Reflexiones para repensar la escolarización

Por Rogelio Dueñas

A modo de introducción

Está claro que el conocimiento y la cultura constituyen una dupla imprescindible dentro de ese arduo proceso formativo que es la educación; en donde estriba no solo la posibilidad de transformación individual, sino también colectiva. Sin embargo, ¿dónde adquirir los conocimientos fundamentales para dicha transformación? Nuestra mentalidad escolarizada, seguro nos indicará el camino hacia la escuela, pero, ¿ésta es en verdad una fuente de conocimiento? sobre todo si lo que se busca es generar un cambio radical en la sociedad y no solo ofrecer paliativos que disfracen los males que nos aquejan. ¿Podemos autoabastecernos de los elementos culturales necesarios para analizar el panorama que nos circunda y así construir una nueva realidad? ¿A qué debemos esa especie de sacralización en torno a la escuela oficial? misma que ha propiciado que a muchos individuos les resulte inasible la adquisición de conocimientos fuera de la esfera escolar. ¿Es cierto que el conocimiento se construye entre todas y todos o requerimos de esa figura mesiánica llamada docente para encargarse de la instrucción de los “menos favorecidos”?

El presente trabajo busca generar las más diversas reflexiones en torno a la escolarización al analizar, de manera general, algunos de los elementos que componen dicho mecanismo “educativo”.

Uno

Desde principios de la pandemia, organismos internacionales como la Unicef, el Banco Mundial y la OCDE han abordado el tema del rezago educativo; problemática de larga data que se ha visto agudizada a raíz del cierre temporal de las aulas por la emergencia sanitaria. Los “especialistas en educación” de dichas organizaciones han exhortado a los gobiernos —particularmente a los de países “en vías de desarrollo”— para que retomen las clases presenciales lo más pronto posible, pues vaticinan un detrimento considerable en las ganancias laborales futuras de la actual generación de escolarizados, a raíz del tiempo que permanecieron cerrados los centros educativos. Aseguran que de extenderse el tiempo para volver a las aulas, las consecuencias serían aún más graves; trayendo consigo la dilación del desarrollo económico de las naciones. Cabe recordar que cuando las élites políticas hablan de desarrollo económico, no se refieren a otra cosa más que a la acumulación de capital y a la estabilidad de sus instituciones; situación que, invariablemente, supone una mayor desigualdad, pues esto sólo se consigue mediante la explotación y la perpetuación de la denominada “paz social” a través de la coerción. Si bien es cierto que hay una problemática latente en materia educativa, ésta radica en la educación institucionalizada, pues funge como mecanismo de perpetuación del orden imperante; cabe recordar que aquellos principios sobre los que se ha edificado la “educación” pública no responden a otros intereses que no sean los de la lógica del capital.

No obstante, se nos dice que la escolarización se propone dotar a los individuos de un cúmulo de aprendizajes y herramientas a fin de que estos alcancen una mayor libertad e independencia, cuando en realidad se torna en un sombrío entramado garante de la producción en serie de “ciudadanos ejemplares”, zombificados y ávidos de una falsa prosperidad que gire en torno al consumo y al trabajo alienado. Así, los alumnos socializan y reciben su “formación académica” a través de planes de estudios basados en valores tales como el individualismo, la competitividad e, incluso, el nacionalismo: la forja de la llamada “sociedad civil”. Algo que, en definitiva, resulta ser una situación crítica, pues esto no hace otra cosa que propiciar la atomización de los individuos, volviéndolos mucho más indiferentes y deshumanizados ante la realidad que los rodea. Al respecto, el antipedagogo Pedro García Olivo, anota lo siguiente:

Como sujeto social particular, el estudiante contemporáneo apenas conservará afinidades de fondo con el asalariado clásico, en lugar de anticipar al obrero, perpetúa al padre. Y, al sentirse, de hecho, menos obrero (y más estudiante) que nunca, mostrará escaso interés por las vicisitudes de la clase trabajadora. Su guerra será otra: combatirá por la Difícil Emancipación de la Familia y contra la Injustificable Tortura de las Aulas. De ahí que, en el límite, conciba la adscripción al sistema productivo menos como signo de explotación que como garantía de libertad e independencia. De ahí también que (circunstancialmente) valore la conflictividad obrera como simple revuelta de los privilegiados. Y, en esa coyuntura, no se podrá esperar de él ninguna prueba rotunda de solidaridad, ningún signo inequívoco de compromiso.[1]

Resulta deleznable, pues, que el capitalismo global vocifere su “preocupación” por la escasez de avances en el aprendizaje de niñas, niños y jóvenes, cuando en realidad el apremio que manifiestan por retomar el camino de la escolarización en modalidad presencial, tal y como se venía dando antes de la aparición del Covid-19, es a todas luces una urgencia por continuar con ese otro confinamiento encaminado a la formación de capital humano.

Si bien es cierto que las clases en línea abonaron lo suyo para engrosar aún más la brecha de desigualdades, así como para continuar con la hiperconectividad y sobretecnologización de los individuos, no hay nada tan homogeneizante y segregador como el aula y la autoridad encarnada en la figura del profesor; verdugos del espíritu de infancias y juventudes sometidas a una serie de reglamentaciones orientadas al uso productivo de las horas. Así, el salón de clases y el docente guardan una sórdida afinidad con el centro de trabajo y el supervisor (como eufemísticamente se les llama hoy en día a los capataces). ¿Primacía del conocimiento o de la rentabilidad política y económica?

Dos

Progreso, Desarrollo y Justicia: es la santa trinidad que los Estados esgrimen en cada discurso a la menor provocación. Y dicha triada —nos dicen— sólo puede alcanzar su plenitud, entre otros mecanismos, mediante la educación oficial. Escuela y Estado componen así una entidad indisoluble. De ahí que se difunda por todos los medios posibles que la escuela es el bastión de la producción de conocimientos relevantes para cumplir con los requerimientos político-sociales que “la modernidad” demanda.

Emprendida la campaña a favor del desarrollo y de combate a la ignorancia, abogando por la universalidad, la escolarización erradica todo rastro de valores comunitarios, de educación informal, de saberes ancestrales nacidos en el seno de comunidades “primitivas”, de subjetividades que no gocen de consenso o que disten de encontrarse dentro de los estándares hegemónicos. Adiós a la diferencia (aunque la retórica burguesa nos hable de “inclusión”). Adiós a la educación comunitaria y a las formas de educar alejadas del Estado. Sobre todo ahí, en esos territorios donde los pueblos indios tienden a insubordinarse —socavando así el bienestar nacional—, o inclusive en aquellos guetos de las periferias. Habiendo dejado en claro que han sido tolerantes hasta excesos criticados,[2] los gobiernos desestructuran la autodeterminación de los pueblos y los barrios —y de paso suprimen cualquier atisbo de organización horizontal y descentralizada— haciendo uso de la maquinaria escolar; continuando así con su proyecto civilizatorio.

Nos decía Theodor Adorno que la exigencia de que Auschwitz no se repita es la primera de todas las que hay que plantear a la educación.[3] Por desgracia, es todo lo contrario, pues el carácter homogéneo y homogeneizador —incluso eugenésico— del que se halla dotada la escolarización, y que se vio recrudecido con la llegada del neoliberalismo, hace una apuesta por la destrucción de la diferencia. Entonces, ¿no es cierto que cabe aquí un sombrío paralelismo de las aulas y su función normativa con los campos de concentración nazi o con el gulag estalinista? Así pues, hay un halo funerario que recubre a la escolarización y, en definitiva, se debe a su vínculo con la necropolítica.

Así pues, ¿cómo podemos llamarle educación a esa estandarización de masas? ¿Por qué insistir en llamarle “formación académica” a esa reclusión que desemboca en un quebrantamiento de la libertad, y que nada tiene que ver con el conocimiento? Siendo la escuela impulsora de la destrucción del pensamiento crítico gracias al principio de obediencia, ¿tiene alguna utilidad seguir clamando por la reformulación del sistema educativo, si está claro que se nos seguirá “educando” en función del papel que desempeñamos dentro de la sociedad, es decir, si somos poseedores o desposeídos? Una vez constituidas las clases sociales se vuelve un dogma pedagógico su conservación, y cuanto más la educación conserva lo establecido, más se le juzga adecuada. Todo lo que inculca no tiene ya como antes la finalidad del bien común, sino en cuanto a ese “bien común” puede ser una premisa necesaria para mantener y reforzar a las clases dominantes. Para éstas las riquezas y el saber; para las otras el trabajo y la ignorancia.[4]

Han sido tan ampliamente difundidas las “virtudes” de la escolarización, que acudir a clases se ha convertido en un anhelo universal. Así como el desempleado desea con tanto ahínco ser explotado: la ilusión inducida de un “futuro mejor”.

Tres

Los tiempos actuales demandan un análisis profundo de la escolarización y su papel como mecanismo de dominación y de reproducción del capitalismo más que como herramienta emancipatoria. Hoy en día, las escuelas se autoproclaman incluyentes, abogando por la multiculturalidad, así como por la tolerancia y el respeto hacia la diferencia; apropiándose, una vez más, de aquella vieja bandera enarbolada en las luchas sociales: educación para todos.

Si bien Paulo Freire y Francisco Ferrer Guardia nos legaron sus pedagogías libertadoras, con las que se abrieron las posibilidades de construir nuevas escuelas, alejadas de principios de obediencia y de postración absoluta hacia el Estado, cabe preguntarse qué tan útil resulta la escuela como institución, así sea que se autoproclame como antiautoritaria. ¿No sería esto, pues, un mero reformismo que en buena medida podría ayudar a legitimar el nuevo rostro de la escuela —por el que tanto abogan las democracias burguesas— en el que la rigidez de las normas y la docencia represiva se vean suplidas por rostros mucho más afables? ¿No podría esto propiciar la invisibilización de los dominios escolares, volviendo mucho menos evidente su naturaleza despótica?

Resulta urgente comenzar a tomar senderos distintos, que nos desvinculen del paternalismo del Estado y su educación administrada, a fin de articular formas de resistencia ante los embates cada vez más velados de la escolarización.

  1. García Olivo, Pedro. (2000) Se acabó Nanterre en El irresponsable. Las Siete Entidades, Madrid.
  2. DOG (Díaz Ordaz Gustavo). A la mano tendida la prueba de la parafina: 53 años después, esa mano sigue en el aire.
  3. Adorno, Theodor. (1998) Educación después de Auschwitz en Educación para la emancipación. Ediciones Morata.
  4. Ponce, Aníbal. (1986) La educación en la comunidad primitiva en Educación y lucha de clases. Editores Unidos, México.

 

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