Tesitura inacabada

Aníbal Fernando Bonilla

“Os confieso que yo también tuve que hacer cambios drásticos y dolorosos para que me publicaran: tuve que trabajar los textos más de lo que lo hacía antes, investigar bien las editoriales con las que contactaba y dejar de creer que el mundo entero estaba en mi contra”, dice en un tuit Daniel Jándula, escritor español. Son estas las condiciones y circunstancias, entonces, en que el escritor trabaja para una potencial circulación de lo que en esencia es su oficio: la propuesta textual, sin bajar la guardia, en medio de la crítica y autocrítica.  

¿Cuál es el motivo que propicia la publicación de un libro? Tal vez, que las ideas del autor lleguen al más amplio público lector. Que los planteamientos analíticos y/o creativos alcancen retroalimentación y se concrete el anhelado proceso de la lecto-escritura. El escritor esté o no de acuerdo, requiere de vasos comunicantes que permitan un adecuado flujo receptivo. No se escribe pensando en el lector, sin embargo, el poeta o narrador concreta su apostolado una vez que ve la luz su lúdica escritura. Incluso, aquellos manuscritos empolvados en algún momento pudieran ser —y a veces son— rescatados para su aparición en el libro como objeto, ratificando así el destino final de las ideas, párrafos o estrofas en condición de artificio.

¿Qué contiene el libro que pongo a consideración lectora, titulado Tesitura inacabada[1]? Un compendio de lo que en el periodismo se denomina artículos de opinión. Aunque con la posibilidad que me otorga la recreación escritural, los textos agrupados han sido retocados, revisados, pulidos para que alcancen un tono ensayístico o, mejor aún, para que vayan cobijados de la hibridación periodístico-literaria. Por supuesto, considerando que mi pasión mayor es la provocación versal, entonces queda entendido que la poética (junto con la prosa) recorre gran parte de la obra.

¿De qué hablo en Tesitura inacaba? Del amor filial, de pareja y maternal. De la educación y sus entresijos. De diciembre y su encanto navideño. De películas y documentales entrañables. De la responsabilidad reporteril. De esas realidades que acalla el poder. De los derechos humanos. De la ternura, el mar y la tolerancia. De las lecciones que nos deja esta época. De la vida y de la muerte, no como antítesis existencial, sino como elementos complementarios, tal como sugiere Haruki Murakami.[2] Y en una segunda parte del libro, esbozo mini biografías de múltiples personajes como Eduardo Galeano, Elena Garro, Isabel Allende, Estela de Carlotto, Leonidas Proaño, Pedro Jorge Vera, Marietta de Veintemilla, entre otros.

Un aspecto que envuelve y del cual gira la obra es la literatura y la interpelación sobre ella. Por eso, sus hojas están alimentadas de libros referenciales y autores vitales —en algunos casos— de mi especial preferencia. A continuación comparto lo dicho a través de esta muestra comprendida en Tesitura inacabada

 

Literatura: oficio y compromiso

¿Para qué sirve la literatura? ¿Qué función cumple la creación literaria en una sociedad mediatizada y embebida de última tecnología? ¿Cuál es el rol del verso y de la prosa ante necesidades frívolas y el apogeo consumista de la gente? Estas preguntas surgen al momento de borronear estas líneas, con la intención de justificar y reivindicar la preeminencia de los libros y de sus autores/as en la actualidad. Vale decir que tal preocupación data de los albores de la existencia del hombre y del desarrollo de su pensamiento, pero las condiciones del orbe contemporáneo sugieren la relectura que provoque más de una respuesta.

Para tal cometido acojo el criterio calificado de Carlos Fuentes, quien considera que: “El conocimiento de la literatura hace más probable la oportunidad de reconocernos de los demás. La imaginación, la lengua, la memoria y el deseo son los lugares de encuentro de nuestra humanidad incompleta. La literatura nos enseña que los más grandes valores son compartidos y que nos reconocemos a nosotros mismos cuando reconocemos al otro y sus valores”.[3] En ese sentido, tenemos una pista a nuestra inquietud: la literatura invoca al mutuo reconocimiento, esto es, al respeto étnico, a la conjunción identitaria, a la tolerancia cultural. Hay un sentido de inclusión social, a través de códigos que armonizan la convivencia humana.

Asimismo, la literatura refleja la luz y los escondrijos del mundo. La condición del ser se expresa en la novela, o se desnuda en la huella poética. Los corazones laten con rapidez ante el espasmo de una realidad en constante transformación. Es el vértigo de los días grises ante la inercia de los derrotados. Es acción, que es sinónimo de verbo.

La literatura también se ufana por su carácter crítico y cuestionador a las estructuras políticas y económicas, especialmente, en tiempo de crisis. Aunque yo diría que este atributo tiene vigencia en todo tiempo. Como consecuencia histórica, las letras han batallado en contra del improperio, la arrogancia y el atropello ya que su matriz creacional gira alrededor de la sensibilidad, belleza y solidaridad. La literatura tiene entonces un especial compromiso en la consolidación de una comunidad que amalgame principios y valores fundamentales dentro de la construcción ciudadana.     

Por otra parte, la literatura pervive en los albores de la libertad y, a ratos, de la subversión de los sueños. Tiene una inmensa carga ética que pugna y se contrapone con las debilidades y actos absurdos del poder, el mismo que es pasajero, en tanto la tarea literaria perdura en la memoria propia y ajena. La dualidad ficción-praxis resume de alguna manera la esfera connatural de una colectividad sumida en desafíos y contradicciones, en retos y temores. Como la vida, en su esencia espontánea y vital. La literatura se impone más allá de la muerte, en la mortaja de nuestras aberraciones, pesares, anhelos y esperanzas.

 

Encanto y suplicio literario

El obsesivo encantamiento de la escritura permite escudriñar en la profundidad de la vida, sin que ello excluya sus recovecos. Es la revelación de los secretos y la develación de la memoria. Como anticipó Bécquer: “Mientras haya un misterio para el hombre / habrá poesía”. Es una legítima manera de alivianar la pesadumbre y, a la vez, de aletargar el sosiego. El acto de la escritura —como manera artística— nos devuelve la dicha de días de luz, en medio de la turbulencia y la sombra.

Se escribe desde la insondable curiosidad de la vida; con sus aciertos y errores, con sus bondades y miserias, con sus quebrantos y esperanzas. Es la materia primigenia que el escritor/a asume como suya en la proyección literaria. Tal como se advierte en el vuelo de palomas, en el brillo de los ojos enamorados, en las nubes que anuncian la tormenta, en el grito del iniciado, en la balada a medianoche, en el ímpetu del río, en las cenizas y el adiós. Es el conjuro que posibilita desgranar ficciones en el anchuroso camino de la creación, nada exento de triviales tentaciones y frondosos bosques que despistan el objetivo inicial.

¿Para qué se escribe? ¿Para quién se escribe? ¿Con qué objetivo se escribe? Son preguntas que revitalizan la exploración literaria, sin embargo, tales interrogantes no deben perturbar la esencia del oficio creativo: inmortalizar al hombre a través del texto, con sus miedos y nostalgias, con sus huellas y estigmas, con sus dioses y demonios; ya que al fin y al cabo, el escritor/a trasciende el tiempo más allá de lo profano, en una incomprendida circunstancia divina.

En el exquisito modo de exteriorizar las cosas, Gabriel Celaya, tras negar que la construcción poética se sirve de simples adornos, consideró que “crear Poesía a fin de cuentas es fabricar un aparato verbal: componer de un modo líricamente coherente una serie de palabras para que recojan y transmitan eficazmente algo que el poeta piensa y siente pero que no puede decir con el lenguaje común”.[4] A su vez, en la narrativa fluyen historias que profanan los días comunes, desde tramas y argumentos que tienen su raíz en la mente y en la experimentación del autor/a, sin que se deseche pautas autobiográficas, en donde afloran contradicciones y ambigüedades inherentes a la condición humana.

En confidente testimonio, Ernesto Sábato aseveró que: “Extraviado en un mundo en descomposición, entre restos de ideologías en bancarrota, la escritura ha sido para mí el medio fundamental, el más absoluto y poderoso que me permitió expresar el caos en que me debatía; y así pude liberar no sólo mis ideas, sino, sobre todo, mis obsesiones más recónditas e inexplicables”.[5]

La intención del escritor/a es que emerjan los códigos del quehacer literario, para lo cual es menester que no se seque la tinta y, al contrario, las líneas vayan dando forma al suplicio expuesto en el papel en blanco, con la finalidad de salir del infierno, tal como lo advirtió Artaud.[6]

 

 

 

 

 

[1] Casa de la Cultura Ecuatoriana “Benjamín Carrión” Núcleo de Imbabura, Colección Tahuando N° 307, Ibarra, octubre del 2022.

[2] En Tokio Blues, Tusquets Editores-Planeta, décimo primera reimpresión, Colombia, 2020.

[3] Literatura y sociedad, CCE, Quito, 2000.

[4] Exploración de la poesía, Seix Barral, España, 1971.

[5] Antes del fin, Seix Barral, 2da. edición, Buenos Aires, 2007.

[6] Ver Van Gogh, el suicidado por la sociedad, de Antonin Artaud (pp. 15-16); ensayo aparecido en 1947. En: https://revistaliterariakatharsis.org/Artaud_Van_Gogh.pdf

 

 

 

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