Libertad para matar

 

Antonio Campillo (España) es filósofo, sociólogo y escritor. Catedrático de Filosofía de la Universidad de Murcia. Ex presidente de la Red española de Filosofía (REF). Web: https://webs.um.es/campillo.

En este texto, que palabra a palabra va creciendo en intensidad y prolíferas ideas, Antonio Campillo analiza la situación de la primera pandemia global de la historia, así como el fenómeno llamado “infodemia”. En el marco de la idea de la posverdad, en donde proliferan multiplicidad de teorías e informaciones infundadas acerca del fenómeno actual, deconstruye la postura que realza únicamente las libertades individuales, amenazadas por el aparente poder totalitario de los estados que toman medidas anti-covid. Rechazando la visión negacionista de Agamben, explica que quienes repelen toda medida de cuidado con base en estos argumentos, caen en una lógica binaria que niega la complejidad de lo real y se enmarca en una falsa contraposición entre poder y libertad. Finalmente, ellos abogan por el primitivo estado de naturaleza al que instaba Hobbes, en donde todos tendríamos libertad para matar, confundiendo libertad y soberanía.

David Sumiacher

Enviado el: 8 de noviembre de 2020

En tiempos en que la realidad parece que nos excede la filosofía es un medio para transformar quienes somos

 

 

Libertad para matar

1. Comprender la pandemia

La enfermedad conocida como Covid-19 (acrónimo de coronavirus disease 2019) apareció a finales de 2019 en la ciudad china de Wuhan y está causada por el SARS-CoV-2, un coronavirus que ha pasado a los humanos procedente de otras especies animales. Este contagio entre especies es frecuente, se llama zoonosis y está en el origen de más del 60% de las enfermedades víricas. Los síntomas provocados por el SARS-CoV-2 son similares a los del SARS (severe acute respiratory syndrome), una enfermedad que apareció en 2002 en la provincia china de Cantón. Pero, a diferencia del SARS, cuya incidencia fue muy limitada (unos 8.500 casos, la mayoría en China y Hong Kong), el nuevo coronavirus se extendió en los primeros meses de 2020 por todo el mundo, especialmente por las regiones más ricas y poderosas del hemisferio Norte.

Desde entonces, el número de personas contagiadas y fallecidas no ha cesado de crecer. El 9 de noviembre había ya 50,2 millones de contagiados y 1.254.567 muertos, a los que hay que añadir los casos no registrados. Es la primera pandemia global de la historia, no por su letalidad sino por su vertiginosa expansión planetaria. Esto ha llevado a la mayoría de los gobiernos, sean democráticos o dictatoriales, a tomar medidas extremas como el confinamiento domiciliario y la paralización de las actividades sociales no esenciales para la supervivencia. Nos encontramos, pues, ante un gran experimento ecosocial que ha puesto a prueba todas las esferas y escalas de la vida humana.

Por un lado, el virus ha revelado la interdependencia biológica y social entre todos los seres humanos, sea cual sea el rincón de la Tierra en el que habitemos: cualquier persona puede ser contagiada y contagiar a otras por el simple hecho de respirar juntas en un mismo lugar no ventilado. La respiración es condición de la vida, pero también puede serlo de la muerte. Además, esta transmisión respiratoria se ha visto facilitada por el incremento de la población mundial, su concentración en ciudades, su movilidad diaria, su reunión en espacios cerrados y su interconexión planetaria. Pero este virus también ha revelado las desigualdades sociales y territoriales generadas por el capitalismo global, así como las deficiencias de los servicios públicos básicos (sanidad, educación, prestaciones sociales, transportes, vivienda, etc.), privatizados y precarizados en muchos países tras cuatro décadas de políticas neoliberales, lo que explica que los colectivos más afectados hayan sido los sanitarios, los ancianos, los pobres y las minorías discriminadas.

Por otro lado, esta pandemia ha evidenciado la ecodependencia entre la tecnosfera humana y la biosfera terrestre. Los geólogos han acuñado el término Antropoceno ―aunque algunos historiadores prefieren llamarlo Capitaloceno― para referirse a un periodo geológico e histórico que se inició con la revolución industrial, se intensificó con la gran aceleración de los últimos setenta años y ha provocado la degradación de casi todos los ecosistemas terrestres. El capitalismo global no sólo desposee, explota y mata cada año a millones de seres humanos, sino que también expolia los recursos naturales, reduce la diversidad de las especies y contamina las tierras, las aguas y el aire. Como ha denunciado en un reciente informe el Panel Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES), dependiente de la ONU, la degradación acelerada de la biosfera terrestre no sólo está provocando el calentamiento de la atmósfera, sino también la proliferación de nuevas enfermedades víricas como la Covid-19.

En tercer lugar, esta pandemia ha revelado el enorme desajuste entre los retos ecosociales a los que nos enfrentamos (sobre todo, el riesgo de un colapso civilizatorio global) y la incapacidad de los gobiernos para adoptar un cambio de rumbo en todas las escalas territoriales (local, nacional y mundial), con el fin de prevenir y mitigar su impacto. Desde el inicio de la pandemia, muchos gobiernos se han dedicado a culparse unos a otros sobre el origen y difusión de la enfermedad, a minimizar su gravedad y a competir entre sí para conseguir el acceso al material sanitario y a las posibles vacunas. La actuación más irresponsable ha sido la de Donald Trump (que afortunadamente ya no repetirá como presidente de Estados Unidos): retiró a su país del Acuerdo de París sobre el Clima y en plena expansión de la pandemia lo retiró también de la Organización Mundial de la Salud (OMS), la máxima autoridad mundial en políticas de salud pública.

Por último, esta pandemia ha provocado una proliferación de mentiras, bulos, teorías conspirativas y campañas negacionistas, a lo que la OMS ha dado el nombre de infodemia. Las informaciones falsas y las teorías delirantes se han difundido con tanta o más rapidez que el propio virus, sobre todo a través de las redes sociales digitales, y esto ha tenido unas consecuencias sanitarias directas, pues ha hecho que aumente el número de contagiados y de muertos. La razón es muy sencilla: muchas personas niegan la gravedad e incluso la existencia misma de la enfermedad, cuestionan la autoridad de los expertos y de las autoridades sanitarias, rechazan las medidas recomendadas para prevenir el contagio y utilizan el malestar social generado por la pandemia para desacreditar a las instituciones públicas. El caso más grotesco y paradójico es el de jefes de estado como Trump y Bolsonaro, presidentes de gobierno como Johnson y dirigentes políticos como Ortega Smith, que comenzaron negando la gravedad de la pandemia, se opusieron a adoptar medidas preventivas y acabaron enfermando de Covid-19.

2. Cuestionar la infodemia

La infodemia puede ser analizada desde diferentes ángulos. En primer lugar, el ángulo político: hay estrategias geopolíticas deliberadamente diseñadas, sea desde la Rusia de Putin, la China de Xi Jinping o el movimiento QAnon apoyado por Trump, para difundir noticias falsas y fomentar la confrontación social. Los politólogos llaman posverdad a estas nuevas formas de manipulación política. En segundo lugar, el ángulo tecnológico: estas estrategias ya no se sirven de los medios de comunicación clásicos (prensa, radio y televisión), sino de las nuevas tecnologías digitales y en especial de las redes sociales.

En tercer lugar, el ángulo ético y psicológico: cuáles son los mecanismos psíquicos de las personas que se dejan manipular por la infodemia. En los últimos años se han multiplicado los estudios sobre los llamados sesgos cognitivos, en particular el sesgo de confirmación, que lleva a una persona a filtrar e interpretar la información para que confirme sus prejuicios más ciegos y sus emociones más primarias. Este mecanismo permite comprender por qué muchos individuos se vuelven impermeables a una realidad que les desconcierta, sea el cambio climático o la pandemia, hasta el punto de negarla frontalmente o bien aceptar sólo algún detalle marginal que les permita reforzar sus propias ilusiones y convencerse de que son personas informadas y realistas.

Pero, queda todavía un cuarto ángulo de ese complejo fenómeno cultural bautizado con términos como negacionismo, infodemia, posverdad, etc. Me refiero al contenido de los mensajes que, a pesar de su falsedad fácilmente contrastable, consiguen una amplia difusión y una inquebrantable adhesión, como si fuesen dogmas de fe. Me centraré en el mensaje político que durante la pandemia se ha extendido por la mayoría de los países occidentales con un éxito extraordinario: la idea de que la libertad individual se encuentra amenazada y, por tanto, debe ser defendida frente al poder totalitario de los estados que han impuesto las medidas anti-covid y, en general, frente a un sistema o contubernio mundial que estaría dirigido en la sombra por unos agentes siniestros y todopoderosos, y cuyas órdenes estarían siendo obedecidas dócilmente por casi todos los gobiernos, empresas, científicos, organismos internacionales y medios de comunicación.

Este mensaje político es muy significativo por varios motivos. En primer lugar, porque se presenta como una defensa heroica de la libertad, que es uno de los valores más sagrados de la tradición política de Occidente y que, por tanto, no parece susceptible del más mínimo cuestionamiento crítico. En segundo lugar, porque cuenta con la bendición de algunos filósofos mediáticos, como es el caso del negacionista Giorgio Agamben, que desde el primer momento denunció la invención de la pandemia como un estratagema de los gobiernos para imponer un estado de excepción permanente en todo el mundo. En tercer lugar, porque es un mensaje transversal a las más diversas ideologías políticas, desde neofascistas y neoliberales hasta neocomunistas y neolibertarios. Una prueba de esta transversalidad son las manifestaciones y actos de protesta que han tenido lugar en muchas ciudades del mundo, convocadas en nombre de la libertad y protagonizadas por grupos violentos de muy diverso signo político.

Ante un acontecimiento tan novedoso como la pandemia global de Covid-19, no es extraño que se recurra a clichés ideológicos prefabricados y extremadamente simples, como la oposición entre libertad y poder, que eximen del esfuerzo y de la responsabilidad de comprender lo que está sucediendo. En efecto, este mensaje se basa en disyunciones excluyentes como bueno/malo, verdadero/falso, nosotros/ellos, amigos/enemigos. La lógica binaria es el grado cero del pensamiento, porque reduce al mínimo la inabarcable complejidad del mundo, la imprevisible novedad de los acontecimientos y la irreducible pluralidad de los seres humanos. Por esto mismo, la lógica binaria es la que permite justificar fácilmente toda forma de violencia, porque la violencia consiste en negar la complejidad de lo real, la novedad de lo que acontece y la pluralidad de los otros.

La contraposición entre poder y libertad es una burda falsedad. Como señalaron Arendt y Foucault, poder y libertad son dos maneras de nombrar el mismo fenómeno: la capacidad de emprender nuevas acciones e influir de manera voluntaria o involuntaria en la acción de otros. Todos ejercemos poder unos sobre otros, porque todos somos a un tiempo libres e interdependientes. Frente a la fantasía de la individualidad, Almudena Hernando nos recuerda que somos seres relacionales. El problema está en la distribución asimétrica de los poderes, de las libertades, de las capacidades de acción. Cuando esas asimetrías se consolidan, dan origen a diferentes regímenes de dominación social. Y son diferentes porque no hay una línea divisoria única y estable entre dominantes y dominados, sino muchas formas de dominación que se superponen, se contrarrestan y se entrecruzan: entre los sexos, las generaciones, las clases sociales, las etnias, las naciones, etc. Ésta es la interseccionalidad de la que hablan las pensadoras feministas.

Además, no hay poder ni libertad sin responsabilidad. Las relaciones sociales son simultáneamente relaciones de poder y de responsabilidad, y ambas caras son inseparables. Ninguna sociedad podría sustentarse si no respondiéramos de nuestras acciones ante los otros, si no reconociéramos que nuestra libertad está posibilitada, limitada y entretejida con la libertad de los otros. La pandemia nos ha revelado nuestra interdependencia biológica y social, y, con ella, nuestra mutua responsabilidad.

Quienes se erigen en defensores de la libertad y la reclaman como el ejercicio de un poder individual completamente arbitrario e irresponsable, no limitado por los otros ni regulado por ninguna institución pública, en realidad están reclamando el estado de naturaleza del que hablaba Hobbes, en el que cada individuo es soberano para disponer de su vida y de la de sus semejantes. Es decir, están reclamando la libertad para matar, para ser contagiados y para contagiar a otros, aun a riesgo de causarles la muerte.

En efecto, esta confusión entre libertad y soberanía es heredera de la vieja moral guerrera, aristocrática y masculina, que exalta la lucha violenta contra los otros para imponerles la propia voluntad, y en cambio menosprecia como femenino y cobarde todo lo que hace posible la vida humana y sustenta las instituciones colectivas: el cuidado, el apoyo mutuo, la responsabilidad, la cooperación, la solidaridad.

Por último, la confusión entre libertad y soberanía, tan propia del pensamiento político moderno, equivale a negar y tratar de trascender nuestra condición terrestre, nuestro vínculo con los demás seres vivos y con el conjunto de la biosfera. En resumen, este insidioso virus, como el daimon de Sócrates, nos ha recordado que no somos dioses soberanos, sino criaturas ineludiblemente interdependientes y ecodependientes.

 

Publicado en CECAPFI y etiquetado , .

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *