud de las cuales la gente hace cosas tales como señales de conspiración y se adhiere a éstas, o percibe insultos y contesta a ellos, no es lo mismo que decir que se trata de un fenómeno psicológico. (Geertz, 2003, p. 26)

En cuanto a nuestra socialización con los otros que, por una parte, me permiten tener conciencia de mí mismo, ésta se da a través de un activo proceso intersubjetivo y no en forma de monologo narcisista. Dicho proceso de reconocimiento de la existencia del otro, no ocurre con sólo darnos cuenta de su presencia frente a nuestros ojos; como una calcomanía que se pega en nuestra conciencia (Geertz, 2003). Para ello requerimos la intervención de nuestras formas simbólicas como intermediarias en este proceso. Nos reconocemos a partir del compartimiento de formas lingüísticas, imágenes, sonidos, emociones, en fin, de experiencias en común. La construcción de nuestra experiencia de vida, de manera individual sobre la realidad, es absorbida por medio de alguna forma simbólica. De esta manera es como una vivencia subjetiva vuelve a religarse con su entorno social. Por eso un símbolo es un “ir juntos”. Es decir, lo que cada uno aporta a algo dado por otros.

Lo que los individuos sienten, quieren, piensan, no queda encerrado dentro de ellos mismos: se objetiva, se plasma en su obra. Y estas obras del lenguaje, de la poesía, de las artes plásticas, de la religión, se convierten en otros tantos monumentos, en otros tantos testimonios incorporados al recuerdo y a la memoria de la humanidad. Son como se ha dicho, más duraderos que el bronce, pues no encierran solamente algo material, sino que constituyen la expresión de un algo espiritual, de algo que, al encontrarse con sujetos afines y sensibles, puede verse libre de su envoltura material para entrar de nuevo en acción. (Cassirer, 2014, p. 204)    

 

A modo de conclusión

En retrospectiva, he intentado revelar cómo la teoría del símbolo nos permite pensarnos como parte de una colectividad o dentro de aquello que han dado en llamar humanidad. El hecho de reconocernos como seres simbólicos (antes que racionales) nos hace conscientes de que el mundo social no está gobernado por las leyes de la naturaleza. Al contrario, se encuentra regido por nuestros sistemas de significados que cubren de sentido la realidad. De tal forma que somos nosotros quienes la interpretamos, le insuflamos su coherencia e inteligibilidad con nuestras acciones. 

[…] si no estuviera dirigida por estructuras culturales —por símbolos significativos― la conducta del hombre sería virtualmente ingobernable, sería un puro caos de actos sin finalidad y de estallidos de emociones, de suerte que su experiencia sería virtualmente amorfa. La cultura, la totalidad acumulada de esos esquemas o estructuras, no es sólo un ornamento de la existencia humana, sino que es una condición esencial de ella. (Geertz, 2003, p. 52)

Finalmente, el hecho de recurrir a la antropología simbólica como discurso científico que permita comprender un contexto posmoderno que demerita el valor del conocimiento intelectual, se fundamenta en la premisa de que, a la fecha, sigue siendo el ámbito del pensamiento humano que mantiene vigilancia con sus posibles sesgos. Cosa que ni la magia, la religión o cualquier otra matriz generadora de explicaciones sobre la realidad aún integra a sus discursos.

La razón de que los científicos prefieran el conocimiento producido de conformidad con los principios epistemológicos de la ciencia no es que la ciencia garantice una verdad absoluta […] sino que la ciencia es el mejor sistema descubierto hasta el momento para reducir los sesgos, errores, falsedades, mentiras y fraudes subjetivos […]  Hasta que quede demostrado que los costos de la ciencia superan necesariamente sus beneficios, la solución para una ciencia deficiente es hacer ciencia de mejor calidad. (Harris, 2007, pp.157-159)  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Bibliografía

Bauman, Z. (2005). Vida líquida. España, Paidós.

Cassirer, E. (2014). Las ciencias de la cultura. México, Fondo de cultura económica.

Cassirer, E. (2006). Antropología filosófica. México, Fondo de Cultura Económica.

Geertz, C. (2003). La interpretación de las culturas. España, Gedisa.

Harris, M. (2007). Teorías sobre la cultura en la era posmoderna. Barcelona, Crítica.

Ledo, J. (2004). El posmodernismo en antropología. Aposta, Revista de ciencias sociales, 11., pp. 1-15.

Lipovetsky, G. (2016). De la ligereza. Barcelona, Anagrama.

Sperber, D. (1988). El simbolismo en general. España, Antropos.

 

Semblanza del autor

Licenciado en Ciencias Sociales por la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Actualmente estudiante de la maestría en Ciencias Sociales por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Mis líneas de interés son: las culturas populares, el uso de las redes sociodigitales y la filosofía antropológica. 

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