Por José Ramiro Ortega Pérez
Me daban gracia sus locuras. Quizá comenzaron cuando sintió que la mala suerte lo perseguía y no pudo entender que eran sus propias patas las que se le enredaban solas sin necesidad de zancadillas divinas o de la intervención de los malos espíritus.
Hablaba como la gente de nuestra tierra, casi gritando y exagerando cualquier tipo de relato, tratando de convertir en epopeya hasta las compras del supermercado.
Primero comenzó su racha de mala suerte, varios negocios emprendidos con el entusiasmo de los tiempos y nomás puro fracaso; luego, se juntó con el negro balsero y lo convencieron de que su vecina lo deseaba como marido y para quedarse con él y con su casa le había hecho un trabajo de brujería. Con toda franqueza, nunca pude entender cómo se relacionaba una cosa con otra, pero tenía que portarme serio, o poner cara de circunstancia, cuando comenzaba a hacerme sus relatos.
Comenzó a rezar, a prender veladoras, luego a sacrificar animales. El negro era su mentor y él se convirtió casi en el marido del oscuro. Conforme avanzaba en su aprendizaje, combinaba los conocimientos mayas con los resabios de religiosidad africana.
Poco a poco fue conformando una nueva identidad, Don Guacho el curandero, brujo bueno y hacedor del bien entre los pobres. Aprendió a leer la noche, la palma de las manos y a intuir cómo los clientes querían que se continuaran sus relatos de vida. Rezaba con una mezcla de cristianismo y santería, aprendió a quemar las hierbas medicinales de la región en un pequeño comal y a realizar aspavientos para inducir la sugestión entre sus clientes.
Solo de vez en vez las cartas parecían tomar una dinámica propia y se acomodaban de modo tal que podían predecir la muerte o enfermedades graves sin que él tuviera intención alguna de llegar a ese tipo de vaticinios. En otra ocasión, la tabla Ouija le saltó de las manos, pero ello le permitió proclamar que los espíritus le temían y que se iba tornando cada vez más poderoso.
Su desgracia comenzó cuando tuvo una afortunada racha de predicciones, pero desafortunada para otros; dos de sus clientes murieron, y otro par la libró por apenas un pelito de rana calva como solía decir en broma.
Ahí fue cuando comenzó a tener fama de brujo malo y a padecer un rumor que crecía a su alrededor: si vas con Don Guacho vas a tener mala suerte, ya dos se murieron por verle.
Al principio no se dio cuenta y nosotros tampoco. De algún modo sabíamos que sus poderes eran escénicos y él mismo parecía estar consciente que se trataba más de un modo de vida que de una creencia auténtica. El problema fue que la creciente y cotidiana recurrencia a las enseñanzas del cambujo, balsero, negro o su machete, terminó envolviéndolo por completo. Las cartas comenzaron a parecer más independientes y sus sueños se hicieron más raros, más complejos: la difunta abuela aparecía ya enseñándole algo, ya pidiéndole una misa o avisándole de alguna desgracia. Después, él mismo se veía inmerso en un cuerpo extraño, como de un animal y solo parecía mirar al frente mientras recorría el monte a gran velocidad.
Cuando esto pasaba, aparte de amanecer cansado, frecuentemente tenía la ropa sucia o encontraba hierbajos enredados entre su ropa. Así pasaron varios meses.
El Guacho se fue haciendo cada vez más taciturno, a veces pasaba largas horas sentado mirando hacia algún punto lejano. En otros momentos parecía haber olvidado el castellano y sus palabras eran una mezcla de ruido y de sonidos parecidos a la lengua maya.
En los últimos tiempos parecía subir o bajar muchos kilos de peso de un día para otro. A veces parecía que la propia piel le apretaba y en otras que los pellejos le colgaban.
Los más viejos del vecindario comenzaron a rumorar que ya no tenía remedio pues había comenzado a convertirse en animal durante algunas noches, para rondar por las casas, espiando y causando males a sus enemigos o a aquellos que eran encargos de sus ya escasos clientes o familiares.
No era malo el primo Guacho, pero la última vez que lo vimos, antes de que desapareciera por completo, sus facciones parecían haber cobrado una chatura que recordaba vagamente la cara de un cochino.